por Matías Hinojosa
por Matías Hinojosa I 2 Septiembre 2016
En 2005 Sergio Chejfec se asentó en Nueva York, luego de vivir durante 15 años en Venezuela. Allí dicta clases en la Maestría de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York. Más allá de su labor como académico, la literatura es uno de sus principales materiales a la hora de crear. En las primeras páginas de su libro Últimas noticias de la escritura, narra el hallazgo de una vieja libreta en el escaparate de una tienda, la cual detona en él una reflexión en torno al oficio de escribir. Oscilando entre el ensayo y la narrativa, Chejfec se pregunta por el lugar de la escritura caligráfica en un contexto altamente digital. Con nostalgia pero sin caer en el lamento, expone la relación que han tenido distintos autores con la caligrafía, los subrayados, las transcripciones y los utensilios para escribir. Él mismo cuenta cómo copiaba de forma manuscrita las obras de Kafka en lo que llamaba “sesiones de escritura empática”.
—Tras leer Últimas noticias de la escritura, uno se pregunta si escribir es una actividad manual que con la digitalización ha perdido parte de su naturaleza.
No sé. Más bien al contrario. Pienso que, paradójicamente, con la digitalización la escritura manual se ha puesto de manifiesto en su carácter más específico. Ese carácter le es propio y, naturalmente, es previo a la escritura digital; pero solo con esta se ha hecho ostensible. Si uno se pone a ver, la escritura digital es lo más parecido a la escritura manual. La escritura mecánica implica un formato de gran mediación material. Pero la posibilidad de recorrer la escritura manuscrita y digital, y de intervenirla, o sea, la plasticidad, es casi igual.
—En su ensayo se detiene en el descubrimiento de una libreta, la cual termina ayudando al narrador a cuajar sus ideas y a iluminar conexiones inesperadas ¿El azar es un elemento importante a la hora de crear?
Diría que sí, que es importante sobre todo en esa faceta medio abstracta cuando lo concebimos como organización de lo contingente. Pero no me gusta la palabra azar, me parece un tanto trascendental. Por ejemplo, la idea de azar es adecuada para buena parte de la literatura de Cortázar, porque es en ese tipo de combinatoria donde se cifra la lógica y motivación de los desarrollos y peripecias. En mi caso prefiero la noción de casualidad, que es más leve, menos fatalista o significativa.
—¿Tiene nostalgia por los manuscritos?
Más que nostalgia, siento hacia ellos una atracción que me cuesta definir. Por un lado está el hecho de que son artefactos cada vez más inusuales. Esto se entiende y por eso despiertan una curiosidad un poco exótica. Se van convirtiendo, si se trata de escritores venerados, en originales plásticos de valor no solo filológico sino también ambiguamente trascendental. Las muestras de manuscritos atraen a grandes cantidades de personas que observan esas hojas como si fueran cuadros de artistas venerados. Pero a la vez, si uno se fija en los manuscritos, es notorio cómo muestran las marcas de lo eventual, incluso de lo casual y del accidente, de la ocurrencia espontánea. O sea, podrán ser distintos; hubo una secuencia pedestre de circunstancias que influyeron en su materialidad. Esa dimensión un poco doméstica del manuscrito me parece fantástica, porque naturalmente el culto que se hace de ellos tiende a anular esa faceta accidental, sacralizando elementos que en su momento podrían haber sido otros, y que se muestran de esa manera por una combinación doméstica de casualidades.
—En su obra aparecen paseantes solitarios que exploran ciudades desconocidas. ¿Cuáles son sus lugares favoritos para caminar y perderse?
En realidad no me gusta perderme. Mi preferencia es caminar hacia algún lugar prefijado. Puede quedar lejos, no tengo problemas con eso. Cuando más lejos, mejor. Pero extraviarme nunca me gustó. Prefiero el extravío mental. O sea, caminar hacia algún sitio, pero mientras tanto olvidarme del lugar hacia donde estoy yendo. Ese olvido responde a la particular sintaxis del pensamiento y de la observación que impone la caminata (y las interrupciones relacionadas con la regulación urbana de los flujos).
—Ahora hay una onda con los libros sobre caminar, ¿ha leído alguno que recomiende?
Mencionaría una novela de Peter Handke, La repetición. Tiene varios años y de alguna manera es previa a la onda que mencionas. Es previa a esa onda y sin embargo la entorpece, la descoloca por anticipado. Allí Handke exalta la caminata por los lugares abiertos, no urbanos; el campo, digamos. Uno podría decir que predica la caminata romántica, si no fuera por el hecho de que la novela también apunta a destituir esa gran creación romántica que es el sentimiento de identidad nacionalista. No sé si por efecto de la onda o si por otro motivo, la verdad es que no me gusta la exaltación acrítica de la caminata urbana. Es una cosa del pasado, de cerca de 100 años atrás. Es verdad que tuvo una vida prolongada; pero por eso mismo aparece hoy como residuo y como cliché.
—¿Acostumbra comprar libros que le atraen sólo por su materialidad?
No compro muchos libros. Los que me atraen por su materialidad en algunos casos son muy caros; en otros, me producen desconfianza. El paisaje de los libros es uno de los más diversos que quedan, entre los otros paisajes que poco a poco se han ido uniformando. Aún podemos vivir experiencias relacionadas con la curiosidad y lo desconocido cuando entramos a una librería o visitamos una feria de libros. Ello no ocurre en casi ningún otro comercio.
—¿Cuál es ahora su libro de velador?
Mi velador y todo lo que está cerca es un caos.
—¿Qué impresión se lleva de Chile?
Me sentí maravillosamente recibido y acompañado. Entonces, por un lado, la hospitalidad. No solamente de la gente cercana, sino la temperatura humana en general. Por otra parte, Chile es el único país de cuyo mapa soy incapaz de abstraerme. La longitud y la delgadez. Pensaba en eso todo el tiempo y trataba de encontrar señales relacionadas con eso. Lo intenté hasta que advertí que estaba actuando como un ser del pasado. Y sin embargo, el mapa y su contracara, la realidad visible, no dejaron de atraerme como claves de un secreto. Una tarde me senté en un café con un amigo. Me dijo que en esa cuadra en la que estábamos y en esa acera de aproximadamente 100 metros, se reunía lo más importante de la literatura chilena. El comentario me impresionó por varios motivos. En parte porque también aludía a un territorio angosto y largo.