Hay un cierto apocamiento de la crítica en estos tiempos. Más que una poca autoestima de quienes ejercen el oficio en alguna de sus variantes, lo que se ve es una cierta mirada en menos, una suspicacia despreciativa hacia el ejercicio y el estatuto, digamos, de la crítica literaria, como si todo lo que ostente algún grado de autoridad hoy fuese de por sí negativo, sospechoso, corrompido. Cosa lamentable en un tiempo de híper abundancia de información y opiniones, donde el crítico podría cumplir poco menos que un rol de utilidad pública.
por Vicente Undurraga I 29 Noviembre 2018
¿Quién lee crítica literaria? ¿Existen lectores de ese género derivado, de ese discurso de segundo orden (aunque autónomo), de ese tipo de escritura referida siempre a otra?
Sí, de partida, porque mucho en el ámbito de la producción textual es susceptible de ser considerado crítica literaria: pasajes de novelas y de memorias, diarios y cartas de escritores, artículos periodísticos y blogs de lectores de vez en cuando, columnas de opinión, prólogos y epílogos, contratapas e incluso solapas, a veces. Ni hablar de ese género secreto que son los informes de lectura para editoriales, que muy de tarde en tarde toman forma de libro, como es el caso de los reportes del español Gabriel Ferrater o del genial italiano Roberto “Bobby” Bazlen, verdaderas joyas críticas.
Todo es crítica literaria menos la crítica literaria, podría decirse parafraseando un famoso verso chileno.
El problema (si lo hay) es que a menudo cuando se habla de crítica se suele hablar, por su proliferación y ubicuidad, de resúmenes, sean periodísticos o académicos, que tienen poco que ver con el trabajo crítico, es decir, con el quehacer de pensadores abocados a escudriñar la literatura, descubrir y describir sus corrientes y napas y catalogar y encauzar las que les parezcan mejores, más ricas. Inútil hacer distinciones taxativas entre críticas y reseñas, pero tampoco se puede caer en su absoluta confusión. Las reseñas responden a la lógica informativa de los medios y consisten, en el mejor de los casos, en un mero resumen del libro y, en el peor, en ese mismo mero resumen aderezado con dictámenes a veces destemplados, otras muy ponderados, pero siempre con poca o invisible conexión con el resumen mismo y con el resto de la producción literaria del autor y de su tiempo. Para resúmenes opinados, nada mejor que el imperecedero Rincón del Vago.
La reseña –el escaparate que muestra, resume o a veces, lisa y llanamente, replica un texto de contraportada– es parte de la agenda de panoramas culturales de un diario o suplemento. La crítica es otra cosa. Friedrich Schlegel lo decía con énfasis: “La crítica es el arte de matar en la literatura lo que solo vive en apariencia”. En otras palabras, la crítica, a diferencia de la reseña informativa y del paper de tal o cual corriente académica en boga, ha de imponerse a las modas y al flujo a veces descarado de menciones amistosas o convenientes, pues en caso contrario, como advirtió otro gran crítico alemán, Marcel Reich-Ranicki, los lectores tendremos que acostumbrarnos a ver cómo “la tibia lluvia de los favores mutuos cae sobre el paisaje yermo”. El inglés Cyril Connolly ironizó apuntando a lo mismo: “Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor, da la bienvenida a cada una con gritos de ‘¡Genial!’. ‘¡Qué elegancia, qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!’”.
Junto al hermetismo estéril, contar de qué se trata un libro debe ser uno de los peores lastres de la crítica. Es un comodín que evita pensar y definir posiciones. Una cosa es aludir a determinado pasaje o trazo argumental, referirlo en función de algún aspecto de la obra que se quiera destacar, y otra es resumir toda una trama o conjunto de cuentos. Resumir es en la crítica como simular estar tocando un instrumento cuando se baila: puede ser parte del cometido, pero cuando alguien, como se ve comúnmente en matrimonios, quiere ocultar su incapacidad de baile simulando tocar la guitarra o la batería, el resultado tiende a ser penoso.
Para tomar posición sobre un texto, la crítica ha de tener un punto de vista que se base en el análisis y la puesta en cuestión de las características internas de este, pero que a la vez se apoye en un concepto de lo literario, un concepto flexible y dinámico, naturalmente, y también en otros libros, del autor y de la época, de modo que la lectura del texto sea proyectada al contexto literario y cultural para alumbrar sus alcances y posibles implicancias estéticas. También es deseable que sepa tener citas. No es lo mismo citar que rellenar para ostentar. La cita es una de las herramientas esenciales para llevar a cabo lo que un escritor y crítico agudo y divertido como Martin Amis llamó “la guerra contra el cliché”. Amis sostiene que, a contrapelo de “los partidarios a ultranza del criticismo, no hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”. Al citar eficazmente –sin adormecer–, el crítico demuestra que lo que dice se refrenda en el texto referido. Y de ese modo lleva a cabo convincentemente uno de sus cometidos centrales: diluir al máximo posible esa zona confusa y en cierto modo nociva que es la medianía literaria, donde cunde lo ya transitado, lo formulario, lo tibio.
Hay un cierto apocamiento de la crítica en estos tiempos. Más que una poca autoestima de quienes ejercen el oficio en alguna de sus variantes, lo que se ve es una cierta mirada en menos, una suspicacia despreciativa hacia el ejercicio y el estatuto, digamos, de la crítica literaria, como si todo lo que ostente algún grado de autoridad hoy fuese de por sí negativo, sospechoso, corrompido. Cosa lamentable en un tiempo de híper abundancia de información y opiniones, donde el crítico podría cumplir poco menos que un rol de utilidad pública.
Ese menoscabo se refrenda cada vez que se oyen expresiones que insinúan que todo crítico es un escritor frustrado o un perdedor con tribuna. Con gracia y claridad lo describió hace unos años Marcelo Mellado para el ámbito local: “Gracias al gurú Roland Barthes la crítica cuenta con un estatuto estético-cultural súper potente, por lo que nuestros críticos no tienen por qué tener esa sensación minusválida que les da el orden cultural local, que es tan presemiótico que da lata”. En Chile hay y ha habido siempre críticos de calidad, pero no siempre han ocupado las plazas más visibles. Enrique Lihn es un buen ejemplo: sin haber sido crítico oficial –escribía sin miedo y sin medio– ha quedado como uno de los críticos clave del país.
La llamada doble militancia no solo es válida sino que puede ser valiosa. Un crítico es alguien que escribe. Y como tal, muchas veces salta la valla papal y se entrega a la ficción, el verso, la crónica o las memorias. Todo dependerá en cada caso, por cierto, de los resultados, pero en principio la doble militancia es una cuestión ventajosa, jamás una contradicción. Ahí están, por ejemplo, los notables casos de Cristián Huneeus, Elvira Hernández o Alejandro Zambra. Bien mirado, el mismo concepto de doble militancia es equívoco o derechamente equivocado: quien ejerce la escritura creativa o autobiográfica y a la vez escribe sobre otras obras no milita en dos bandos: solo intensifica su escritura. Está lleno de escritores creativos que son notables críticos: Denise Levertov, Ingeborg Bachmann, W.H. Auden, Tamara Kamenszain, Joseph Brodsky, José Lezama Lima, Pier Paolo Pasolini, Natalia Ginzburg, Octavio Paz y Wisława Szymborska, solo por mencionar algunos casos sobresalientes. También muchos críticos han sido excelentes escritores: los peruanos José Carlos Mariátegui y Luis Loayza, los ingleses V.S. Pritchett y Cyril Connolly, los chilenos Luis Oyarzún y Martín Cerda, la argentina Beatriz Sarlo. Y, cómo no, Barthes, que se enfrentó bestialmente a los críticos franceses conservadores, pero no para acabar con la crítica literaria sino, al contrario, para vitalizarla, para hacerla hablar.
La crítica no es ciencia, dice Barthes, ya que mientras “esta trata de los sentidos, aquella los produce”. Los produce, pero no los controla. Por eso el cambio de contexto le invierte a veces el valor de uso a ciertas sentencias, como cuando Nicanor Parra utilizó promocionalmente los denuestos del cura Prudencio Salvatierra o Alberto Fuguet los de Ignacio Valente. O cómo el paso del tiempo da vuelta algunas valoraciones críticas, y lo que Marcelino Menéndez Pelayo dijera para denostar “Las soledades” de Góngora, hoy se podría usar como elogio de un poema de Beckett o de Lezama: “Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la ausencia de todo”.
La idea de la crítica como productora de sentidos tienta para ser tomada como definición. La argentina María Moreno, a quien nada parece serle indiferente, es maestra en este arte de leer crítica y creativamente, como se ve en su libro Subrayados. Su escritura crítica es ejemplar por imprevisible y porque invita a leer y deja siempre algo resonando en la cabeza: una imagen, una pronunciación, un gesto incluso, como el de agachar leve y respetuosamente la cabeza, tal cual lo hizo ella de niña una vez en la sala de clases al percatarse de que una compañera nueva no sabía leer e intentaba disimularlo malamente. Si Subrayados es una lección de lectura crítica, tal vez lo sea como un modo de reparar la humillación a la que el resto del curso sometió a esa compañera. Por eso –refiera a Nabokov, tome distancia de Coetzee o reivindique lo pop– Moreno invita a leer levantando la cabeza. Con placer, con ingenio, pero sobre todo sin miedo.
Hacia el final de Crítica y verdad, Barthes habla de la crítica como una “lectura perfilada”, una lectura que “redistribuye los elementos de la obra de modo de darle cierta inteligencia”. A nada de esto se opone el placer de la lectura. Ante todo el crítico es un lector, alguien que escudriña en el texto para ver lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; alguien que, parafraseando un título del crítico chileno Jaime Concha, “lee al trasluz”. El crítico como un lector que desea y que, en un trance de voluptuosidad, cambia de deseo y pasa de leer a escribir. En eso Barthes y Moreno calzan los mismos puntos.
Y en Chile, ¿qué criticar? Considerando que, debido a la multiplicación de espacios alternativos, hay muchos más empeños críticos que antes, la respuesta podría ser: a la crítica. No parodias ni ataques ni venganzas. Simplemente críticas. Si las críticas son réplicas, las réplicas pueden ser replicadas. Debates, pensamientos, libros, seminarios: nada malo podría salir de la ampliación del campo de batalla. Pero mucho más urgente es una crítica de poesía estable y visible. Algo hay, sin duda, como el trabajo valioso pero algo oculto de Jorge Polanco o Jaime Pinos, o el agudo pero no tan visible o frecuente de Pedro Gandolfo, Paula Miranda y Soledad Bianchi. La mejor tradición literaria que ha dado Chile merece y necesita una tribuna que semanal y libremente dé cuenta de la poesía que acá se publica, alguna excelente, mucha muy buena, mucha muy mala y sobre todo, mucha que sin ser mala no es buena.
En “Confesiones de un crítico literario”, George Orwell, un novelista algo aburrido pero un ensayista y cronista de inteligencia y brillo superlativos, formula la pregunta clave: ¿qué criticar? Orwell hace una descarnada y cómica descripción de un típico día de trabajo de un crítico y concluye que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador. No solo conlleva elogiar basura, sino inventarse unas reacciones hacia libros ante los que uno no alberga el más mínimo sentimiento espontáneo”. Por eso, dice, lo mejor sería ignorar la mayoría de los libros y hacer “reseñas muy largas sobre aquellos pocos que pareciesen importar”.
Como Orwell, hay muchos que, con buenos argumentos, sostienen que las mejores críticas o las únicas necesarias son aquellas sobre libros que al crítico le han gustado o desconcertado, pues en la formulación del porqué de su entusiasmo o desconcierto alumbrará las cualidades de la obra y, de manera más o menos tácita, dará su idea de lo que es o puede ser la literatura. Es la muy razonable crítica constructiva: no tiene sentido que un crítico destroce una obra mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son nefastas. Reich-Ranicki arranca su largo ensayo “Sobre la crítica literaria” planteándose justamente esto: “¿Cuándo puede o debe un crítico cargarse a un autor?”. Por cierto, es tan necesario que el crítico alce la voz cuando descubre una voz nueva o valiosa o singular, como cuando una mediocridad está pasando por “la tibia lluvia de los favores mutuos” o moda o lo que sea, como gran obra. Entonces, la demolición se vuelve constructiva y una crítica dura y ruda no es una paliza sin sentido, sino lo que Reich-Ranicki llama “una defensa agresiva de la literatura”, lo cual es perfectamente válido siempre que se haga sin personalismos y sin sesgos moralizantes respecto a los contenidos, porque eso sería como retroceder a esa época espinosa en la que condenaban a Flaubert y Baudelaire por mostrar lo que para los defensores de la moral era deleznable.
Estando como estamos en el ámbito de lo incierto, lo deseable sería que el crítico acometiera su labor no con el tono y la severidad del policía (que detiene y encierra) ni del juez (que dictamina) ni del recadero (que notifica), sino con la inteligencia del fiscal, que aportando materiales y pruebas, aun manipulados, induce, propicia juicios, pero no los dicta. Una alucinante demostración de esto se encuentra, justamente, en las actas de los juicios contra Baudelaire por Las flores del mal y contra Flaubert por Madame Bovary. Publicadas por la editorial Mardulce, en ellas se ve a fiscales y defensores haciendo un extremado despliegue de argumentos para establecer el sentido de ambos textos y, según eso, tomar las decisiones del caso. Es un extraordinario ejemplo de gran crítica literaria producida de refilón.
Una de las hipótesis más intrigantes de la canción “Quién mató a Gaete”, de Mauricio Redolés, dice: “Lo mató la crítica literaria chilena / ¡Qué güena!”. ¿Qué querrá decir? Quizás, precisamente, que muchos críticos han entendido su oficio como el de policía o juez o recadero. Más que un arte combativo, la crítica podría pensarse como un brazo sutilmente armado de la literatura que con total independencia procure desinflar lo que siendo más liviano que globo de helio pasa por sólido y, de vuelta, relevando lo que por inusitado o extraño pasa por insustancial. Respecto de esto último, la crítica podría entenderse como aquella escritura que trabaja al alero de la idea clave de William Carlos Williams: “Lo nuevo nunca proviene de lo perfecto”. Bajo esa premisa habría que buscar, detectar y proyectar.
¿Qué es la crítica literaria? Una forma del ensayo, ante todo. Una manera de ganarse la vida. O de perderla. Si el pago no fuese, como decía Cyril Connolly, de media jornada (o menos) para una labor de jornada completa (o más), el escenario sería más variado y complejo. Hay, en ese sentido, buena parte de responsabilidad en los medios, que en todas partes mezquinan los espacios, las frecuencias, las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y tiempo libre, pensamiento y ruta de panoramas.
Entre 1972 y 1975, Pasolini se dedicó a la crítica semanal en Italia y de esa incursión quedaron textos donde su inteligencia atrevida ilumina u oscurece, según sea necesario, con potencia teatral. Después de tres años como crítico, anunció una pausa (que luego un asesino haría eterna) para hacer una película. Tras decir que fue para él un trabajo placentero y que lo fue doblemente por no recibir ningún tipo de presiones, Pasolini se preguntó “qué es y cómo está hecha la crítica”. No ofreció ninguna definición redonda, pero sí corroboró y rodeó reflexivamente algo que, por sencillo, podría ser desatendido por cualquiera, pero no por una cabeza como la suya: “He hecho unas descripciones. He aquí todo lo que sé de mi crítica en cuanto crítica”. Y descripciones de qué, se pregunta: “De otras descripciones, dado que otra cosa no son los libros… En la vida ocurren unos hechos. Los libros los describen, pero, en tanto que libros, también estos son unos hechos. Y, por lo tanto, también pueden ser descritos: por la crítica”.
¿Para qué sirve la crítica literaria? Para pensar los hechos de este mundo y los hechos a los que esos hechos dan pie: los libros. Para mediar entre editores y lectores. Para seguir leyendo. El que lee siempre tendrá, junto al libro que ha tomado, el fantasma de los infinitos que ha dejado de lado. Quizás la crítica exista para no llegar siempre tan solos a ese momento.
Una versión preliminar de este texto se publicó en el libro El circo en llamas, Pez Espiral Editores, 2017.