Se conocieron en 1997 y a las pocas semanas la escritora y guionista integró los talleres que Levrero impartía en su casa. Su primer libro, Ahora tendré que matarte, fue editado en la colección que dirigió el autor de La novela luminosa, que cada vez cautiva a más lectores, cuando se cumplen, este 30 de agosto, 20 años desde su muerte.
por Javier García Bustos I 26 Agosto 2024
Ella le pregunta: ¿Cuál es su característica más marcada?
La respuesta: La escasez de pelo en el cráneo.
La pregunta la planteaba una veinteañera Inés Bortagaray, en 1997, y la respuesta era del escritor Mario Levrero. En realidad, era un cuestionario de Proust: un formulario elaborado para conocer, de una manera distinta, al entrevistado. Por entonces, Inés creaba historias en silencio y aún no era conocida como guionista de cine y televisión, ni como autora de los libros Ahora tendré que matarte (2001) y Prontos, listos, ya (2006). Este último publicado en Chile por Laurel.
¿Qué es lo que más detesta de los demás? ¿De usted?
De los demás detesto la falta de respeto por mi libertad, mi soledad y mi derecho al silencio, la manipulación, la crueldad, la insensibilidad, la ceguera ante el mundo espiritual. De mí, no hay nada que deteste realmente.
La anterior era otra pregunta/respuesta del cuestionario de Proust. Publicado en el diario El Observador, de Uruguay, el 19 de octubre de 1997, el famoso formulario contestado por quien nació en 1940, como Jorge Mario Varlotta Levrero, fue también reproducido al final del libro Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero, de Mauro Libertella (Ediciones UDP). Al comienzo de esta obra leemos una especie de resumen sobre el escritor, librero y dibujante, fallecido a las 10 de la mañana del 30 de agosto de 2004, en Montevideo, hace 20 años: “Vivió 64 años, escribió 20 libros, tuvo dos hijos biológicos y un tercero de crianza. Pasó dos meses en Francia, tres años en Argentina, cuatro años en Colonia, unos pocos en Piriápolis, más de 50 en Montevideo. Vivió con cinco mujeres, escribió 126 columnas en diversos periódicos, dictó durante 20 años talleres literarios que se volvieron una leyenda”.
A las pocas semanas de la entrevista para El Observador, Inés Bortagaray entró el taller de Levrero. Participó de sus actividades literarias y grupales por casi cinco años. Por esa época, en el 2000, Levrero obtuvo la beca Guggenheim. Recibió 33 mil dólares. Con el dinero compró unos sillones y puso aire acondicionado en el departamento. Entonces, se empeñó en escribir La novela luminosa, que comienza con El diario de la beca, donde desarrolla múltiples digresiones, apunta sus lecturas, insomnios, su adicción al cigarrillo y la computadora. “El mouse me ha arruinado por completo la mano”, anota en ese extenso prólogo: “Escribo lo que recuerdo, lo que pienso que recuerdo”. Y claro, también nombra a Inés Bortagaray: “Mientras dormía esta mañana, mi amiga Inés me dejó un mensaje en el contestador. Puedo nombrarla con su nombre real porque entiendo que lo que uno sueña no compromete a la persona con quien soñó. (…) El mensaje, que escuché luego, decía que no podría venir a visitarme esta tarde como habíamos convenido. En el sueño, ella venía de visita”.
La escritora uruguaya comenta su aparición en La novela luminosa: “Al principio soy una inicial, pero luego sí, aparece el nombre”.
Por esos años, de comienzos del siglo XXI, la editorial Cauce publicó una nueva colección llamada De los Flexes Terpines, dirigida por Mario Levrero. Los 15 títulos de la colección comenzaban con Interrupciones I, las columnas de Levrero publicadas en la revista Posdata. Entre otros, estaban los libros Cuaderno para un solo ojo de Fernanda Trías, Últimos días con la familia de Patricia Turnes, Una línea más o menos recta de Pablo Casacuberta y Ahora tendré que matarte, el debut literario de Inés Bortagaray. Los libros de formato bolsillo contaban con una tirada de 300 ejemplares.
Sobre esa colección, el escritor Elvio Gandolfo apuntó un artículo en El País, el 10 de mayo de 2002: “En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de 15 títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos. Justamente el sector más golpeado por las apreturas económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero”.
De esos años, de la juventud, los consejos, las caminatas junto a Levrero por Montevideo, habla en esta entrevista Inés Bortagaray.
Crees que Mario Levrero perteneció a un tipo de escritor ya en extinción, en el sentido que rehuía de los compromisos editoriales, del profesionalismo, de volverse alguien popular a través de la creación literaria…
No estoy segura de que sea una especie en extinción, pero sí puedo decir que ya cuando lo conocí era una persona rarísima. Gracioso, brillante, enigmático: Levrero era una persona extraordinaria. También, alguien que dormía de día y se despabilaba en la noche, que tenía serias dificultades para afrontar los avatares de los días, alguien apegado a sus rutinas, con muchas mañas y rituales. También, una persona con un pensamiento muy independiente y alejado de varios mandatos que en general tomamos por buenos, o al menos por consabidos. Quiero decir: Levrero era distinto. Claro que ahora, en el imperio de las redes sociales y la autopromoción, esa reserva suya, esa manera tan diferente de ser y estar, parece todavía más insólita. Así que sí, ahora que escribo, es verdad: está en extinción. Igual, cada tanto algo que parece extinto se reproduce.
¿Recuerdas el contexto y cómo fue la primera vez que lo trataste?
Sí. Fue en la primavera de 1997. Ya había leído El lugar, La ciudad, El portero y el otro, La máquina de pensar en Gladys, y estaba deslumbrada con el mundo que se me abrió con esas lecturas. Entré a trabajar como colaboradora del suplemento cultural de un diario uruguayo. La segunda página se llamaba “El oidor”: era un cuestionario Proust que cada semana se hacía a algún artista. Mi primera propuesta fue hacer ese cuestionario a Levrero. Conseguí el teléfono, lo llamé, me citó en su casa a las ocho de la noche. Fui. Vivía en el Cordón, junto a Alicia, su esposa, y Juan, el hijo de Alicia. Conversamos hasta la una de la mañana.
¿Con qué sensación quedaste?
Volví a casa con las ideas revueltas y una emoción nueva: debía renunciar a mi trabajo (no lo hice), debía empezar terapia (lo hice) y ponerme a escribir (eso también). Me respondió el cuestionario un par de días después, por correo electrónico, y tras una nueva visita a la casa, esa vez con un fotógrafo, que retrató algunos espacios de la casa y sus manos, no quiso que fotografiaran su rostro, apareció el cuestionario en el diario. Un par de semanas después empecé el taller.
¿Cómo eran los talleres?
Nos reuníamos en su casa una vez por semana. Levrero proponía una consigna. Escribíamos ahí mismo. Al cabo de un rato, leíamos lo que habíamos escrito. Levrero oía en silencio. Pegaba unas risotadas, opinaba, a veces también se enojaba. Había un énfasis en la escritura a partir de la imagen. La imagen como principio y como núcleo que imantaba la memoria y también la imaginación. La imagen, también, como un salvoconducto de una perspectiva profunda, que anidaba en el inconsciente. Algunos ejercicios parecían más sencillos. Otros eran bravos. En el fondo, siento que había un estímulo muy fuerte para que cada uno se conectara con su propia forma de ver y decir. Su estilo. Su voz.
¿Crees que era un “militante” de la literatura? Lo digo en el sentido de que todo se concentra en la escritura, luego el resto de la vida se arma en relación con esa actividad. ¿Recuerdas alguna anécdota al respecto?
Esta es una impresión presente en muchas conversaciones con él, es un estado permanente. Fui intermitentemente a su taller, primero en aquel apartamento en el Cordón, después en la Ciudad Vieja, pero también lo quise mucho, nos hicimos amigos. Salíamos a caminar. Lo pasaba a buscar e íbamos desde la Ciudad Vieja, por 18 de Julio, la calle principal en el centro de Montevideo. En el trayecto parábamos en una librería de viejo. Él sacaba un papelito arrugado con algunos títulos anotados. Buscaba los que le faltaban, siempre novelas policiales. Mucho Raymond Chandler, mucho Dashiell Hammett, mucho Rex Stout. Llegábamos a La Pasiva, en la esquina de 18 y Ejido. Ahí nos sentábamos a tomar un café y hablábamos de la vida. La vida siempre tenía que ver con los sueños, con el ánimo, con la intuición, con algo suyo muy insobornable, guardado en la mirada, con mis desventuras, que lo hacían reír.
¿Qué es lo que más te interesa de su obra?
Lo incómodo, lo fuera de lugar, lo inapropiado, el extravío, el laberinto, el espejo, la gracia, lo soterrado, el encierro, las puertas, las travesías, la existencia y sus contradicciones, la escritura como problema, la observación, lo inesperado, la rabia, el humor, lo procaz, el ridículo, el miedo, el espíritu, el sinsentido. Una libertad. La memoria. La imaginación. Esas imágenes.
“La rutina es una forma de muerte”, escribe en La novela luminosa. Es una frase que también podría definir su literatura, en el sentido de la rutina como sinónimo de lo establecido, de lo estructurado, del canon…
Sí, definitivamente. Yo no creo que la rutina sea una forma de muerte. Me siento en desacuerdo con esa afirmación suya, pero la entiendo, y creo que a su manera Levrero defendía esa forma de muerte. La novela luminosa, y también El discurso vacío, tienen esa cadencia hecha de horas, hecha de un tiempo desmenuzado, de una mirada que se posa con parsimonia sobre el recorrido. Y lo minúsculo deja ver sus raíces profundas en otra cosa, mucho más honda y cimental.
Su obra vuelve a leerse en España, pero entiendo que ha sido difícil. Más allá del impulso en su momento de editores como Claudio López Lamadrid o el entusiasmo de críticos como Ignacio Echevarría. ¿Levrero no es para las mayorías?
Con los libros de Levrero hubo, sí, un gran impulso que permitió que su obra se conociera y se leyera mucho, y bien, acullá, pero luego la verdad está, yo creo, no tanto en la eclosión, sino en algo sostenido, ajeno a las vicisitudes de la moda, el encuentro con una mirada acaso periférica, excéntrica. Un encuentro que perdura, como perduran los clásicos.
Fotografía: Inés Bortagaray en la Universidad Diego Portales, en noviembre de 2018. Crédito: Archivo UDP.