Sutil, inquisitivo y oblicuo en su forma de narrar traiciones, suicidios, triángulos amorosos, muertes: así era Javier Marías, el autor de Todas las almas, Mañana en la batalla piensa en mí o Corazón tan blanco, por nombrar algunas de las obras que lo hicieron conocido en todo el mundo y con las que aireó la narrativa en nuestra lengua al recuperar el ritmo de los autores que adoró: Faulkner, Conrad y Bernhard. De ellos aprendió el monólogo en sus niveles más obsesivos y la capacidad para detener el tiempo, permitiendo que las percepciones, pensamientos y recuerdos se expandan y proliferen a voluntad. Con motivo de su muerte a fines del año pasado, reproducimos uno de los mejores ensayos críticos sobre su obra, el que publicó The New York Review of Books cuando apareció en EE.UU. la trilogía Tu rostro mañana, que es también la cima del proyecto del autor español.
por Mark Ford I 16 Febrero 2023
El novelista español Javier Marías nació en Madrid en 1951. Su padre, Julián Marías, fue uno de los filósofos más importantes de España en el siglo XX y autor de una historia de la filosofía que se convirtió en el libro de texto sobre el tema en el mundo hispanohablante. Marías padre fue también un abierto crítico del régimen de Franco; estuvo brevemente encarcelado y se le prohibió ejercer la docencia en las universidades españolas desde finales de los años 40 hasta principios de los 70. Su primer puesto académico en el extranjero, en 1951, fue en el Wellesley College, donde los Marías vivían en el mismo edificio que Vladimir Nabokov, y se hicieron amigos.
Al igual que la de Nabokov, la ficción de Javier Marías podría describirse como una indagación sumamente autoconsciente, casi obsesiva, sobre la autoconciencia y la obsesión. En algún momento, sus protagonistas de manera prácticamente invariable se involucran en actos humbertianos de vigilancia encubierta y tortuosa, y a su vez se lanzan en vertiginosos vuelos de especulación compulsiva pero infructuosa. Uno de esos asediadores, Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí, observa a su presa, Luisa (una de las muchas Luisas en la obra de Marías), cuando adquiere una copia de Lolita en el transcurso de una compra; “excelente”, es su juicio sobre el libro escogido.
Marías estableció su nombre con la novela El hombre sentimental, de 1986, aunque los aficionados pueden buscar la anterior, Travesía del horizonte, publicada cuando solamente tenía 21 años: es un homenaje paródico y algo surrealista a las historias de aventuras de escritores como Conrad y Conan Doyle, que rinde honores también a los métodos narrativos complejamente indirectos del último Henry James; aunque entretenida en partes, termina —como el viaje a la Antártida que se propone relatar— haciendo relativamente pocos avances. Al decidir que la traducción literaria podría ser un aprendizaje en el arte de la ficción más valioso que el pastiche, Marías dedicó su época de veinteañero a crear versiones en castellano de los clásicos en inglés de Sterne, sir Thomas Browne, Conrad, Faulkner, James, Kipling, Hardy, Shakespeare y Nabokov. Su versión de Tristram Shandy ganó el Premio Nacional de Traducción de su país en 1979.
El narrador de El hombre sentimental es un cantante de ópera, conocido como el León de Nápoles, que se enamora de la infeliz esposa de un poderoso banquero belga, Hieronimo Manur. Durante una semana de ensayos en Madrid para el papel de Cassio, en Otello, de Verdi, el León hace un extravagante galanteo a la enigmática Natalia Manur, y logra cortejarla lejos de su marido aparentemente brutal y siempre ocupado, quien rápidamente, y para gran sorpresa del lector, se suicida. Es Manur, más que el tenor operístico, quien emerge como el hombre sentimental del título, como la figura de Otello en el triángulo amoroso.
La historia se cuenta a raíz del colapso del amor del León por Natalia, cuatro años después de que su declaración de amor hacia ella culminara en una visión grandiosa y elocuente de un Liebestod compartido. Pero él es solamente Cassio, incapaz de escalar las alturas de la pasión de idealistas como Manur, o el trágico Hórbiger, que hace el papel de Otello para el Cassio de León: aunque en el ocaso de su carrera, el obstinado y malhumorado cantante alemán se niega categóricamente a aparecer en el escenario a menos que todos los asientos en la platea y los palcos estén ocupados; a medida que sus capacidades se desvanecen y su popularidad decae, las direcciones de los teatros empiezan a contratar gente de la calle para satisfacer sus demandas de una platea abarrotada, hasta que los teatros donde actúa se llenan de “extraños patanes encorbatados a los que se notaba que no habían puesto un pie en una ópera con anterioridad”.
Su última representación, nuevamente en el papel de Otello, ocurre en un teatro de ópera en Múnich, lleno en gran parte por estos “falsos aficionados”, así como por el propio personal del teatro, sus acomodadores, porteros, encargadas del guardarropa, mujeres de la limpieza y taquilleras. A pesar de estos heroicos esfuerzos, asomándose por una rendija del telón del escenario con su pequeño telescopio japonés, el implacable Hórbiger divisa un asiento vacío en la antepenúltima fila del pasillo derecho. Emitiendo un gemido sobrenatural, “disfrazado como estaba de Otello, con la cara pintada de negro, la peluca abundante y rizada, los ojos y los labios agrandados por el maquillaje, el pendiente en la oreja y el telescopio en la mano, el grandioso Hórbiger salió a escena, descendió hasta el patio de butacas, lo atravesó con paso decidido ante el asombro del público ya encrespado, y se sentó en aquella única butaca acusadora, completando de este modo el aforo que había sido su perdición”.
Ninguna súplica puede traerlo de regreso al escenario y, finalmente, Iago, Cassio, Roderigo y Montano lo sacan del teatro con el traje completo, para nunca volver a actuar. Hórbiger también es, de esta manera, un hombre sentimental.
Hay varias formas en las que esta novela sutil, inquisitiva y oblicua establece un modelo para la ficción posterior de Marías. Aparte de un cuento en la colección Cuando fui mortal, todas hacen uso de narradores masculinos en primera persona cuya conciencia se expresa en oraciones largas y desplegadas, que revelan la influencia en su prosa de la traducción de escritores como Faulkner y Browne y James, lo mismo que el impacto de la lectura de ese maestro del monólogo, el novelista austriaco Thomas Bernhard.
Además, el drama en muchas de las novelas de Marías deriva de un triángulo amoroso real o temido o amenazado, siempre involucrando a dos hombres y una mujer. Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí incluso desarrolla un conjunto de términos pseudo-anglosajones, tales como ge-licgan, que significa “conyacer”, o ge-bryd-guma, que significa “connovio”, para indicar la relación entre dos hombres que se han acostado con la misma mujer. Los libros posteriores también siguen a El hombre sentimental al enfrentar con frecuencia a un cerebral protagonista algo inseguro contra un hombre mayor de mucha mayor decisión y autoridad mundana.
El uso de Shakespeare por parte de El hombre sentimental también persiste, como lo indican muchos de sus títulos: Corazón tan blanco de 1992 está tomado de Macbeth (“Mis manos”, declara Lady Macbeth después de devolver la daga a la habitación donde Duncan yace asesinado, “son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”); tanto Mañana en la batalla piensa en mí como Cuando fui mortal se derivan del Acto V, escena 3, de Ricardo III, en el que el maquiavélico usurpador, en vísperas de la Batalla de Bosworth, es visitado por los fantasmas de aquellos a los que ha asesinado: “Cuando fui mortal”, recuerda Enrique VI con pesar, “fiero horadaste mi cuerpo sacrosanto”, mientras que los fantasmas de Clarence y Lady Ana pronuncian la misma maldición: “Mañana en la batalla, piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. ¡Desespera y muere!”, líneas utilizadas como motivo o frase musical a lo largo de la inquietante novela de usurpación e intriga sexual de Marías. Negra espalda del tiempo es una adaptación de la “oscura espalda y abismo del tiempo” de Próspero, y Tu rostro mañana de un discurso de Hal a Poins en Enrique IV, en el que el Príncipe se encuentra cansado de sus compañeros de mala vida, e incluso anticipando su traición a ellos: “¡Qué vergüenza es para mí el acordarme de tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!”.
Todas las almas, la siguiente novela de Marías, está ambientada en Inglaterra, y viene precedida de una nota en la que niega cualquier parecido entre su autor y el narrador, a pesar de que ambos estuvieron dos años en el mismo puesto, el de profesor de literatura española en la Universidad de Oxford. Inevitablemente, esto llevó a que se leyera como un roman à clef, un ultraje para el autor que a su vez proporciona uno de los principales temas de discusión en Negra espalda del tiempo, publicado casi una década después. Esa novela, o “falsa novela”, abre así: “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad, aunque sí las he mezclado en más de una ocasión como todo el mundo, no solo los novelistas, no solo los escritores, sino cuantos han relatado algo desde que empezó nuestro conocido tiempo, y en ese tiempo conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y contar, o preparar y meditar su cuento, o maquinarlo. Así, cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando, la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo tanto debería intentarlo…”.
Al igual que W. G. Sebald, Marías disfruta mezclar lo ficcional y lo documental; la historia de amor de Todas las almas entre el profesor y Clare Bayes, una mujer casada, gira en torno a la vida de John Gawsworth, un escritor real que nació como Terence Ian Fytton Armstrong en 1912: Gawsworth, quien también escribió ocasionalmente bajo el seudónimo “Orpheus Scrannel” (una alusión al “Lycidas” de Milton), se ganó una pequeña reputación con una serie de volúmenes de versos desafiantemente antimodernistas, publicada en la década de 1930, pero quizá ahora sea más conocido por su biografía de otro de los entusiasmos de Marías, el escritor galés de ficción sobrenatural Arthur Machen. Por razones que no puede comprender, el narrador de Todas las almas se encuentra obsesionado con los escritos no muy distinguidos de Gawsworth y la triste historia de su gradual declive hacia la vagancia en sus últimos años. El libro incluye una foto de él con su uniforme de la Real Fuerza Aérea, probablemente tomada en El Cairo, con un cigarrillo apagado en la boca, y también una de su máscara mortuoria, hecha por un tal Hugh Oloff de Wet, otro integrante de la galería de excéntricos de Marías, cuya historia de vida se entrega en su totalidad en Negra espalda del tiempo.
En ambos libros, Marías parece estar intentando crear perspectivas sobre personas y eventos que hacen que lo real y lo imaginario sean difíciles de separar; como resultado, nos vemos forzados insistentemente a reconocer que no hay una base sólida de verdad incuestionable sobre la cual apoyarse. El profesor, crónicamente con poco trabajo, de Todas las almas, por ejemplo, pasa gran parte de su tiempo merodeando por las librerías de viejo de Oxford; su favorita es una manejada por unos tales señor y señora Alabaster, en Turl Street, donde pasa largas horas revisando su inventario en busca de tomos de Gawsworth, Machen y otros oscuros autores ingleses. En un regreso a Oxford, descrito en Negra espalda del tiempo, vuelve a visitar su tienda favorita y queda asombrado por una propuesta que le hizo la pareja, aquí llamados señor y señora Stone: no solamente han leído su novela de Oxford, sino que también se han identificado como los originales del señor y señora Alabaster. Al enterarse de que se va a hacer una película de la novela, tienen una petición para el autor: ¿sería tan amable de pedirles a los productores de esta película, a quienes ya han escrito, pero sin éxito, que los elijan para representarse a ellos mismos en la película? Ambos pertenecen a la OSCA (la Oxford Society of Crowd Artistes, la Asociación Oxoniense de Artistas de Muchedumbre), explican, y son actores talentosos.
Cuando Marías parece dudar de sus derechos a interpretar estos papeles, le presentan la fotocopia de una entrevista —debidamente reproducida en el libro mismo— que le dieron a la revista especializada The Bookseller, en la que reivindican con orgullo a sus alter egos ficticios. En una inversión del paso de Hóbiger desde el escenario al público con su disfraz de Otello para verse a sí mismo como Otello, ellos sueñan con interpretarse a sí mismos como libreros en una película del libro en el que están convencidos de que ya aparecieron.
Otra encarnación de este ideal de un reino a la vez real e imaginario en Negra espalda del tiempo es la isla de Redonda, que Gawsworth heredó en 1947 del escritor de ciencia ficción, nacido en Montserrat, M. P. Shiel. La pretensión de Shiel de ser el rey de este trozo de roca deshabitado entre Montserrat y Nieves parece no haber sido demasiado seria, pero a su heredero le encantaba la idea de ser elevado a la realeza, y se autodenominó Su Majestad el rey Juan I. El copiosamente ilustrado Negra espalda del tiempo incluye numerosas fotografías, mapas y grabados de Redonda, e incluso algunos ex libris de volúmenes propiedad de sus diversos regentes, que son cuatro: Shiel, Gawsworth, su amigo y heredero Jon Wynne-Tyson, quien se autodenominó Juan II, y finalmente el propio Marías, que heredó el trono tras la abdicación de Juan II en 1997. Junto al título van los no demasiado lucrativos derechos de publicación de las obras completas de Gawsworth y Shiel, y el poder de entregar títulos nobiliarios a voluntad. Los duques y duquesas de Redonda incluyen ahora a personajes como Pedro Almodóvar (duque de Trémula), Alice Munro (duquesa de Ontario), J. M. Coetzee (duque de Deshonra) y A. S. Byatt (duquesa de Morpho Eugenia). “Es un reino”, escribe Marías en Negra espalda del tiempo, “que se hereda por ironía y por letra y nunca por solemnidad ni sangre”.
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Las ironías en la ficción de Marías surgen principalmente a través de su atención a las distorsiones inherentes a todos los actos de contar. Al igual que el Henry James tardío, le encanta ralentizar su narración casi hasta el punto de la parálisis, permitiendo que las percepciones, pensamientos y recuerdos de su narrador se expandan y proliferen a voluntad; esto hace que la textura de sus libros se asemeje a una corriente densa, turbia, meditativa, al mismo tiempo vacilante e irresistible, que a su vez contrasta fuertemente con los hechos de brutalidad y violencia que cada novela eventualmente llega a relatar.
Hay algo extrañamente adictivo en la manera en que las tramas que evocan sutilmente las tradiciones del cine “noir” o la ficción policiaca negra están mediatizadas a través de una conciencia abierta hasta el punto de la distracción a las delicias del pensamiento lateral, al refinamiento y la generalización sin fin. Víctor, por ejemplo, en Mañana en la batalla piensa en mí, se va a la cama por primera vez con una mujer llamada Marta Téllez, cuyo marido está en Londres y cuyo hijo de dos años duerme en el dormitorio de al lado. Sin embargo, antes de que se hayan desnudado completamente el uno al otro, Marta comienza a sentirse mal, y en cuestión de minutos (minutos que tardan muchas páginas en pasar) muere en sus brazos, dejando a Víctor sin saber qué curso de acción debería tomar. Sus respuestas son típicas de la desaceleración de la narración a una especie de exposición cuadro por cuadro de la sucesión de pensamientos y sentimientos que es tal vez el rasgo más distintivo del estilo de la prosa de Marías. Cada aspecto del momento se sopesa y evalúa, se le hace justicia, como si todas las observaciones del narrador pudieran compensar su impotencia y pasividad innata: “‘Se ha muerto’, me dije, ‘esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto’. Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo solo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. ‘Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos’. Y solo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. ‘Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’”.
Como muchos de los narradores de Marías, Víctor ocupa una posición un tanto marginal en la sociedad: está divorciado y vive solo, escribe guiones para programas de televisión que nunca llegan a realizarse, y fantasmagóricos discursos para políticos e incluso para el rey de España, quien en una divertida escena se lamenta ante Víctor de la falta de impacto que sus apariciones tienen en la nación, y expone las diversas dudas que tiene sobre cómo debería desempeñar su papel real. El registro fanático de matices y detalles, de ejemplos y contraejemplos, que es tan característico del estilo novelístico de Marías, funciona dramáticamente como un vehículo para la conciencia de los narradores a quienes les gusta observar desde un costado en lugar de ocupar el centro del escenario, quienes traducen, leen o son escritores fantasmas o interpretan las palabras y acciones de otros.
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“¡Procure ser una de esas personas para las que nada se pierde!”, aconsejaba Henry James al aspirante a novelista en El arte de la ficción, en 1884. Jacques Deza, el narrador de Tu rostro mañana, no es exactamente un novelista, pero es alguien que pasa sus días observando e interpretando caracteres, reuniendo las pistas arrojadas por el habla, los gestos y la apariencia de un individuo, para elaborarlas en una narración coherente. Deza, que es el narrador de Todas las almas unos 10 años después, ha regresado a Inglaterra, donde tiene un trabajo en la BBC, dejando en Madrid a una mujer, Luisa, de la que se ha ido distanciando poco a poco, y dos hijos. Un domingo asiste a un almuerzo en Oxford organizado por un viejo amigo, un profesor jubilado llamado sir Peter Wheeler, de quien sospecha que tiene una larga carrera en el espionaje para el MI6. En este almuerzo le presentan a uno de los exalumnos de Wheeler, Bertrand Tupra, quien poco después lo invita a unirse a una peculiar organización clandestina que se especializa en predecir el comportamiento futuro de las personas que debe investigar y evaluar.
Como había previsto Wheeler, Deza resulta tener un raro don para la observación y la interpretación desapasionada; escondido detrás de un cristal unidireccional, observa los tics y hábitos de quienquiera que esté siendo entrevistado, y ofrece respuestas directas a las preguntas de Tupra posteriores a la entrevista. Tal persona, ¿mataría?, ¿se echaría atrás en una discusión?, ¿qué más? Él no tiene idea del propósito de sus opiniones y evaluaciones, pero asume que Tupra trabaja en los servicios secretos de seguridad británicos.
El segundo volumen de Tu rostro mañana culmina con una escena de violencia espeluznante en un club londinense. Tupra, que quiere ser conocido como Reresby en esta ocasión, le ha pedido a Deza que lo acompañe en una noche de fiesta con una especie de mafioso italiano para que actúe como traductor cuando sea necesario, pero también que entretenga a la esposa de este, si ella se pone nerviosa. Deza tiene la desgracia de encontrarse con un compatriota en el club, un lascivo agregado de la embajada española llamado De la Garza, que insiste en que le presente a esa mujer y luego la hace desaparecer cuando Deza es llamado a realizar sus tareas de traducción. Un lado diferente de Tupra, o Reresby, emerge una vez que él y Deza han localizado a la pareja fugitiva y llevado al desafortunado De la Garza al baño para discapacitados para una venganza sumaria. Tupra le ofrece una línea de cocaína; mientras De la Garza se arrodilla para esnifarla en el asiento del inodoro, Tupra desenvaina una espada renacentista y se dispone a decapitarlo: “Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre…”.
Tal vez en parodia de los tres golpes asestados por el Caballero Verde en el cuello de sir Gawain en el poema medieval, Tupra lanza tres veces su hoja afilada como una navaja sobre el cuello de De la Garza. Después de haberlo reducido a un estado de terror balbuceante, Tupra se pone manos a la obra: “Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada— cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además este tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma”.
Como la muerte de Marta, la escena está narrada en cámara lenta, lo que hace que se prolongue durante decenas de páginas de una tensión insoportable. Después de casi ahogarlo, Tupra golpea a De la Garza contra la barra cilíndrica habilitada para la comodidad de los usuarios discapacitados del baño y le rompe varias costillas. Más tarde revela que aprendió sus artes de intimidación de los famosos gangsters de los años 50 y 60, los gemelos Kray, y responde al estilo de los gemelos Kray a la queja de Deza de que “no se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola”. “Pero dime según tú”, señala, “¿por qué no se puede?”.
La violencia que Deza se ve obligado a presenciar, y de la que hasta cierto punto es cómplice, es particularmente impactante porque se maneja de una manera muy diferente de las formas oblicuas en que normalmente se presentan las atrocidades en la ficción de Marías. La conciencia histórica que articula su obra fue moldeada en gran medida por la Guerra Civil Española, y esta escena en el baño para discapacitados está, de hecho, intercalada con los recuerdos de una conversación que Deza tuvo con su padre, ahora octogenario, en la que Deza padre relata la espantosa muerte de un conocido suyo, un republicano llamado Emilio Marés: capturado en Ronda, Marés es sacado con otros dos presos para fusilarlos, pero primero les ordenan cavar sus propias tumbas. Marés se niega, declarando: “A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis”. Afrentados, sus verdugos deciden que lo torearán; lo acosan y lo pinchan con banderillas como si fueran picadores, y finalmente le dan el golpe de gracia con un estoque. Como última indignidad, le cortan la oreja y la blanden como trofeo.
La violencia de Tupra, aunque pueda parecer imbuida de una teatralidad al estilo de Tarantino, se vuelve casi insoportablemente actual e inmediata, y llega a parecer una representación en la vida real, por así decirlo, de todas las atrocidades contadas por otros medios en la ficción de Marías, narrada a partir de libros, películas o conversaciones con su padre o sir Peter Wheeler. Y, por supuesto, obliga a Deza a preguntarse qué podría hacer él en determinadas circunstancias, cómo se vería su rostro mañana. Porque no encuentra respuesta a la pregunta de Tupra de por qué no se puede andar golpeando a la gente, o matándola.
Tal vez haya algo del enigmático Übermensch kurtziano en Tupra —un Kurtz que aún no ha sido abatido por la enfermedad y la culpa. Y al igual que el creador de Kurtz, Joseph Conrad, Marías logra muchos de sus mejores efectos mediante el uso de una técnica narrativa sofisticada para contar historias que a menudo rayan en lo espeluznante. Sus novelas se tienden a construir hacia algún momento de revelación largamente esperado, que luego altera de manera decisiva nuestra comprensión de todo lo que ha sucedido antes: nos enteramos de un asesinato al final de Corazón tan blanco; tanto Un hombre sentimental como Todas las almas concluyen con un suicidio, mientras que en la última sección de Mañana en la batalla piensa en mí, Víctor finalmente se encuentra con el hombre al que casi le pone los cuernos, solamente para enterarse de que en el momento de la muerte de Marta, Deán Téllez estaba en Londres con su amante, y que ella también murió esa misma noche, atropellada por un taxi negro después de escapar del intento de estrangularla de Deán en un autobús de dos pisos.
Sobre todo, las novelas de Marías se ocupan de los procesos de narrar, de lo que significa contar y no contar, de los lazos que establecemos o disolvemos al contar, de las formas en que contar puede liberarnos del pasado o enclaustrarnos en él. “No debería uno contar nunca nada”, declara Deza en la frase inicial de Tu rostro mañana, pero luego procede a contarnos todo lo que hace y piensa, y hace de ese relato una actuación compulsiva y apasionante; porque él es una de esas personas en las que nada se pierde.
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Artículo aparecido en The New York Review of Books, en enero de 2008. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.