Publicada originalmente en 1936, y considerada por muchos como “la mejor novela que se ha escrito sobre el sur de Estados Unidos”, ¡Absalón, Absalón! explora los orígenes de la segregación racial sin caer en actitudes paternalistas y, de hecho, sin mencionar la palabra “racismo”, enfocando el problema como si se estuvieran siguiendo las huellas de una maldición bíblica.
por Rodrigo Castillo Richards I 21 Julio 2020
La leyenda que William Faulkner anuncia en las primeras páginas de su novela ¡Absalón, Absalón! tiene que ver con un sujeto blanco llamado Thomas Sutpen, “un demonio que llegó a Mississippi en 1833, venido no se sabe de dónde”. Un coronel, un forastero salvaje que apareció “sin anunciarse, con una banda de negros vagabundos”, y que estableció una plantación de algodón y luego se casó con su hermana Elena, con quien engendró una hija y un hijo. Sutpen confiaba en que estos dos descendientes serían “su orgullo, el escudo y consuelo de su vejez”. ¿Qué podía salir mal, si tenía todo tan bien planeado?
Publicada originalmente en 1936, y considerada por muchos como “la mejor novela que se ha escrito sobre el sur de Estados Unidos”, esta obra del Premio Nobel 1950 es también (o sobre todo) un examen implacable del racismo lacerante que hasta hoy circula por las venas de los estadounidenses, fluyendo y renovándose sin cesar, como una especie de veneno primigenio que es, al mismo tiempo, su propio antídoto y su propia fuente de inmunidad.
Remontándose a un tiempo ido, a un ambiente de caserones iluminados por un sol enfermizo y pegajoso, a salones envueltos en cortinas de encaje raídas por generaciones de polillas, el autor salta de una época a otra, sin llegar a confundirnos demasiado, para exponer las obsesiones de Quentin, un descendiente de Sutpen que tiene sus propias heridas y sus culpas íntimas. Se trata de un muchacho cuya consciencia ha sido deformada desde temprana edad por las historias que se cuentan sobre esa región polvorienta y heroica que todos llaman “el sur”, y que tanta curiosidad despierta entre sus compañeros de estudios, allá en la Universidad de Harvard.
Quentin se deja poseer por el espíritu de esos viejos fantasmas, intuyendo que pronto deberá reunirse con ellos, y en ese estado de ánimo habla a su amigo Shreve –su compañero de habitación– sobre la niñez de Thomas Sutpen, los años formativos del demonio: “Vio una docena de cosas que sucedieron sin que él se percatara: ese modo especial, silencioso, con que sus hermanas mayores y las otras mujeres blancas miraban a los negros, sin temor ni aversión, pero con una suerte de animadversión reflexiva sin motivo ni causa conocida, pues era algo heredado por blancos y negros a la par”.
En otro tramo de la novela, el narrador alude a “la leyenda de los negros salvajes”, una verdadera fábula de gótico americano que, según explica, “fue arraigando en la ciudad por boca de quienes habían llegado hasta allí para ver qué acontecía”.
“Contaban que Sutpen se apostaba con sus pistolas sobre la pista de las piezas de caza y enviaba a los negros a rodear el pantano como una jauría, y que, durante aquel primer verano y el otoño siguiente, esos esclavos no tenían siquiera, o no las usaban, mantas con que envolverse para dormir, hasta que Akers, el cazador de coatíes, contó que había pisado a uno de ellos, dormido en medio del fango como un verdadero caimán”.
La gran broma del destino, claro, es que Sutpen terminará vinculado a los negros en formas que él nunca podría haber imaginado, hasta el punto de que su progenie formará parte, a la larga, de ese extenso grupo humano que hoy se conoce como “comunidad afroamericana”. En el relato de Faulkner, serán los descendientes de Sutpen quienes deberán afrontar, en los primeros años del siglo XX, la carga de tragedia, culpa y horror legada por este coronel incestuoso, por este demonio con ínfulas de terrateniente aristocrático.
En las páginas de ¡Absalón, Absalón! se exploran los orígenes del racismo moderno sin caer en sentimentalismos y sin que haya pretensiones de hacer sociología. El patentado estilo del escritor, con su énfasis en lo mítico, sus cadencias heredadas del Antiguo Testamento, sus técnicas vanguardistas y sus múltiples voces registradas desde la más cruda oralidad provinciana, no admite la simplificación moralizante que sería necesaria para llegar a una condena de la maldad intrínseca del hombre, o para desembocar en un exhorto bienintencionado a favor de la hermandad universal.
Y no se trata solo de un asunto de estilo: como individuo firmemente enraizado en el terreno físico y sicológico del Mississippi, Faulkner es capaz de percibir la desigualdad y la injusticia pero, al mismo tiempo, tiene dificultades –al menos desde el punto de vista cívico– para encarar en ese momento esas situaciones desde una postura ética consistente.
El sudafricano J.M. Coetzee reflexiona sobre este tema en un ensayo fechado en el año 2005, haciendo notar que Faulkner aprovecharía más tarde la tribuna que le concedió el Premio Nobel para sumarse a la creciente presión ciudadana contra la segregación racial imperante en el sur. El autor manifestó su condena a esa forma de discriminación a través de insistentes cartas a los diarios, denunciando los abusos de los blancos e instando a sus conciudadanos sureños a que aceptaran a los negros como iguales. Sus palabras causaron indignación en el público al que iban dirigidas, y pronto recibió acusaciones de ser “un peón de los liberales del norte” e incluso (algo muy delicado en Estados Unidos, más aun en los años 50) de tener simpatías por los comunistas.
Coetzee cita algunas fuentes según las cuales el comportamiento personal de Faulkner, en su trato cotidiano con gente afroamericana, habría sido “amable pero inevitablemente condescendiente”, debido a que él mismo pertenecía “a la clase de los patrones”. El ensayista aclara que las opiniones del estadounidense, en relación con el asunto de la raza, “nunca fueron radicales” y que de hecho se volvieron cada vez más confusas hasta que, hacia fines de la década de 1950, su posición sobre el particular ya era “tan anticuada que resultaba verdaderamente pintoresca”. De todas formas, Coetzee reconoce que en esos cruciales momentos históricos, en medio de una tensión social que ya amenazaba con salirse de control, el narrador estadounidense mostró una indudable valentía por el simple hecho de “asumir una posición, fuera la que fuera”.
En la época en que Faulkner publicó ¡Absalón, Absalón! faltaban aún varios años para que comenzara la lucha organizada por los Derechos Civiles de los afrodescendientes, y por ello el autor enfoca el asunto de manera intuitiva, abriéndose paso a tientas, sin contar con los marcos conceptuales que se le exigirían, en la actualidad, a cualquier narrador o estudioso que acometiera semejante empresa.
Consciente de las heridas y dolores que yacen bajo la delgada costra de la civilización sureña, el escritor escarba en esos traumas como si estuviera siguiendo las huellas de una maldición bíblica, sin utilizar la palabra “racismo” y sin incurrir en actitudes paternalistas, reconociendo la magnitud de la enfermedad pero sin exculpar a quienes padecen el flagelo. No brinda sermones ni fábulas edificantes, pero sí presenta, hacia el final de su novela, los extremos más dolorosos del problema: la confrontación definitiva entre dos hermanos sanguíneos, el conflicto final entre las tradiciones fantasiosas de una estirpe de grandes señores blancos y la realidad de la mezcla, de la vida misma expresándose a través de la carne.
En junio de 2012, con motivo del lanzamiento de una nueva edición en inglés de ¡Absalón, Absalón!, realizada por Random House, el especialista John Jeremiah Sullivan compartió, con los lectores de The New York Times, una versión adaptada del prólogo que escribió para esa reedición de la obra. En su texto, Sullivan confesaba que se sintió fascinado por la experiencia de volver a leer la novela precisamente en el momento en que Estados Unidos tenía, por primera vez en su historia, un Presidente no caucásico instalado en la Casa Blanca. Sin embargo, advertía que, a pesar de ese y otros signos que permitían concebir esperanzas de cambio a nivel social y político, las pesadillas descritas por Faulkner seguían acechando en las sombras del pasado y del futuro.
“Algunos de los mitos con los que este relato teje sus inquietantes sueños aparecen ahora muy diferentes, como si paseáramos por una pintura que nos es muy conocida y descubriéramos que alguien la ha alterado. En ese sentido, esta es una época realmente extraña para vivir en este país. Si cerramos un ojo, puede parecer que avanzamos hacia una sociedad racialmente integrada; si cerramos el otro ojo, nos veremos tan conflictuados y estratificados como siempre. El racismo sigue siendo nuestra locura”, reflexionaba Sullivan.
El bienintencionado prologuista no podía imaginar, en 2012, que el problema abordado en la novela resurgiría con fuerza descomunal, transformado en impostergable tema de debate y de manifestación pública, tras quedar evidenciado por la muerte de George Floyd, ocurrida en mayo pasado. Su asesinato a manos de policías blancos, en la ciudad de Minneapolis, trajo ecos intolerables de las suertes similares que corrieron –entre 2014 y 2015– los también afroamericanos Eric Garner, Michael Brown y Freddie Gray, cuyos casos fueron, como se sabe, las motivaciones principales para la creación del movimiento Black Lives Matter.
Faulkner, al igual que Sullivan, también quiso creer que los estadounidenses podían llegar algún día a superar las tensiones derivadas del color de la piel. En una carta escrita en julio de 1943, dirigida al señor Malcolm A. Franklin, de los estudios Warner Bros., el novelista comentó la reciente actuación, en el marco de la guerra mundial contra el eje Berlín-Roma-Tokio, de “un escuadrón de pilotos negros”, cuerpo que tuvo una destacada participación en el conflicto pero que, para muchos blancos que permanecían en Estados Unidos, parecía no tener valor alguno.
“Al final –escribe Faulkner– consiguieron del Congreso que se les permitiese aprender a arriesgar sus vidas en el aire. Ahora están en África, al mando de su propio teniente coronel negro. Se comportaron bien en Pantelaria. Aquel mismo día una turbamulta de gente blanca y policías blancos mataron a veinte negros en Detroit”.
Su conclusión, tras comparar esos datos, era que había llegado la hora de asumir la llegada de una nueva era y dejar atrás la segregación racial de una vez por todas. O, de lo contrario, hacer como si nada pasara y dejar que todo se arruinara una vez más, tal vez para siempre: “Un cambio resultará de esta guerra. Si no, si los políticos y la gente que dirigen este país no se ven obligados a efectuar bien el santo y seña, hablan sin ton ni son de libertad, liberación, derechos humanos, entonces ustedes, los jóvenes que lo viven intensamente, habrán malgastado su precioso tiempo, y aquellos que no lo viven intensamente habrán muerto en vano”.