El espíritu del hastío

El poeta Armando Uribe, fallecido la medianoche del miércoles a los 86 años, se preguntaba sin cesar ¿hasta cuándo? y ¿hasta dónde?, interrogantes que se tradujeron indefectiblemente en unos versos cansados, irritados y hasta rabiosos, como los que escribió sobre todo en los últimos años, cuando vivía encerrado en su departamento esperando la muerte. Entre las múltiples lecciones que nos dio, la autora de esta despedida destaca que el verdadero hastío se dirige hacia uno y que la única lucidez radica en saberse insignificante.

por Milagros Abalo I 25 Enero 2020

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Al hastío el poeta Armando Uribe –también gran ensayista y traductor– llegó temprano, quizás porque el hastío es propio de un alma vieja, y como escribió en uno de sus poemas: “¡Jovencito! Yo nunca he sido joven, / lo que se llama joven. Como un viejo / de cinco años de edad meditaba en la muerte / revolviendo una poza con un palo”.

El hastío como un aura o una instintiva disposición que cruza e impregna muchos de sus poemas, sobre todo hacia el final. O como un espíritu que siempre ronda y termina tocando la materialidad de sus palabras. Viene de lo profundo, imbricado en la indignación pero posterior a ella, menos vital, más cansado. En la rabia todavía hay vigor, movimiento, hay juventud, psoriasis de rabia, hay crítica, hay lugares, como en sus primeros libros y en ese por ejemplo que el poeta publicó en 1999 llamado Las críticas de Chile: “La dictadura / no fue un error, tiene apellidos, / como colas de rata o lagartija, / y su elenco de honor para asesinos / los regocija todavía y dura / indefinidamente; no fue un malentendido / sino la voluntad de pasar una lija / de hierro por encima de los niños”.

Palabras como odio, rabia, feo, tonto, baba, brotan continuamente y sin dramatismo en sus versos, así dichas de manera aislada parecen las respuestas insolentes de un menor, pero la deriva de estas palabras es la de un tono hastiado (fastidiado en argentino) que pavimenta, por así decirlo, la ruta de una soledad. En una entrevista Armando Uribe dijo: “Mis días no son normales. Porque, sobre todo con el paso del tiempo y la edad que tengo, ya no cuento los días y los días no cuentan conmigo. Pasan como si no fueran parte del tiempo, pasan como lo que no pasa”.

El tedio, la molestia, la indiferencia, incluso el aburrimiento (su padre desde chico lo llamó “Don Aburrido Uribe”), son las formas que tuvo el hastío de hacerse visible y productivo, de hacerse persona, poesía, y tienen que ver con el sentido de la derrota, (toda vejez –pensando al modo de Uribe– es una derrota), con un humor corrosivo, con humores revueltos en el organismo, con hablar pestes, con llegar a un lugar en el que se descree de todo, o casi todo, pues Uribe se declaró ferviente católico hasta el final. De lo que descree sí es del ser humano, de su idea de control, de su inmensa, infinita soberbia.

Armando Uribe en muchos de sus versos boicotea, ofende la aparición del yo, como si se tratara de una antigua reserva, un pudor que solo se subsana con la injuria. Hay otros, siempre habrá otros en ese yo, y es necesario tener a distancia cualquier asomo de vanidad. También decía: hay cosas más importantes sobre las que se puede escribir. La historia, por ejemplo.

“Quisiera ser de mármol, y soy tierno / con migajas de polvo, pus, gusanos / muy pequeños de arañas pequeñísimas. / Me arrastro hacia la esquina / más lejana, lentísimo las manos / quieren ser de marfil y son de cuerno”. En el corazón del hastío estarán las “emociones en pequeños bolsillos”. Está también Dios y el amor, se podría decir en grandes bolsillos. Siempre habrá un eros tan intenso como su hastío, y a medida que la conciencia de la muerte –fundida al amor y a Dios– haga saber que no se puede amar en la muerte, esta última irá ganando terreno. La voz inicial de un amante se volverá más sombría, pues comienza a dirigir sus palabras al mundo de los muertos. Y es la aparición de la muerte en gloria y majestad, y su híper conciencia, la gran derrota que coincide o conduce inevitablemente a la exacerbación del hastío.

Antes la gente se enclaustraba y se preparaba para su muerte. Y Armando Uribe era portador de un antiguo decoro, tal vez por lo mismo se encerró y no salió más aunque se vestía todas las mañanas para quedarse en cama. “Un viejo carcamal mal dispuesto a todo, y harto”. Decía que el hastío tenía que ver con el hasta “¿hasta cuándo, hasta dónde?”.

Hay algo que cruza sus poemas y es que el tiempo en el que se escribe es percibido como un tiempo infeliz, quebrado precisamente porque la muerte al acecho siempre está, empalmada a todo, a todos. La mirada del poeta entonces rasgará vestiduras y quitará velos, desconfiará, ya nada importa, será no solo escéptico y crítico de la vanidad y la estupidez de los seres humanos, sino desdeñoso de sí mismo, sobre todo de sí, a quien menoscaba una y otra vez: “Armando Uribe, ¿qué será de ti? / No tendrás nombre ni apellido. / Tampoco vas a ser leído. / (A lo que estás acostumbrado). / No dirás ‘yo’, no dirás ‘mi’ / Estará sepultado”. Es sobre todo contra sí el gesto imperecedero de su lengua al maldecir. El verdadero hastío es siempre hacia uno. Y en ese lugar ya no es posible hacerse ilusiones y si llegasen a nacer son sepultadas y se las atribuye al tonto. Saberse insignificante tiene que ver también con esto, y con una integridad.

Pasado, presente y futuro fueron un mismo tiempo para Armando Uribe, el tiempo de la muerte, y escribió codo a codo con ella no para liberarse ni para comprenderla, sino para hacerla parte, hacerla suya, para llegar a una fecha, el estío: ‘Lo sé muy bien: He muerto. No me llores’.

La poesía era mirada en sus tiempos escolares como algo ridículo, hasta cursi. Se declaraba versificador, no poeta. Es sabido en todo caso que su conocimiento de las formas métricas era profundo y riguroso, si bien al mismo tiempo tuvo la facultad de abrirse paso con las leyes de su propio ritmo y salir jugando con una respiración distinta. Impuso su voz. Antiguo a tal grado que algunas de sus palabras puede que futuros lectores tengan que buscarlas en el diccionario.

Poemas breves, de respiración corta y pesada, respiración que traga más que libera. Hace crujir las palabras en la línea mistraliana de la piedra: “Oh tentación de hacerme agua en el agua / y desaparecer el agua en agua. / Volverme con los círculos, elogio / de la piedra que baja a la profunda / oscuridad, sin voz; volverme círculo / sin voz que bajo piedras se desliza”. Poemas físicos como la “secreción del cuerpo”. Poemas de extrema concentración, de voz apagada, cerrada en el pecho de un viudo que llora con los ojos secos. Poemas como epitafios.

Armando Uribe en muchos de sus versos boicotea, ofende la aparición del yo, como si se tratara de una antigua reserva, un pudor que solo se subsana con la injuria. Hay otros, siempre habrá otros en ese yo, y es necesario tener a distancia cualquier asomo de vanidad. También decía: hay cosas más importantes sobre las que se puede escribir. La historia, por ejemplo. Prefería leer sus informes jurídicos a sus poemas. Hay en su poesía una conciencia de la historia y del ser humano, de este último a quien desprecia por la inmensa “soberbia del pecado original”. La escritura en cierto sentido también es percibida con culpa, una que se carga con pudor y como un intento siempre fallido. En todo caso, ese es el riesgo y hay que correrlo. La escritura como una “defensa precaria y desesperanzada” de la existencia, pero defensa al fin. Pasado, presente y futuro fueron un mismo tiempo para Armando Uribe, el tiempo de la muerte, y escribió codo a codo con ella no para liberarse ni para comprenderla, sino para hacerla parte, hacerla suya, para llegar a una fecha, el estío: “Lo sé muy bien: He muerto. No me llores”.

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