George Bernard Shaw, amigo de toda la vida de Chesterton, anunció en 1908 que existía una singular bestia que defendía la civilización del peligro que representaban tanto el progresismo de izquierda como el capitalismo liberal. Este monstruo de cuatro patas y dos cabezas apoyaba la autonomía individual ante el colectivismo dirigido, era un férreo defensor de las tradiciones, sentía aversión por el mundo de las finanzas y decía que el triunfo de la plutocracia era más peligroso que el fracaso de la democracia. Sin duda eran las ideas que animaban a Chesterton y quizá expliquen por qué hoy, casi un siglo después, el autor de El hombre que fue jueves esté de vuelta con tanta fuerza.
por Marcelo Somarriva I 21 Septiembre 2021
Desde hace un tiempo, hay un nuevo interés por la obra de G. K. Chesterton (1874-1936). Tratándose de este escritor, no puede hablarse propiamente de un “regreso”, porque nunca se ha ido por completo: sus novelas y relatos más famosos del género fantástico y policial, como El hombre que fue jueves, El club de los negocios raros y la saga de libros protagonizados por el Padre Brown, el más improbable y certero de todos los detectives de ficción, siempre han estado ahí. La situación de Chesterton, como observa Simon Leys en un excelente ensayo, es bastante peculiar, ya que se trata de un nombre en cierta medida familiar, pero también invisible, porque muchas veces se le ha tratado con cierto desdén. Hasta hace un tiempo su figura, o más bien su caricatura, ocupaba un lugar en el imaginario literario popular: un gigante de forma rotunda, con bigotes de morsa y melena desordenada, con capa y sombrero de bandolero.
La circunstancia de que su nombre se asocie a dos cosas antinómicas, como el humor y la religión católica, ha contribuido indudablemente a la singularidad de su recepción. Chesterton es reconocido como un gran humorista, en una nación de escritores ingeniosos y divertidos, principalmente por la maestría con que manejaba el aforismo. Con él pasa algo parecido a lo que ocurre con Churchill, ya que frases suyas, o atribuidas a él, se citan a cada rato. Chesterton fue también proclive a la propaganda del catolicismo apostólico romano, lo que de alguna forma también fue otra de sus paradojas o excentricidades, tratándose de alguien tan orgulloso de su nación. Generalmente, han sido los católicos los mayores promotores de su obra, al punto que algunos han llegado al extremo delirante de promover su canonización, lo que los convertiría de inmediato en los principales enemigos del propio Chesterton.
Chesterton alcanzó la cúspide de su fama en las primeras décadas del siglo XX, cuando en Gran Bretaña los escritores podían aspirar a ocupar un lugar protagónico en el debate público, equivalente al de un parlamentario, y había centenares de diarios y revistas en circulación para publicar sus escritos. Durante esos años su nombre se hizo omnipresente, a través de una obra abundante y exuberante, repartida en toda clase de géneros, a pesar de lo cual Chesterton siempre se consideró un periodista y manifestó poco interés en cultivar lo que se llama una carrera literaria. Estaba por lo demás consciente de su caricatura falstaffiana, que claramente era solo un espejismo y que en buena medida cultivó él mismo, con escaso provecho para su reputación. Chesterton decía no tomarse muy en serio a sí mismo, pero esto no se extendía a sus opiniones o ideas sobre religión y política.
Son estas ideas las que han venido revisándose en el último tiempo por lectores y autores tan diversos como el esloveno Žižek y el chileno Joaquín García-Huidobro, por señalar dos ejemplos provenientes de distintos lugares del horizonte ideológico. Es sabido que tanto la izquierda como la derecha están muy necesitadas de ideas políticas, pero, ¿por qué ir a buscarlas en la obra de un autor tan paradójico como Chesterton?
Podría tratarse de una cuestión de época, ya que Chesterton comenzó a trabajar como periodista y escritor al final de la era victoriana, un momento caracterizado por fuertes tensiones políticas, sociales y espirituales. Chesterton cuenta en su Autobiografía que en su juventud estuvo en el corazón mismo de un remolino ideológico, donde giraban el evolucionismo, el pesimismo, el ateísmo y toda clase de patillas espiritualistas, y como no quiso seguir el ejemplo de su padre y sus tíos, cuya única religión era el imperio británico, “porque precisamente no tenían nada más en que creer”, inició un largo proceso de definiciones políticas y espirituales. Sus posturas políticas y religiosas, que de lejos se ven empaquetadas de manera tan sólida, como si las hubiera traído puestas desde la cuna, fueron el resultado de una búsqueda larga y errática que le debió mucho al clima de su época.
El fin de siglo le reveló a la generación de Chesterton que el entusiasmo de sus mayores por los logros materiales, científicos, industriales y tecnológicos no tenía mucho fundamento, porque estos no estaban dando los resultados prometidos. El aumento de la riqueza material era incapaz de disminuir los elevados niveles de pobreza y desigualdad existentes, y en una ciudad como Londres buena parte de la población subsistía en condiciones inhumanas.
Esta crisis social provocó una intensa actividad intelectual y política, donde reformistas, propagandistas y partidos como los socialistas ortodoxos de la Federación Democrática Socialista, la Sociedad Fabiana y los liberales radicales competían por la búsqueda de algún remedio. Los socialistas y anarquistas le encararon al liberalismo su fracaso doctrinario y propusieron que la solución al gran dilema del siglo XIX era la colectivización de la propiedad. Los miembros de la Sociedad Fabiana, una versión británica del socialismo sin Marx ni revolución, propusieron que la solución de los problemas pasaba por la necesidad de configurar un Estado fuerte, que actuara como un instrumento de reforma social de las clases populares. Entre los líderes de esta agrupación sobresalieron el dramaturgo George Bernard Shaw y, por un breve tiempo, el novelista H. G. Wells.
En su juventud, Chesterton estuvo muy cerca de estas ideas y recordó que, entonces, “la única alternativa a ser socialista era no serlo. Y no ser socialista era algo absolutamente espantoso. Significaba ser un imbécil y un esnob arrogante de los que protestaban contra los impuestos y la clase trabajadora, o algún horroroso viejo y venerable darwinista de los que decían que los más débiles debían ir al paredón”.
Sin embargo, a principios del siglo XX, probablemente a consecuencia del comienzo de su amistad con el escritor Hilaire Belloc, Chesterton y su grupo dieron un giro hacia una posición diferente y se ubicaron en un punto equidistante tanto del capitalismo liberal como del socialismo, ya sea en su versión fabiana u ortodoxa. Formularon una respuesta alternativa tanto al infundado optimismo de los liberales como a las propuestas de reforma social de los fabianos (esta se basaba en las posibilidades de un programa de desarrollo científico y tecnológico, y en la promoción de formas de vida de carácter regenerativo, mediante la abstención del alcohol, la comida vegetariana y otras prácticas similares. Esto último fue algo que a Chesterton le pareció particularmente irritante).
A comienzos de 1908, Chesterton y Shaw iniciaron una polémica pública en torno a sus divergentes puntos de vista para remediar la extrema pobreza. La controversia fue vitalicia y en realidad solo sirvió para que los dos escritores lucieran su ingenio. El debate entre ellos, sin embargo, lo había iniciado Hilaire Belloc, en un artículo donde observó que algunas políticas fabianas eran una amenaza de autoritarismo, al que Chesterton se sumó más tarde y también contó con la participación de H. G. Wells, el famoso autor de La guerra de los mundos. Fue en una de las invectivas de este debate que el ingenioso Shaw anunció la existencia de una singular bestia que defendía a la civilización de todo peligro colectivista: había nacido entonces el “Chesterbelloc”, un monstruo de cuatro patas y dos cabezas, gordo en un extremo y aflautado por el otro.
El chiste tenía su cuota de malicia, porque no solo denunciaba la existencia de un monstruo, sino que también sugería que las ideas de Chesterton provenían de otro. No está muy claro si esto es cierto o no, pero sí consta que Shaw y Chesterton fueron amigos toda la vida, a pesar de sus diferencias, y que no ocurrió lo mismo entre Shaw y Belloc.
Con todo, el nombre “Chesterbelloc” terminó dándole forma a un nuevo ideario político, que se conoció como el distributismo, una visión política y económica que en su origen se nutrió de una amalgama de fuentes tales como la doctrina social de la Iglesia de la encíclica Rerum novarum, el anarquismo, el socialismo reformista del movimiento “cartista” y los principios estéticos y económicos del movimiento del arts and crafts, promovidos por William Morris y John Ruskin.
Para el distributismo, tanto el monopolio capitalista de la propiedad como el colectivismo socialista eran una amenaza para la autonomía y la libertad de las personas, y la mejor manera de garantizar esta autonomía y libertad era mediante la mayor distribución posible de la propiedad entre la gente, evitando que esta quedara en manos de unos pocos ricos o en poder del Estado.
Con los años, el “Chesterbelloc” siguió acusando los peligros psicológicos y morales del gran Estado, la tecnología y la ciencia, pero el carácter defensivo de su posición política fue haciéndose cada vez más agrio. Las amenazas fueron en aumento y llegó a considerarse que estas ponían en peligro la tradición inglesa, que según ellos se encarnaba en la tradicional taberna o pub, una especie de reducto de virtud ancestral donde algunos valores se conservaban en escabeche. La cerveza era así un elixir de la libertad tradicional inglesa y las chuletas, un arma defensiva contra las amenazas vegetarianas, el curry, los musulmanes y los judíos.
El “Chesterbelloc” rechazó la modernización o toda forma de vida moderna “que solo admite lo prosaico”, y esto se tradujo en un reclamo arcaizante que reivindicaba formas de vida tradicionales, llegando al extremo ridículo de defender los tradicionales techos de paja en contra de opciones de techumbre sintéticas. Esta condena de la vida moderna, por su regularidad, uniformidad y mecanización, llegó muy cerca de un espiritualismo romántico a la moda con altas dosis de frivolidad y locura.
Se ha objetado que el “Chesterbelloc” propuso una visión del carácter nacional inglés –no británico– que se fundó en puras aprensiones. El escritor Patrick Wright observó que el núcleo de esta visión era el temor a la amenaza que implicaban inmigrantes, capitalistas, industriales, burócratas estatales y especuladores judíos. Chesterton sostuvo a su vez que había algo sagrado en la estirpe inglesa, y eso puede ser inquietante.
No obstante, para ser justos, hay que considerar que este nacionalismo excluyente opaca otras ideas de Chesterton que parecen genuinamente democráticas, como su reivindicación del sentido común o la sensatez de la gente corriente y su propia actitud vital, contraria a toda forma de elitismo. Como escritor, Chesterton cultivó deliberadamente una literatura de alcance masivo y popular; se consideró siempre un periodista, antes que un “hombre de letras” profesional, y fue un autodidacta alejado del mundo académico.
En una semblanza que hizo Belloc sobre su amigo, sostuvo que el principal “objetivo temporal” de su vida y obra había sido su lucha por conseguir la restauración de la propiedad en manos de los ciudadanos, en un combate contra el comunismo y el capitalismo. Este objetivo temporal tenía además un sustento espiritual, otorgado por la religión católica, de manera que Chesterton habría sido eminentemente un escritor político y católico.
A primera vista, esto no se acomoda bien con el lugar que ocupa como un exponente genial de la literatura fantástica y policial. Sin embargo, si uno lee con mediana atención una novela como El hombre que fue jueves o los cuentos “El Napoleón de Notting Hill” y “Manalive”, rápidamente encontrará en ellos las ideas de su autor. Jorge Luis Borges sostuvo que en la saga del Padre Brown creía “percibir una cifra de la historia de Chesterton”, “un símbolo o espejo” suyos. Si entiendo bien, quería decir que estos relatos son una síntesis completa de su poética y sus ideas políticas y religiosas. Lo que es absolutamente cierto: en los relatos del Padre Brown pueden encontrarse varios de sus principios políticos y religiosos, como un esquema de definición del distributismo, cuando usa el ejemplo de los deshollinadores a quienes el socialismo les negaría la propiedad de sus propias herramientas; muchas diatribas contra los políticos, la aristocracia y en general sobre el imperio del dinero; hay también muchas sentencias sobre la gracia de Dios, la naturaleza del mal y la posibilidad de la redención.
Algunas de estas ideas podrán ser de difícil digestión en la actualidad, como su visión sobre la posición doméstica de la mujer, sus juicios sobre las razas no blancas y su creencia en las supersticiones sobre los caracteres nacionales. Sin embargo, hay otras que se ajustan a ciertas sensibilidades contemporáneas, como su valoración de lo local ante lo global, su opción por la independencia y la autonomía de las familias ante el colectivismo dirigido, su predilección por lo orgánico y espontáneo frente a lo racionalmente diseñado, su reacción frente al utilitarismo, su aversión por el mundo de las finanzas y el comercio desbocado y su temor ante el triunfo de la plutocracia, una amenaza más peligrosa que el fracaso de la democracia. Chesterton fue un enemigo anticipado del predominio de lo políticamente correcto, cuyos enemigos fueron tanto los progresistas de izquierda como el capitalismo liberal.
Estas y otras ideas podrán definir al escritor político y católico, pero no agotan la lectura de un autor que, tal como le ocurría al Padre Brown, tenía la mente llena de pensamientos salvajes que saltaban como conejos, demasiado rápido como para poder atraparlos. Su inventiva y manejo del lenguaje todavía sorprenden a pesar de los años y pocas veces encuentra uno tanta inteligencia puesta al servicio del humor y que este se emplee como una herramienta de conocimiento y comunicación. Chesterton decía no entender por qué razón “un argumento sólido es menos sólido cuando se ilustra de la manera más entretenida posible”, incógnita que le parecía explicar “por qué tantos hombres con éxito son tan aburridos o por qué tantos hombres aburridos tienen tanto éxito”. Entre el humorista que escribió esas líneas y el católico de ideas distributistas, creo que no hay dónde perderse.