Federico Galende: “Las ideas no nacen de teorías, sino de las formas sentidas”

Acaba de aparecer La vida inmueble, un libro que, al igual que los celebrados Me dijo Miranda y La historia de mis pies, el autor prefiere no llamar “novela”. Se trata simplemente de una narración que comunica cuestiones muy propias que también se vuelven experiencias comunes, sean los pasos de la vecina, las hormigas en invierno o la muerte de un amigo. Un libro que parece fácil, aunque viene del encierro; hace reír, sentir, pensar en estar vivo. Conversamos sobre algunas de estas cosas: la novela, la libertad, los otros.

por Marcela Fuentealba I 22 Junio 2022

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Federico Galende es un intelectual —él dudaría de la existencia actual de esta figura— reconocido por abordar temas diversos de la cultura desde escrituras variadas. En general desde la crítica del arte y la política, escribe sobre las posibilidades y los fracasos de ser y de expresar. En los últimos años ha publicado unos 10 libros, entre los cuales destacan la imprescindible serie de tres Filtraciones. Conversaciones sobre arte en Chile, además de investigaciones y ensayos sobre el cine de Kaurismaki o la filosofía de Rancière. Nacido en Rosario, Argentina, donde estudió sociología, vive desde 1991 en Santiago, donde participa en la vida cultural y es profesor, actualmente, en la Facultad de Arte de la Universidad de Chile.

Acaba de aparecer La vida inmueble, el tercero de sus libros que prefiere no llamar novelas, tras los celebrados Me dijo Miranda y La historia de mis pies. En esta narración comunica, “a pesar de todo”, cuestiones muy propias que se vuelven experiencias comunes, sean los pasos de la vecina, las hormigas en invierno o la muerte de un amigo. Un libro que parece fácil, aunque viene del encierro; hace reír, sentir, pensar en estar vivo. Conversamos sobre algunas de estas cosas: la novela, la libertad, los otros.

—No estoy muy seguro de que estas cosas que escribo merezcan el título de novelas. Creo que el término me queda grande, y quizá a estas alturas le quede grande a cualquiera, salvo a gente como Gonzalo Contreras o Isabel Allende, que escriben con la rara tenacidad de los muertos. Lo entiende Mariana Enriquez, ¿no?, cuyo estilo es el del vampiro que revolotea al interior de esos caserones vacíos que son las novelas, firmadas por ella con una cuota de ingenio humorístico. O Zambra, que le quita la carne al género para dejar el esqueleto sentimental. Es su manera de resolver el asunto Bolaño, cuyas obras quedan convertidas en novelones dramáticos un poco inútiles. ¿No te parece? La novela fue un género de la historia, una manera de darle forma a la historia que nació con un hombre sencillo, Abraham, y murió con esos idiotas entrañables que fueron Bouvard y Pecuchet, cuando Flaubert se encargó de que la novela consumara por fin todas las profecías históricas. La historia quiso seguir de largo como si no hubiese pasado nada, pero la novela se adelantó mostrándole que sus expectativas ya estaban suficientemente cumplidas y que de ahora en más no había nada que esperar. Lo de Flaubert se podría entender como una gran rebelión contra los sueños revolucionarios del género, y por eso lo que tenemos ahora son más bien estallidos, revueltas, sublevaciones como las que acaban de acontecer en Chile. De esas rebeliones dicen que no hay nada que esperar, y se las puede leer como un acto encubierto contra la insistencia de un género que insiste, a pesar de que está ya extinguido, en modelar la historia, en reescribirla subordinando a los inocentes. Los pueblos no son tontos y desconfían (siempre desconfiaron, solo que con el agotamiento de los recursos ahora se los escucha más), y entonces se toman el tiempo, lo vacían de sus vagas promesas de antaño y le dan un espaciamiento que es inmanente a un goce en común. Es lo que intenté hacer con La vida inmueble: una pequeña comunidad, un pueblo cómico hecho de mis derrotas y de las derrotas de todos los pueblos en la soledad del encierro y la fragilidad de la literatura. ¿A ti qué te parece? ¿Te gustó el librito?

Siempre me interesó más literaturizar la teoría, luchar porque las ideas no nazcan de las categorías sino de las formas sentidas. Una idea es siempre una forma, y en la filosofía se escribió generalmente así. Deleuze, Hannah Arendt o Simone Weil fueron escritoras de gran calado; lo que pasa es que hoy existe una nueva raza, la del académico, la del rellenador profesional de formularios, carreras y papers, y lo que resulta de esto es una especie de filósofo iletrado.

Me gustó. Dice el narrador que es un texto “poco significativo”, más bien una cualidad que una desventaja, porque “solo en los escritos poco significativos las palabras experimentan toda su libertad”. ¿La escritura narrativa es diferente de la teoría y la reflexión filosófica que haces?
Lo que el narrador está diciendo es que hay que huir de la ansiedad de las competencias, los premios, el éxito. En este tipo de cosas tener éxito o fracasar da exactamente lo mismo, y la tarea es impedir que el dinero condicione el mundo de las palabras. Sabemos que uno de los tantos genocidios a los que hemos sido sometidos durante las últimas décadas es el de la cultura, y esto hace que hoy la escritura esté previamente hecha, modelada de antemano. Esto ocurre en la universidad, donde la forma se perdió de una manera que da vergüenza; también en el periodismo de investigación, que en su punta de ovillo tuvo alguna vez voces como la de Poe o gráficas como las de Daumier. En el sistema editorial pasa algo similar: parrafitos bien ordenados, rapsodias prohibidas, fraseos intervenidos a los que se les quitan las subordinadas, etcétera. Todo esto es muy grave, no porque uno sea un conservador que se congracia con la belleza vaga de las palabras, sino porque la palabra es el fundamento común sobre el que se anudan y desanudan los episodios de la vida colectiva. Siempre me interesó más literaturizar la teoría, luchar porque las ideas no nazcan de las categorías sino de las formas sentidas. Una idea es siempre una forma, y en la filosofía se escribió generalmente así. Deleuze, Hannah Arendt o Simone Weil fueron escritoras de gran calado; lo que pasa es que hoy existe una nueva raza, la del académico, la del rellenador profesional de formularios, carreras y papers, y lo que resulta de esto es una especie de filósofo iletrado.

Las nubes ya no están en el cielo, los árboles se secan, no hay nieve. ¿Te persiguió el terror ambiental?
Lo que me perseguía —y me sigue persiguiendo— es la manera en que repetimos a veces las frases sin procesarlas, de forma un poco automática. El chiste recaía en este caso sobre una frase de Walter Benjamin, quien en el ensayo “Experiencia y pobreza” dice que todo, salvo las nubes, ha cambiado. ¡Ahora también cambiaron las nubes! Y la gente le da con esa frase sin percibir este tipo de detalles. Hice ese chiste tonto —en realidad, todos los chistes del libro son tontos— para resaltar la estructura fordista y el estado de atontamiento con que se trabaja hoy en la universidad.

Los chistes a veces pueden ser serios.
Claro, porque habla del adormecimiento con que se piensan hoy asuntos tan delicados como el de la filosofía. El terror ambiental no me amedrenta tanto; me parece que es un síntoma más de lo que como seres humanos nos hemos hecho a nosotros mismos. Claro, no somos responsables de la misma manera, aunque lo somos un poco cuando dejamos de preguntarnos, por ejemplo, qué es lo que vamos a hacer con este 10 por ciento de ricos que se llevan los recursos de todo el planeta y hambrean sin piedad alguna a sus semejantes. Quizá habría que fusilarlos, pero eso sería pensar demasiado bien de la humanidad. No sé lo que se puede hacer. Vivimos en un mundo en el que las esperanzas se han desprendido de las solidaridades y del cariño por los demás, un mundo en el que ya no queda ninguna moral.

En crisis total.
Hay una crisis general de la palabra, de la confianza, del sentido. Más que un campo común, todo está fragmentado, especializado. No hay cruces sino saberes compartimentados, competividades. El otro es un abismo por eso. Se quiebran los lazos y los otros pasan a ser enemigos, amenazas, problemas.

Hay una crisis general de la palabra, de la confianza, del sentido. Más que un campo común, todo está fragmentado, especializado. No hay cruces sino saberes compartimentados, competividades. El otro es un abismo por eso. Se quiebran los lazos y los otros pasan a ser enemigos, amenazas, problemas.

Un tema que rumia el libro es el encuentro afectivo, con la hermana, con la amante. ¿Cómo se escribe de los otros?
¿Por qué dices “rumiar”? Es como Rumy (el protagonista). Y ahora que lo dices me doy cuenta que a lo mejor Rumy se me apareció así, en una sinonimia con rumiar. No sé, quizá pasó y no lo noté. Respecto de tu pregunta sobre los otros, te diría que no tuve que hacer nada para escribir sobre ellos; salió así porque eran parte de los amigos imaginarios con los que conviví durante la cuarentena. Estaba solo, retirado en una casita perdida en un cerro del litoral, y por las noches abría una botella de vino y salía a la galería a inventar conversaciones, intercambios, reuniones ficticias. Realmente era divertido y la pasé bien, porque los otros se llevaban conmigo aun mejor de lo que se llevan cuando están presentes. Eso es lo que nos permiten los libros, y este en particular surgió un poco de esas conversaciones en solitario, de mi cabeza poblada de las voces de los demás y dispuesta a extraviarse en ellos pasando por un cedazo de imaginación proyectada.

¿Cómo era tu día?
Por las mañanas me levantaba temprano, cinco o seis de la madrugada, me hacía un fuego y me sentaba a escribir. Ahí reconstruía los modos en que se me habían aparecido mis personajes amigos, traducía esto a una forma. Los lados excéntricos de la domesticidad, una vida haciéndole algo a otra vida. En esta pequeña novela, si la llamamos así, las vidas hacen algo unas con otras: se quieren, les da vergüenza y se ríen, diseñan un nuevo mundo con sus desencuentros y les pasa lo mismo que al narrador: viven y escriben saltándose las teclas del medio, las teclas del drama. En el libro cada uno es cada quien, pero todos somos uno a la vez: campesinas o arrieros que cargan su cruz en silencio, que de repente están muy tristes por el trabajo y el cansancio, y de repente están tan felices que lo sueltan todo y bailan y se emborrachan. Ese es el registro.

La novela abre y cierra con imágenes oníricas, o fantásticas, de un amigo, que muere. ¿Quisiste guardar la memoria de Guillermo Machuca?
Guardar su memoria es recordar hasta qué punto me irritaba cada vez que nos encontrábamos. Éramos buenos amigos, nos queríamos mucho, pero si el conducía yo me bajaba del auto. Hablaba tanto que parecía que no te escuchaba, pero en realidad sí te escuchaba, solo que de manera secreta, con la malicia del transportista que se encarga de trasladar sustancias prohibidas y mercaderías en estado de descomposición a las orejas de los demás. La comunidad que urdía era como la de los Siete locos de Arlt, un telar de complicidades secretas articulado por la electricidad del pelambre. Machuca escondía con su malditismo el pudor que le provocaba ser un romántico profundamente sensible. Era un tipo muy recto, muy consecuente, muy de verdad. Nunca hacía migas con los poderosos, despreciaba profundamente a los trepadores y a los mediocres, y siempre defendía, en silencio y sin aspavientos, a los segundones y a los castigados. Jamás te traicionaba, porque si había algo que desconocía era el mal gusto y la deshonestidad intelectual. Alguien muy serio, que captaba no solo lo que valía la pena en el arte, sino lo que estaba en todos los detalles del mundo. Se marchó justo cuando yo estaba escribiendo este libro; entonces en lugar de derramar lágrimas por algo que ya era inútil, le cambié al libro el comienzo, el final, y meché algunas anécdotas en el medio. Y sin que me diera cuenta, se las arregló una vez más para que algo que yo estaba haciendo, comenzara a girar exclusivamente en torno a él. En fin, siempre lo voy a extrañar, no es fácil dejar de extrañar a alguien como Machuca.

 


La vida inmueble, Federico Galende, Laurel, 2022, 110 páginas, $13.900.

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