por Arturo Fontaine
por Arturo Fontaine I 6 Agosto 2016
Gabriela Mistral llegó a Lisboa, donde vivió dos años, cuando Fernando Pessoa se acercaba a su muerte. No hay vínculo alguno entre ellos, ni en el plano personal ni en sus obras. Sin embargo, quisiera asomarme a cómo se muestran las cosas en estos dos poetas tan disímiles. Más que escribir sobre Mistral y Pessoa me gustaría, simplemente, copiar algunas líneas de Mistral y de Pessoa. Porque entonces ellos mismos dirían lo que yo ante ellos, no puedo sino mal decir. He preferido, en ambos casos, evitar sus versos y quedarme solo con sus prosas.
Es común atribuir a Pablo Neruda la vocación por las cosas. Sus cantos materiales son obras geniales en las que el poeta intenta penetrar en la sustancia material, en su temporalidad, en su confuso abrazo de vida y muerte. Su “Entrada a la madera” es, en ese sentido, un poema paradigmático. Pero a su modo, Mistral comparte con Neruda esa misma preocupación. “Esto que pasa y se queda,/ Esto es el aire, esto es el aire”, anota en el poema “El aire”, publicado en Ternura (1924). Y en Tala (1938) hay una sección llamada “Materias”, con poemas sobre el pan, la sal, el agua, el aire.
Pero quiero comentar sus prosas. Entre ellas está su “Elogios de las materias”, que publicó de tanto en tanto en El Mercurio entre 1926 y 1941. Los leo en la edición de Jaime Quezada, Gabriela Mistral: poesía y prosa, que editó la Biblioteca Ayacucho en 1993. Surge en ellos la harina, el fuego, el cristal, la ceniza, la arena, el agua, las piedras, la sal… La intención siempre parece ser hacernos experimentar la materialidad de estas materias como si fuera la primera vez. Mistral intuye –como escritora– que el tráfago cotidiano nos distrae y aleja de la presencia real de las cosas. Su escritura quiere destapar nuestros oídos, abrirnos los ojos y afinar la vista, sensibilizar nuestro tacto, nuestro olfato y nuestro gusto, aletargados por la costumbre y la falta de atención.
Así, por ejemplo, dirá:
“El agua es ágil y no lleva memoria consigo”.
“El cristal sin venas para sangre”.
“El fuego de ajorcas rápidas con que baila el bosque y que le acicatea los talones. Tigre de salto rápido”.
“La harina suave, que resbala con más silencio que el agua y puede caer sobre un niño desnudo y no lo despierta”.
“El aceite más pausado que la lágrima y también más que la sangre”.
Son afirmaciones rotundas y frescas, audaces e inteligentes. Mistral lanza definiciones hechas de imágenes certeras y tajantes, valientes y originales. Cada una forma parte de todo un tejido de imágenes, alusiones y reflexiones que suscitan las diversas cosas mencionadas.
Veamos, con más detalle, qué dice de la ceniza: “La ceniza es ligera y callada… La gris, ayuna de toda voz en su pequeña derrota; con callada muerte de pobre… La ceniza que cubrió la brasa penúltima un poco como mujer, guardándole el tizón rosado… La ceniza clara, que deja la leña tierna, felpa de cariño… La ceniza… tibia como un pájaro que acaba de morir”.
Mistral pone en juego una pluralidad de sentidos para darnos la sensación de la ceniza. Está el oído: la ceniza es “callada”, “ayuna de voz”. Está la vista: la ceniza es “gris”, “clara”. Está el tacto: es “ligera”, “felpa” y “tibia”.
Su existencia humilde es una “pequeña derrota”, como una “callada muerte de pobre”. Y, sin embargo, sabe ser una mujer que guarda en sí el “tizón rosado” y ardiente del hombre. La ceniza, entonces, evoca el origen de la vida. Y, sin embargo, es un “copo liviano” que recubre “la carne tendida” y aleja de ella “el feo moscardón de la muerte”. Entonces, pese a su humildad, la ceniza salva a la carne del gusano.
Para Mistral la experiencia real de la ceniza es obra, en primer lugar, de los sentidos, pero también de la imaginación, de la memoria, de la inteligencia. La ceniza es una cosa inerte y material, pero al hacerse presente está en el interior de la vida. Y lo mismo ocurre con las demás “materias”. Hablar de las cosas será siempre hablar de lo humano.
Vamos ahora a las “cosas de nada” de que habla Pessoa en el Libro del desasosiego, según la traducción de Ángel Crespo que publicó Seix Barral. Cuando Pessoa construye la presencia de algo nos pone delante primero un personaje que es autor y, luego, este hace aparecer una materialidad exacta que, a la vez, sugiere un misterio. A menudo hace todavía más: crea una atmósfera, un estado de ánimo. Y, agrega algo –a veces más de algo– de humor.
Va un ejemplo: “La belleza de un cuerpo desnudo solo la sienten las razas vestidas”.
Otro: “El calor, como una ropa invisible, dan ganas de quitárselo”.
Otro: “El silencio que sale del ruido de la lluvia”.
Otro: “Me gustaría estar en el campo para que me pudiera gustar la ciudad”.
Otro: “¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza”. Y más adelante: “Se diría, de verdad, que una niebla fría a los ojos era caliente al tacto”.
Quisiera detenerme en el parágrafo 472 del Libro del desasosiego, donde se lee: “Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos”.
Esta primera definición no es verbal, renuncia a la palabra, es decir, a la “literatura” en beneficio del gesto. Aunque, claro, el término que usa Bernardo Soares, el personaje de Pessoa que trabaja en una oficina de la Calle de los Doradores, es “literatura”. El gesto hecho con la mano se hace, dice, “sin literatura”. Soares es un escritor y quiere mostrar de lo que es capaz la literatura. En este parágrafo 472, Pessoa quiere mostrar cómo concibe la literatura, su estética. Antes de proponer su primera definición nos plantea que “decir es renovar”. Soares plantea que escribir es cambiar, que mostrar es dar con una manera nueva de decir y solo gracias a ese decir renovado aparecerá la cosa. El escritor ha de encontrar una manera distinta de decir, y que no resulte afectada. Pues, conviene tomarse en serio el consejo que Don Quijote da al muchacho que relata las aventuras que suceden en el teatro de títeres de Maese Pedro: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. Es Don Quijote en uno de esos momentos de lucidez que suelen anteceder a sus desvaríos.
Investigar con la imaginación
Para Mistral y para Pessoa las cosas están escondidas, están tapadas bajo un lenguaje gastado que no permite sentirlas. La tarea del escritor será sacudir ese lenguaje muerto y encontrar palabras que despierten nuestra sensibilidad y nos pongan delante de las cosas mismas. Por eso, después de proponer su definición, Bernardo Soares dirá: “Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real a la vida”. Es decir, pasamos por encima de las cosas y acontecimientos sin vivirlos realmente, vivimos sin vivir. “Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las convertimos en literarias”, agrega. La literatura, entonces, nos abre a la experiencia de las personas y las cosas –hace real la vida– y permite transmitir esa vida y sus impresiones. Esta es la vocación y, quizás, la utopía de todo escritor.
Soares intentará mostrar esta concepción de la literatura con un ejemplo. No se trata en rigor de una cosa sino de un concepto: la espiral. Es cierto que reconocemos la espiral en ciertas escaleras y muelles o en la forma de la concha de ciertos caracoles. No obstante, siempre estamos, como dice Soares, ante “una figura abstracta”.
La primera definición que propone de una espiral dice: “Es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca”.
A mi juicio, es una definición nueva y perfecta. Pero el escritor cree posible perfeccionarla –“lo diré mejor”, dice– y propone una segunda: “Una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin conseguir realizarse nunca”.
En ambas definiciones está el círculo que sube sin conseguir cerrarse. Lo propio del círculo es que se cierra sobre sí mismo. La espiral, en ese sentido, representa el fracaso de la línea que quiere ser círculo, su esfuerzo imposible. Pero, en rigor, una línea que avanza y avanza y jamás se encuentra a sí misma, no llega a ser un círculo. Por eso en la segunda definición se nos dice que estamos ante un “círculo virtual”. Y este círculo virtual se desdobla y sube y sube sin dejar de ser nunca nada más que una tentativa de círculo, la mera posibilidad de un círculo que nunca llega a ser tal.
Lo que vemos es una línea que ondula moviéndose en busca de su origen y que al llegar al punto de encuentro descubre que está un poco más allá de él –llamémoslo “punto de desencuentro”– y entonces insiste girando y girando y cuando regresa al punto de origen, de nuevo está un poco más allá no solo del punto de origen sino que incluso del punto de desencuentro anterior, y así sucesivamente. Para nuestra línea, la búsqueda del origen es una empresa inalcanzable y, a la vez, un destino inexorable. La espiral es la huella de ese recorrido incesante, infinito y no obstante presente, de algún modo, en ciertas cosas finitas y concretísimas, como la concha de un caracol.
Ambas definiciones suponen que la noción de círculo esté clara. Sin embargo, el círculo es también una figura abstracta. Reconocemos la figura de la esfera en una pelota o una naranja. Y la figura del círculo en la cara plana de una naranja perfectamente partida en dos. O en la luna llena. Pero, como sabemos, ni la línea ni el círculo se dan en la naturaleza material, salvo como aproximaciones. En la naturaleza la línea más delgada tiene ancho y, por tanto, superficie y, por tanto, no es una línea. El círculo más plano tiene volumen, con lo que deja de ser un círculo. Estas figuras son abstractas porque son conceptos. Por eso el escritor dice: “Pero no, la definición es todavía abstracta”.
Se propone, entonces, buscar “lo concreto” en la idea de que así “todo será visto”. Su propósito es hacer visible un concepto. Mostrar la presencia manifiesta de la espiral en una cosa. No recurre Soares a la concha del caracol ni a escaleras de caracol. Tampoco a ciertos muelles. Su tercera y última definición dice así: “Una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa”.
Es una descripción fantástica, asombrosa. Es desconcertante y es exacta. Dan ganas de no comentarla en absoluto. Pero aún corriendo el peligro de enturbiarla, conviene analizar su poder como imagen.
Está construida sobre la base de dos negaciones. Y para entenderlas vemos algo positivo que será negado. Y eso positivo es una imagen concreta. Pessoa nos la da y nos la quita.
Hay, como ocurre sobre todo en el Pessoa de Álvaro Caeiro y de Bernardo Soares, cierta ironía. Él mismo corroe con su humor lo que afirma. Hilvana para luego ir deshilvanando lo hilvanado. Lo concreto que prometió al fin no era tan concreto, lo visible no era tan visible. Pero es que se trata de hacer ver una figura geométrica que no es visible a pesar de que en ciertas cosas “se manifiesta a los ojos”.
La imagen concreta es la de una serpiente enroscada en un tronco vertical. El cuerpo de esa serpiente encarna la figura de la espiral. Esto lo vemos. Es una imagen nítida. La forma del cuerpo de la serpiente es la línea que no es línea y se enrosca en busca de su punto de origen. Y que no es una línea lo sabemos bien: el cuerpo de la serpiente tiene volumen. Pero entonces la imagen clara y distinta de la serpiente enroscada en un palo requiere enmienda. Tenemos que ver en esa serpiente la espiral y, a la vez, no verla. Porque esa serpiente hecha espiral es y no es una espiral. Y ese tronco en torno al cual se enrosca es y no es un eje, una línea recta y vertical. Por eso Pessoa nos muestra la imagen y luego la esconde. Por eso la serpiente que no es serpiente se enrolla, pero en nada.
Su imagen final es una imagen no imaginable, una tentativa imposible, como la de la línea que en la espiral sin cesar intenta encontrar su origen sin lograrlo nunca, y sin poder jamás dejar de acercarse a él. Es una tentativa imposible e inevitable como la de la literatura en su “esfuerzo por tornar real a la vida”.
“Investigo con la imaginación”, dice Soares. ¿No será eso y solo eso lo que hace la literatura? En cualquier caso, lo trató de hacer Pessoa. Porque el tema de Soares mientras escribe en la oficina del cuarto piso de Calle de los Doradores, no es tanto lo que es el escritor para el escritor –nada hay del Retrato del artista adolescente– sino, más bien, lo que es la literatura para los lectores. “En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir”. Y en otro lugar agrega: “La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro… Y dejo de escribir porque dejo de escribir”.
El Libro del desasosiego no se cierra con un mero sosiego, sino con “un sosiego, casi, del cansancio del desasosiego”. Este sosiego inquieto es inseparable de una cierta renuncia. “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Quizás la renuncia es lo que tengan en común todos los diversos personajes que escriben los libros de Pessoa (Caeiro, Reis, Campos, Soares). “Vivir es ser otro… Soy yo otra vez, tal cual no soy”, dice Soares. ¿En qué se diferencia esa renuncia de la rendición? Se ha intentado decir, por ejemplo, lo que es una espiral. Y se ha escrito lo suficiente –cada intento agregando algo en un in crescendo– como para que se pueda presentir lo mucho que no se pudo decir, como para que se sienta que lo más importante que queríamos decir nunca fuimos capaces de decirlo.
Leamos de nuevo, entonces, este parágrafo magistral en el que está concentrada, intuyo, toda la estética de Fernando Pessoa: “Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así, porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa”.