La habitación propia de Juana Ramírez

La Universidad del Claustro funciona en el exconvento donde estaba la habitación de Sor Juana Inés de la Cruz, Fénix de México, autora de la “Respuesta a Sor Filotea”. Es esa carta que escribió en marzo de 1691 lo que provoca la obsesión de querer conocer el espacio en que leyó y escribió durante tantos años. Plumas como las de Margo Glantz o Josefina Ludmer escarbaron ese texto maestro que cambió definitivamente su suerte. Esta crónica indaga en su contenido y su misterio, desde el mismo lugar en que escribió la poeta.

por Valeria Tentoni I 6 Septiembre 2024

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En el centro de la Ciudad de México, a 10 cuadras del Templo Mayor, está el que fuera hogar de Sor Juana Inés de la Cruz durante sus últimos 27 años de vida. Como al templo y sus dioses, también bajo tierra encontraron los huesos de la poeta —o al menos los que se cree que son sus huesos— entre los del resto de las monjas con que compartía su voto de clausura en el convento de San Jerónimo.

La osamenta fue descubierta el 28 de noviembre de 1978, distinguida por su ubicación —sola debajo de otros entierros múltiples—, pero también por su vestimenta: un hábito de lana (considerado de lujo), restos de un medallón de carey y un rosario de los 10 misterios elaborado con semillas. No estaba amortajada, como las demás, ni tenía corona.

Los restos se encuentran ahora en un ataúd, detrás de una ventana de vidrio doble, ubicados donde en vida de Sor Juana funcionaba el coro bajo del convento. Es un cajón modesto de madera, y sobre él están grabados los versos “triunfante quiero ver al que me mata / y mato a quien me quiere ver triunfante”. A sus pies hay una bolsita negra sujeta con una cuerda dorada que contiene tierra de Nepantla, el pueblo en el que nació, bastarda y testaruda, con el nombre de Juana Ramírez de Asbaje. Fue en 1648: dos siglos después que Leonardo da Vinci y dos siglos antes que Virginia Woolf.

Frente al cajón, al otro lado del sotocoro en cuyo centro encontraron la fosa común, hay una reproducción del famoso retrato que pintara Miguel Cabrera en 1750. Sor Juana aparece sentada de espaldas a su biblioteca y ante un escritorio sobre el que descansa un libro abierto, su delicadísima mano derecha entretenida entre página y página, como si en vez de dedos tuviese agujas. Es la estampa de una lectora interrumpida. Pero no es la única Juana a la vista: hay un gran monumento en un callejón, a pocos pasos de ahí, que la muestra también sentada y con un libro sobre la falda, y también hay un busto en uno de los jardines al que las estudiantes han atado un pañuelo verde, símbolo de la lucha por el derecho al aborto, que en México se despenalizó en 2023.

La Universidad del Claustro funciona en el exconvento donde estaba la habitación de Sor Juana, Décima Musa, Fénix de México, autora de la “Respuesta a Sor Filotea”. Es esa carta que escribió en marzo de 1691 lo que provoca la obsesión de querer conocer el espacio en que leyó y escribió durante tantos años.

Sor Juana se había tomado la libertad de criticar un sermón del padre António Vieira, uno de los jesuitas más influyentes del siglo XVII, y al obispo no se le había ocurrido mejor regalo que publicarle la crítica, cambiándole el título y agregándole sus observaciones y advertencias a modo de prólogo. Entre ellas, una exhortación a que Sor Juana dedicara más atención a los libros sagrados y dejara de lado los estudios profanos, los versos de amor y las comedias que escribía.

Plumas como las de Margo Glantz o Josefina Ludmer escarbaron ese texto maestro que cambió definitivamente su suerte. Como cualquier respuesta, la carta de Sor Juana es un texto provocado. La poeta contesta allí no solamente una misiva, sino también un reclamo público; el que le hace ni más ni menos que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, y bajo el seudónimo de una mujer: Sor Filotea. La que ama a Dios. La que ama a Dios. Y es que Sor Juana se había tomado la libertad de criticar un sermón del padre António Vieira, uno de los jesuitas más influyentes del siglo XVII, y al obispo no se le había ocurrido mejor regalo que publicarle la crítica, cambiándole el título y agregándole sus observaciones y advertencias a modo de prólogo. Entre ellas, una exhortación a que Sor Juana dedicara más atención a los libros sagrados y dejara de lado los estudios profanos, los versos de amor y las comedias que escribía. La “Carta atenagórica”, así, quedó sellada y circuló durante unos tres meses por toda la comunidad teológica del virreinato, sin que la monja lograra secar sus “lágrimas de confusión” para redactar la “Respuesta”.

Octavio Paz, en Las trampas de la fe, propone sin embargo otra historia: la “Carta atenagórica” podría haberse publicado, en realidad, con acuerdo de Sor Juana, aliada con Fernández de Santa Cruz por razones de amistad, quedando implicada así en una feroz antipatía entre prelados: el obispo y el arzobispo Aguiar y Seijas, gran admirador del jesuita Vieira.

Chivo expiatorio con o sin consentimiento, el prólogo a la “Carta atenagórica” parece haberla sorprendido de cualquier modo. El obispo le reclama en esos párrafos no tanto que escriba y lea (aunque sí le deja dicho que la curiosidad es un “vicio”), sino que modifique sus asuntos: “Mucho tiempo ha gastado V. md. en el estudio de filósofos y poetas; ya será razón que se perfeccionen los empleos y que se mejoren los libros”, le advierte. “No pretendo, según este dictamen, que V. md. mude el genio renunciando a los libros, sino que le mejore, leyendo alguna vez el de Jesucristo”.

La furia contenida de Juana en la “Respuesta a Sor Filotea” es un espectáculo intermitente y quizás lo primero que fascina es ese ir y venir entre el rugido y el arrodillamiento. “Tretas del débil”, llamará Ludmer a la operación con que levanta sus escudos. Y lo hace desde el arranque, al ubicarse en el estratégico lugar de simple y “pobre monja”, y al agradecer con zalamerías agotadoras “tan excesivo como no esperado favor, de dar a la prensa mis borrones”.

Lejos de ser una cárcel, para Sor Juana el lenguaje es garantía de libertad. Leerla en total dominio de esas oraciones infinitas y serpentinas con las que avanza, obstinada, astuta y decidida, hacia la consagración de su derecho a leer y a escribir, con la inquisición en la ventana, provocan ganas de aplaudirla al final de cada párrafo.

Lejos de ser una cárcel, para Sor Juana el lenguaje es garantía de libertad. Leerla en total dominio de esas oraciones infinitas y serpentinas con las que avanza, obstinada, astuta y decidida, hacia la consagración de su derecho a leer y a escribir, con la inquisición en la ventana, provocan ganas de aplaudirla al final de cada párrafo.

La pluma en manos de Juana se convierte en un nunchaku que alternativamente libera y cierra su cadena para dar golpes precisos y garantizarle la defensa. Argumenta, por ejemplo, que como todo viene y va a Dios, también los libros con que ella se entretiene, e incluso su propia y “negra inclinación” de hacer versos. Para justificar que ha leído y escrito mucho o quizás demasiado de “asuntos humanos” y para nada sagrados (desde obras teatrales hasta poemas de amor, de locura y de muerte), Sor Juana dirá que lo suyo “no ha sido desafición, ni de aplicación falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras”. ¿Qué más esperan de mí si no me dejan aprender, si no dejan a las mujeres enseñar para que podamos aprender, ya que no nos dejan aprender de los varones?, parece decir. ¿Qué esperan de una pobre monja más que lecturas introductorias, y todas las que haya a la vista? “Ni tengo obligación para saber ni aptitud para acertar”, firma, y en ese trabajoso movimiento se posiciona para seguir tranquilamente con la nariz en sus tomos de física, aritmética, arquitectura, arte, música o astrología.

Porque a Sor Juana le gustaban tanto los libros que descansaba de una lectura con otra. En su “Respuesta” nos enteramos, además, de que aprendió a leer a los tres años, colándose en las clases de su hermana y a espaldas de su madre: “Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo”.

Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir”, advirtió Woolf en su célebre ensayo Un cuarto propio, basado en una serie de conferencias que ofreció en una universidad como la que ahora ocupa el exclaustro, una universidad como la que le fuera negada a Juana Ramírez. “Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado de cosas (…) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencias de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”.

Después de una experiencia fallida con las rigurosas carmelitas descalzas, Sor Juana logró ingresar a la orden de San Jerónimo. El convento había sido fundado en 1585 y originalmente abrió sus puertas para albergar a cuatro monjas. Ella ingresó en 1669 y se quedó hasta su muerte, en 1695, dejando expresa indicación de ser enterrada con sus hermanas. De ellas se habría contagiado, mientras las cuidaba, el tifus que la llevó a la tumba.

Casi todo lo que se ve hoy día en la Universidad del Claustro debió ser restaurado, desde las columnas hasta las fuentes de los jardines. En uno de los patios se conservan las bases derruidas de celdas en las que algunas monjas vivían. Las vigas parecen antiguas, las baldosas parecen antiguas, hasta el aire parece antiguo, pero casi nada de eso estaba ahí cuando Sor Juana vivía en este lugar hace 350 años.

Clausurado bajo la presidencia de Benito Juárez, en 1867, a partir de entonces el edificio del convento tuvo los más diversos destinos. Además de soportar inundaciones y terremotos, allí funcionó desde un hospital militar, un cuartel y una caballería, hasta un estacionamiento, locales comerciales, una vecindad y un salón de baile nocturno llamado primero El Pirata, después Smyrna Dancing Club, después El Esmeril. No fue hasta 1975, cuando un grupo de mujeres dedicadas al estudio de la autora de Amor es más laberinto solicitó al presidente la expropiación con miras a su conservación, la que fue otorgada por decreto en 1979.

Casi todo lo que se ve hoy día en la Universidad del Claustro debió ser restaurado, desde las columnas hasta las fuentes de los jardines. En uno de los patios se conservan las bases derruidas de celdas en las que algunas monjas vivían. Las vigas parecen antiguas, las baldosas parecen antiguas, hasta el aire parece antiguo, pero casi nada de eso estaba ahí cuando Sor Juana vivía en este lugar hace 350 años. Hasta el suelo cambió de nivel. Sin embargo, in situ es imposible detener la fantasía de imaginarla por los pasillos con la cabeza repleta de villancicos, sonetos y redondillas, acariciando a alguno de los gatos que se reparten los rincones como si fueran sus dueños.

Si hay un pecado, tiene que ser este: de la habitación de Sor Juana no quedan más que conjeturas. En el que se presume fue su lugar, ahora hay una cafetería donde los jóvenes conversan sobre sus exámenes, ajenos a la santidad de la tierra en que descargan su peso. Lo sepan o no, Sor Juana tenía en esas coordenadas una celda de dos pisos en la que cabían cómodamente instrumentos científicos y musicales, además de una biblioteca que algunos estiman de cuatro mil libros y otros de 400. En cualquier caso, nada mal, más aún para una época en la que casi ninguna mujer sabía leer. Mucho menos escribir.

Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”, se lee también en la Respuesta.

Pasado y presente se superponen, un palimpsesto. Donde hace siglos habría, quizás, escaleras, han pintado el recorte de sus ojos y debajo las palabras “curiosidad”, “conciencia”, “libertad”. Fantasmal y poderosa como una luna nueva, la habitación de Sor Juana cuelga del cielo. Ahí abajo los gatos se reparten las palomas.

 

Fotografía de portada: Valeria Tentoni.

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