Donald Trump, un villano de Dickens

El crítico literario inglés encadena en este ensayo varias figuras de la alta sociedad con otras del submundo criminal. Unos definen la ley y otros la subvierten, unos porque sienten que están más allá de cualquier normativa y otros porque sienten que el orden social no es justo. Se remonta a Shakespeare y Balzac, pero se detiene en el creador de Oliver Twist y Grandes esperanzas para analizar al presidente de EE.UU. “En la sociedad de la pantalla —escribe Eagleton—, los políticos y los hombres de negocios necesitan algo del glamour y el carisma que alguna vez distinguió a la aristocracia. Si, como Trump, ellos no están a la altura, siempre pueden intentar causar un impacto similar mostrando sus personalidades mezquinas, brutales y malhabladas. No es casualidad que la carrera política del presidente de Estados Unidos comenzara en la televisión”. Ofrecemos este texto como anticipo del número 24 de revista Santiago, que trae un especial sobre la erosión de la democracia y pronto llegará a librerías.

por Terry Eagleton I 25 Junio 2025

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Al igual que un villano de Shakespeare, Trump parece dispuesto a romper todos los vínculos, violar todas las restricciones y transgredir todos los límites. Es un canalla que se desboca, rompe contratos y es infiel a todos los que lo rodean, y parece no reconocer ninguna restricción en la búsqueda del interés propio, ya sea el suyo o el que él considera el de su nación. Lo que lo impulsa es lo que impulsa a una hiena: el apetito. La palabra que se usa para referirse a él, de manera a medias admirativa, es disruptor; es a medias admirativa, porque se supone que debemos aprobar que las cosas se sacudan, aunque no que se sacudan hasta hacerse añicos. Para las hordas de estadounidenses con una traza del salvaje Oeste en sus genes, disruptor es un término positivo, al igual que Estados Unidos es la única nación de habla inglesa que usa, con aprobación, la palabra “agresivo”.

Los libertarios son aquellos que únicamente ven las leyes y las normas como restrictivas. Para ellos, la vida humana se reduce a una simple oposición entre la voluntad y la energía, que están dentro de nosotros y son inequívocamente buenas; y las prohibiciones, que están ahí afuera y son inequívocamente malas. Puede ser que necesitemos leyes y códigos de conducta, porque somos criaturas pecadoras, pero sería mejor que no los necesitáramos, así como sería mejor que no necesitáramos hospitales o cementerios. Personas como estas no ven las leyes como algo que nos ayuda a mejorar. Pasan por alto el hecho de que no ser asaltado o asesinado es una condición previa del vivir bien, así como el hecho de que la creatividad significa suprimir ciertas capacidades de la misma manera que hacer realidad otras. Aquellos que creen que deben hacer realidad un deseo solo porque es innegablemente suyo son conocidos como existencialistas o adolescentes.

Cuando el poeta William Blake escribió que es mejor estrangular a un niño en su cuna que alimentar deseos no realizados, no quería decir que debiéramos actuar según nuestros instintos, sino que aquellos instintos que no deberíamos realizar tendrían que ser descartados en caso de que comiencen a avivarse. Esta es una de las razones por las que Blake no era libertario. Otra es que rechazaba una oposición simplista entre ley y deseo, porque veía que la ley —o el poder en general— alcanza hasta nuestro interior y da forma a lo que queremos. Si las leyes fueran simplemente externas, no sería mucho problema romperlas. El hecho de que las internalicemos es lo que las hace tan irresistibles. Las sociedades más estables son aquellas cuyos ciudadanos se disciplinan a sí mismos.

El elogio del transgresor tiene una larga historia. El Vautrin de Balzac es banquero, genio, homosexual y maestro del crimen. A medida que avanza el siglo XIX, somos testigos de una fusión entre el hombre de negocios, el criminal y el aristócrata. Los aristócratas son como los criminales, porque tienen un trato arrogante con las leyes y las convenciones. Quienes establecen las reglas del juego no ven motivos para estar sujetos a ellas. Pero también se parecen a los criminales, porque hay algo perversamente atractivo en su despreocupación. Ellos nos permiten a nosotros, los tipos tímidos y respetuosos de la ley, hacer trampa de manera vicaria, que es una de las razones por las que Boris Johnson era tan popular. Todo el mundo ama a un lord y todo el mundo ama a un granuja. Ambas figuras añaden un toque de glamour a un orden social, por lo demás, deslucido. Walter Scott era un escocés de las Tierras Bajas, de mentalidad moderna y muy civilizado, pero en sus novelas explota el romanticismo de las Tierras Altas premodernas, con sus jefes hereditarios y sus heroicas batallas. Para Thomas Carlyle y el joven Benjamin Disraeli, la Inglaterra industrial de clase media es un lugar monótono y sin espíritu, dominado por las tediosas virtudes burguesas del ahorro, la prudencia, la diligencia, la castidad y otras similares. Carece del ímpetu y el garbo de la aristocracia tradicional; de modo que si esas cualidades no se pueden recuperar (aunque hay un florecimiento tardío de ellas en ese imitador irlandés de la nobleza inglesa, Oscar Wilde), el plan es construir una nueva aristocracia espiritual a partir de los esforzados capitanes de la industria.

En un orden social que debe seguir revolucionándose o morir, policías y criminales son parte del mismo juego, como lo son en la novela El agente secreto, de Joseph Conrad. Esta es una de las razones por las que, a fines del siglo XIX, los escritores se fascinaban por figuras que parecían combinar autoridad y rebelión, respetabilidad burguesa y destructividad demoníaca.

El nuevo héroe, entonces, es el empresario. Es él quien tiene la visión, el impulso y la ambición que alguna vez se asociaron con Héctor o Ulises. De hecho, no es solamente un héroe, sino un criminal, ya que el empresario supremo exhibe todo el comportamiento temerario y sin ley de un anarquista o un traficante de personas. Vautrin puede ser un banquero, pero es un banquero del submundo criminal parisino. Los innovadores e inventores se adentran en territorio desconocido, donde las leyes existentes no se aplican y crean sus propias reglas a medida que avanzan. El capitalismo, como recuerda Marx, es una fuerza inherentemente transgresora, perpetuamente agitadora, que desenmascara, perturba y disuelve.

Es una paradoja extraordinaria. La anarquía está instalada en el corazón mismo de la sociedad de clase media, que no funcionaría sin ella. Son los jefes quienes son los verdaderos subversivos. En un orden social que debe seguir revolucionándose o morir, policías y criminales son parte del mismo juego, como lo son en la novela El agente secreto, de Joseph Conrad. Esta es una de las razones por las que, a fines del siglo XIX, los escritores se fascinaban por figuras que parecían combinar autoridad y rebelión, respetabilidad burguesa y destructividad demoníaca. Estamos en la época de Jekyll y Hyde, Holmes y Moriarty, o las dos personalidades en conflicto al interior del Dorian Gray de Wilde. Desde los poetas románticos en adelante, el propio artista es visto cada vez más como un paria y un outsider semicriminal, un enemigo de las convenciones de la clase media que desprecia su moral mojigata y está condenado por una terrible maldición. Nadie había pensado jamás en Shakespeare o Milton como disidentes espirituales que pasan hambre en las buhardillas, pero a partir de Baudelaire el estereotipo se hizo cada vez más familiar.

La ficción de Charles Dickens es interesante en este sentido. En una novela temprana como Oliver Twist existen dos mundos antitéticos: el de la alta sociedad y el submundo criminal de Fagin. El objetivo de la narración es rescatar a Oliver de esta última esfera e instalarlo en la primera, una transición facilitada por el hecho de que, aunque crece en un hospicio, habla un inglés estándar impecable. La pregunta que la novela plantea implícitamente es cuál de estos mundos es más real. La respuesta formal es el reino de la respetabilidad de la clase media, pero la maestría de la novela está en contradicción con su ideología, ya que no cabe duda de que la guarida de Fagin, por ilícita que sea, tiene toda la vida. Nadie tomaría un jugo de naranja con Oliver si pudiera tomar un whisky con Fagin. (Lo mismo aplica al Dios de Milton y a su Satanás). Así como la aristocracia disoluta es más divertida que los oficinistas que se la pasan escribiendo y los abogados puritanos, las clases bajas los superan en vitalidad. El problema de la novela de clase media es cómo hacer a la clase media atractiva, una tarea peculiarmente ingrata.

Contrastemos, sin embargo, Oliver Twist con una novela tardía de Dickens, La pequeña Dorrit, que se centra en la prisión de Marshalsea. Es evidente que esto es lo que la novela considera real, en contraste con el mundo bidimensional de la educada sociedad victoriana. (Cuando niño, Dickens vivió un tiempo en una prisión para deudores). El mundo social cotidiano está arraigado en el crimen y la explotación. Merdle, el megahombre de negocios de la novela, resulta ser un estafador común y silvestre. (Su nombre refleja la asociación freudiana entre el dinero y la merde, al igual que “Trump” es un nombre típicamente dickensiano, su tosco monosílabo sugiere no solamente pregonar como con trompeta o fanfarronear, sino también trampear algo en el sentido de ganar, así como de inventar falsedades). En Grandes esperanzas, el crimen resulta ser la fuente de la riqueza, ya que el héroe descubre con horror que su benefactor es un convicto.

Nadie tomaría un jugo de naranja con Oliver si pudiera tomar un whisky con Fagin. (Lo mismo aplica al Dios de Milton y a su Satanás). Así como la aristocracia disoluta es más divertida que los oficinistas que se la pasan escribiendo y los abogados puritanos, las clases bajas los superan en vitalidad.

Si no es difícil ser un anarquista, es en parte porque ninguna ley puede ser absoluta. La afirmación de que sí lo es —“la ley es la ley”— es una tautología vacía. Las leyes, por supuesto, pueden ser criminales. Un soldado al que se le ordena disparar a un pueblo entero de civiles inocentes no solamente tiene derecho a desobedecer, está obligado a hacerlo. Las leyes no son absolutas, porque hay algo, en cierto modo, más fundamental que ellas: las razones por las que las obedecemos. También es evidente que hay ámbitos enteros de la vida social que no están sujetos a la ley. Como señala Ludwig Wittgenstein, el tenis es un juego y, como todos los juegos, tiene reglas, pero no hay ninguna regla sobre la altura que debe alcanzar la pelota cuando da bote.

Además, todas las leyes o reglas necesitan interpretación. No transmiten su significado en sus rostros. Imaginar que alguna pieza de escritura pueda hacer esto es el error del fundamentalismo cristiano. Algunas de estas interpretaciones son sumamente inverosímiles, como cuando Porcia rescata a Antonio de la muerte en El mercader de Venecia, de Shakespeare, señalando al tribunal que el contrato de Shylock le permite tomar una libra de la carne de Antonio, pero no dice nada sobre derramar su sangre. Esto no es más que un truco barato de la clase dominante veneciana para librar a uno de sus miembros de la justicia. Porcia simplemente está jugándole una mala pasada a un judío despreciable. Es cierto que no se menciona la sangre en el contrato de Shylock, pero tampoco la longitud del cuchillo, ni si Antonio debe vestir pantalones bombachos con vuelos cuando Shylock empuñe el cuchillo contra él. Todo lenguaje funciona por inferencia e implicación, acuerdos tácitos y comprensiones que se dan por sentadas, y el lenguaje legal no es la excepción. Ningún texto puede enunciar todos sus sentidos imaginables; en cualquier caso, estos cambiarán según el contexto en que es leído.

El emprendedor como héroe, genio, transgresor, disruptor: un nombre para esto en nuestra época es Elon Musk, pero a pesar de todo su fetichismo por lo nuevo, él es fruto de una herencia que se remonta mucho tiempo atrás. Una razón de por qué esa tradición ha reaparecido hoy en día es la presencia de los medios de comunicación. En la sociedad de la pantalla, los políticos y los hombres de negocios necesitan algo del glamour y el carisma que alguna vez distinguió a la aristocracia. Si, como Trump, ellos no están a la altura, siempre pueden intentar causar un impacto similar mostrando sus personalidades mezquinas, brutales y malhabladas. No es casualidad que la carrera política del presidente de Estados Unidos comenzara en la televisión. Esperemos que termine en algún lugar como Marshalsea.

 

Ilustración: Álvaro Arteaga.

 

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Este artículo apareció en UnHerd. Traduccion de Patricio Tapia.

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