Descubrir a la filósofa y narradora Simone de Beauvoir fue para la autora de este ensayo “una lectura paradójica de la vida que aún no vivía, al mismo tiempo como una elección y como una profecía”. El presente texto es un homenaje intelectual y afectivo que arranca en Mayo del 68, cuando las lecturas para Moreno eran herramientas para construirse una personalidad. “Mientras en el nocturno Rayuela se propagaba como una epidemia —escribe—, yo seguía prefiriendo esos mamotretos de vida existencialista. ¿Me atrevía a confesar que me reventaba Cortázar?”.
por María Moreno I 12 Enero 2022
En una habitación de departamento del barrio de Balvanera, iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta Susy, secretos del corazón no era una rareza. Es que, antes de Mayo del 68, los amores —los de todos los que echaban manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar la adolescencia— estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménage à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas, me hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla: la superficie. Virgen, me ponía del lado de una pareja abierta que no tenía nada de abierta y solía cerrar sus fronteras tras el pase de unos pocos notables de ambos sexos, y no se enunciaba a la americana, según los códigos de las comunidades de la California de los años sesenta, ni de los consumidores de avisos swinger o de los capitalistas libertinos del Club Méditerranée. Yo solía recitar, manteniendo los muslos apretados bajo mi bombacha blanca de algodón, que para el existencialismo cada conciencia capaz de lograr su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Como sabía dibujar, hacía mi caricatura vestida de presidiaria y con el pie apoyado en un ejemplar de El segundo sexo. En la pared de la celda dibujada había un grafiti que decía: “Amor es el compromiso de una libertad”. Luego regalaba mis dibujos a mis compañeros del nocturno, que se disputaban tímidamente el trofeo de mi himen. Me persuadieron de que Simone era “homo” y, como le daba vergüenza, de eso no hablaba. Yo respondía que tenía derecho a no decirlo todo. Que no se trataba de una épica de la carne como la de Henry Miller, cuyos textos mis provocadores solían leerme en voz alta para hacerse los libertinos pero, sobre todo, para ver si podían calentarme.
Y si El segundo sexo se fue convirtiendo para mí poco a poco en algo así como el Libro rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) me permitían una lectura paradójica de la vida que aún no vivía, al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Esa historia contada en tomos voluminosos a tono con décadas de convulsiones políticas, fervor de las causas y triángulos amorosos con agenda —viajar fuera de la ciudad con el tercero de turno, bajo la forma del amante, la hija adoptiva o la albacea espiritual, figuras que a menudo coincidían en la misma persona, parecían convertir a París en el sagrado lecho conyugal— había pretendido acercarme tanto a su autora que aprendí a tratarla sin miramientos, como a alguien que se conoce muy bien.
Me comportaba como una fan, pero sin la posibilidad de seguir a mi ídola a través del mundo como hacían los seguidores de los Rolling Stones, cuyos discos yo rechazaba. Estaba satisfecha de volcarme un mechón de pelo sobre un ojo y cantar con voz aguda los temas de Juliette Gréco. Cuando leí que durante una entrevista ella había declarado “Debo más a mis oídos que a mis ojos”, no me di cuenta enseguida de que esa frase podría haber sido pronunciada por mí.
Leía, claro, para construirme una personalidad, y textos de todos los géneros, como si fueran guiones optativos para mi futuro. Mientras en el nocturno Rayuela se propagaba como una epidemia, yo seguía prefiriendo esos mamotretos de vida existencialista. ¿Me atrevía a confesar que me reventaba Cortázar? Recuerdo las risotadas que me causaron frases como “o vendrás lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio”, la información de que las muñecas duermen bien entre camisas y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba al afrancesamiento y no a una imposibilidad de pronunciación. Que escribiera “Ahora mi paredro está en Londres con los muy” no me parecía un desafío a la lengua, ni una monada vanguardista, sino mera idiotez, juicio que yo hacía desde ese existencialismo fashion, que consistía en usar pulóveres negros de morley sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa, si este elemento hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo, adopté la palabra “paredro” para definir amistades relevables, más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me provocaba desprecio en nombre de la Ivich de Sartre, en quien creía reconocer a Olga, la amante en común que tenían con Simone de Beauvoir y que, en la cave, se pedía un pipermín solo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo. Sin embargo, tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo, donde vagabundeaba en busca de no sé qué huella de La Maga, venida del tango como “La uruguayita Lucía”. Muchos años más tarde, sitiada por la mitología cortazariana, me sorprendería que algunos amigos militantes, que hablaban en siglas como cop (clase obrera peronista) o la (lucha armada), matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa lengua infantil que cultivaba Oliveira con La Maga. Sin embargo, rescato todavía la potencia de la palabra “petiforro”. Ya empezaba a advertir, a la salida del nocturno, que en los bares se seducía diciendo si se prefería La autopista del sur o Las babas del diablo. En las disquerías de la calle Corrientes sonaba la voz de Cortázar, redundante con esa erre enrulada que se repetía soporíferamente: “Bebé Rocamadour, bebé, bebé”; me resultaba casi obscena, entonces impostaba un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette Leduc cuando Jacques Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa Báthory. Y yo, a ese niñismo, lo criticaba con mi pesado tomo de El segundo sexo y siempre, al leer el ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Mientras tanto: ¡Qué argenta me resultaba Simone de Beauvoir traducida por Silvina Bullrich!
(…)
Entre las mujeres, no me gustaban las máquinas carnales, inalcanzables e intimidantes a las que tenía envidia sin ceder en mis remilgos de flor de barrio aún cerrada. A pesar de mis bravatas de comentarista interior, me gustaba ese cuerpo que no se exhibía, el de Simone —nunca un escote pronunciado, un talle ceñido, en esas fotos en las que había que adivinarle las piernas— y me enfurecía porque Nelson Algren la había llamado “institutriz con zapatos de taco chato” cuando a mí me fascinaba su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores —qué agria y áspera se veía en los documentales—, su bronca cuando le pedían que fuera más femenina. Algunos no parecían darse cuenta de que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Y ella, sin dudas, carecía de la dulzaina retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad: para dar a luz a El segundo sexo, era preciso ser fuerte. Yo admiraba esa fuerza y la subrayaba; Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés… a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con san Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”. ¡Guauuu!
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Entonces solo pensé que se trataba de venganza. Yo leía entonces sus memorias para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, me parecía que se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia, como estrago común y sin embargo necesitado de su denuncia, por el estado criminal y la negligencia de los que no la han alcanzado.
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¿Simone de Beauvoir? Cuando me convertí al psicoanálisis, puse bajo sospecha su voluntarismo de buena alumna y sus intrigas de very few cultural. ¿Cómo se conformaba con su consigna anunciada de “no diré todo” para ocultar sus miserias bajo la máscara del examen de conciencia y disfrazar su narcisismo de entrega sacrificial a la sangre de los otros?
Caradura, yo la interpretaba: ¿acaso homologaba verdad a avatares anatómicos, a la carne sin el deseo, es decir reducida a sus miasmas repetidas, a sus mermas capaces de convertir los fallos en faltas a la decencia? En La ceremonia del adiós fecha la decadencia del cuerpo de Sartre en la orina que se escapa de unos pantalones y pasa a un sillón donde se había debatido la independencia de Argelia con el corazón argelino, en la mierda que comienza a ensuciar la ropa interior que ella se apresura a limpiar y describe en términos de arreglar ese desastre (así señala su propia abnegación), en la lengua bola de la hemiplejia que irrumpe la habitual lucidez, en el desmayo alcohólico a lo largo de la alfombra. ¿No sospechaba de sí misma al hacer ese archivo de un cuerpo físico yendo hacia la muerte, en su caída en detalles, la tarea punitiva de una mujer que, con la ventaja de poder escribir última, deshace a su pareja cuya superioridad la fascinó durante años y cuya proyección de héroe cultural, en gran parte, contribuyó a erigir? ¿No son sus memorias, en parte, la implacable publicidad extraliteraria de un proyecto que se ambiciona para el mundo y para siempre y en el que nadie duda de quién es el protagónico? Con qué dureza le dice a un confundido, pero de quien podría sospecharse que aún conserva un sentimiento de vergüenza: “Pero usted tiene incontinencia urinaria”. De pronto la franqueza se volvía literal y la ofensa, carente de toda inocencia, puesto que quien la despliega ha dicho también que Sartre era puritano hasta el extremo de que, a lo largo de su vida, siempre ocultó tras un sistemático pudor sus avatares fisiológicos.
Conversa, la retórica de la felicidad que ejercía Simone de Beauvoir fue de pronto, para mí, una mezcla de negación de todo límite de la realidad y un deseo de conquista que me recordaba más a Aníbal precipitándose sobre Roma en caravana de elefantes que a Frantz Fanon levantando a los negros de su indignidad: conocer todas las músicas, las bebidas, los pueblos oprimidos, los pequeños restaurantes, las revoluciones, los paisajes, los libros y los prisioneros de la tierra. ¿Pretendía de veras hacer creer que recordaba la bruma de cierta noche en Bolonia de hacía tres años, que cuando Sartre y Foucault habían firmado ese manifiesto por el Congo era una primavera bruta y espléndida en la que los capullos estallaban, los árboles verdeaban y en los jardines se abrían las flores, los pájaros cantaban y las calles olían a hierba fresca? ¿O lo escribía porque imitaba a Colette y sus descripciones de la naturaleza, a quien yo no imagino desconociendo las flores que sabía nombrar?
(…)
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de diez mil personas, la historiadora Élisabeth Badinter había estallado en sollozos gritando a las mujeres de la multitud: “¡Le deben todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Pero yo ya estaba en mi vejez, en la sorpresa de amar a una mujer sin que esa experiencia pusiera en juego mi identidad, sobre eso yo tampoco diría todo, pero sí mucho más.
“El sexo de los libros” forma parte de Contramarcha, publicado en Chile por Alquimia. Esta es una versión abreviada, que cuenta con la autorización del editor.