Curzio Malaparte, maestro de la crueldad

Kaputt es uno de los libros más brutales con los que se pueda enfrentar un lector. Incluso hoy, a 80 años de su primera edición, el recorrido que el autor italiano hace por la Europa ocupada por los nazis resulta estremecedor. Lo mismo puede decirse de su secuela: La piel. En ambas novelas vemos un continente sacrificado, “un montón de chatarra”, diría el propio Malaparte, como los blindados destruidos que se oxidan por cientos en el frente oriental, donde las tropas del Tercer Reich ríen, comen y duermen a la sombra de los cadáveres colgados de los árboles.

por Pedro Pablo Guerrero I 4 Febrero 2025

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Antes que Vida y destino (1980), de Vasili Grossman, antes que Europa Central (2005), de William T. Vollmann, y antes que Las benévolas (2006), de Jonathan Littell, las dos novelas monumentales de Curzio Malaparte fueron, durante décadas, los testimonios más ambiciosos y estremecedores de la Segunda Guerra Mundial. Convertidas en best sellers por la generación contemporánea del conflicto bélico, Kaputt (1944) y La piel (1949) eran títulos infaltables en las bibliotecas de nuestros padres y abuelos. Libros que se publicaban una y otra vez, corregidos por el autor y sus editores póstumos, una vez superadas las difíciles condiciones de producción de las primeras ediciones: ciudades bombardeadas, carestía de papel y aplicación de la censura.

En España, producto del franquismo, hubo que esperar aún más tiempo. Hoy se consideran definitivas las traducciones que hizo David Paradela López para Galaxia Gutenberg, en 2009; tarea nada de fácil, teniendo en cuenta que sobre el idioma base, el italiano, el autor injerta muchísimas frases en otras lenguas europeas, sobre todo la francesa, que funciona como la lengua franca del narrador-protagonista, especialmente en sus diálogos con diplomáticos, personajes de la nobleza y altos mandos del Ejército a los que visita en su calidad de corresponsal de guerra y militar italiano. Un recurso lingüístico que ya había usado León Tolstói en Guerra y paz, la mayor novela bélica del siglo XIX.

El cosmopolitismo le viene al escritor de familia. Curzio Malaparte es el seudónimo de Kurt Erich Suckert (1898-1957), nacido en Prato, Toscana, hijo de padre alemán y madre lombarda. Hombre de acción, díscolo, controvertido, sin pelos en la lengua, luchó como voluntario en la Primera Guerra y estuvo entre los ideólogos del movimiento fascista, al que ingresó en 1920, aunque sus críticas a Mussolini y su oposición a la entrada de Italia en la Segunda Guerra le costaron varias temporadas en la cárcel. En cierta forma, Kaputt y La piel son la crónica de su disidencia. Comienza a escribir la primera en el verano de 1941, en una aldea de Ucrania, al inicio de la campaña de Alemania contra la Unión Soviética.

El título elegido para el libro es una palabra alemana que significa roto, estropeado, hecho añicos. Su origen más aceptado es un préstamo del francés: la expresión être capot (“ser sombrero” o “ser vencido”), pero Malaparte opta por remontar su etimología hasta la palabra hebrea koppâroth, que significa “víctima”. No son acepciones excluyentes. Así ve Malaparte a la Europa de su tiempo: como un continente sacrificado y “un montón de chatarra”, a la vez. Como los blindados destruidos que se oxidan por cientos en el frente oriental, donde las tropas del Tercer Reich ríen, comen y duermen a la sombra de los cadáveres colgados de los árboles. Cuando no están luchando contra los rusos, los soldados salen a cazar a las jóvenes judías que se esconden en los trigales o a los “perros rojos” anticarro, que los rusos adiestran para buscar la comida debajo de los Panzer y hacerlos estallar con una carga de explosivos y una antena de contacto atadas a sus lomos.

La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados ‘ratones’. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

Malaparte construye su estilo a partir de imágenes expresionistas, largos raccontos, sofisticadas referencias artísticas y un manejo de la intriga soberbio. A pesar de todas las novelas y películas a las que ha dado origen, el gueto de Varsovia, tal como lo pinta Malaparte, todavía es capaz de conmover. La minuciosidad con la que describe el aspecto de sus famélicos habitantes, el hacinamiento en el que viven y las basuras acumuladas junto a los cadáveres son, para las fuerzas de ocupación alemanas, detalles pintorescos dignos de excursiones de las autoridades junto a sus esposas. La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados “ratones”. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

Steven Spielberg no inventó nada. La literatura lo hizo antes y Malaparte fue uno de los primeros en llegar. Hasta intentó dar una explicación a esta violencia sin límites: “Su crueldad está hecha de miedo, están enfermos de miedo. Son un pueblo enfermo”, le cuenta el escritor italiano al príncipe Eugenio de Suecia en su palacio de Estocolmo. Malaparte llega a esta convicción en Polonia: “En el transcurso de mi larga experiencia bélica, me había ido persuadiendo de que los alemanes no les tienen ningún miedo a los hombres fuertes, a los hombres armados que se les enfrentan con valor y les plantan cara. Los alemanes tienen miedo de los indefensos, de los débiles, de los enfermos”. Advierte en los nazis, en su arrogancia y brutalidad, un elemento morboso, “una honda necesidad de autodenigración”.

Un tono mórbido, en consecuencia, atraviesa la novela. No es solo la enfermedad, sino también lo malsano en un sentido amplio y perturbador. Motivos como el recuerdo imborrable de un caballo muerto cuyo olor a carroña no deja dormir al protagonista en una casa abandonada, o la terrible impresión que le producen los soldados bávaros y tiroleses llevados a la campaña de Finlandia: jóvenes que, a los veintipocos años, ya han perdido el pelo, los dientes y las ganas de vivir, estragados por el frío y la falta de sueño en los días sin noche del Ártico.

Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia. Cada capítulo, prácticamente, constituye un relato enmarcado, como sucede en el Decamerón, de Boccaccio: la peste llega a Florencia en 1348 y obliga a un grupo de amigos a encerrarse en una villa y pasar el tiempo contándose historias. Pero lejos de aquellos personajes del siglo XIV, que buscan olvidar el horror que los rodea, el narrador de Kaputt va contando a sus contertulios historias truculentas, con una delectación que raya en el sadismo. A diferencia de la novela El corazón de las tinieblas, que también se estructura como una narración enmarcada, Malaparte quiere decirlo todo, y si es necesario repetirlo, hasta provocar un shock en su interlocutor. Conrad, en cambio, deja espacio a lo inefable. Ambos intentan llegar, por caminos distintos, a entender la crueldad, la violencia, el mal.

Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia.

Cuando, en julio de 1943, el escritor recibe en Finlandia la noticia de la caída de Mussolini, regresa en avión a su país, después de cuatro años viajando a través de Europa. En Italia, sin embargo, lo espera nuevamente una temporada en la prisión romana de Regina Coeli. Liberado el 7 de agosto de ese año, toma un tren a Nápoles para volver a su casa de Capri. En la ciudad, reducida a escombros, lo sorprende un bombardeo aliado de tintes apocalípticos, tan feroz que hace salir de los miserables callejones en los que viven a todos los “monstruos” de la ciudad: una turba andrajosa de tullidos y deformes inimaginables. Entre todos ellos, sostenido por enanos de aspecto feroz, distingue al rey de aquella corte de los milagros: “Ignoro si la criatura era de naturaleza humana o animal, pero por lo que pude ver, pues iba oculta bajo un gran manto que la cubría hasta los pies, parecía delgada y de poca estatura”.

Ubicado casi al final de la novela, este episodio es, literalmente, el clímax de lo grotesco. El narrador entra empujado por la horda de fenómenos a una enorme gruta excavada en la roca, que sirve de refugio para las bombas. Adentro, una multitud hormiguea sin pausa ocupada en las más diversas actividades: come, discute, reza, vende mercaderías e incluso una mujer da a luz atendida por comadronas.

En la novela siguiente, La piel, hay un parto aún más esperpéntico, vinculado a un rito precristiano, además de escenas sexuales que Malaparte aborda con una desinhibición sorprendente para su época. Nápoles es una ciudad exhausta, sucia, miserable, de gente dispuesta a todo para comer. En una nueva referencia al Decamerón, se viven los días de la “peste”, como el narrador llama a la epidemia que se extiende a partir de la llegada de los ejércitos aliados, el 1 de octubre de 1943. Un mal que, a diferencia de las pandemias medievales, “no corrompía el cuerpo, sino el alma”. Se trata, por supuesto, de una enfermedad figurada: la prostitución. De hecho, Malaparte, en 1946, pensaba titular su novela “La peste”, pero debió cambiar de idea cuando, al año siguiente, Albert Camus publicó la novela homónima.

Las primeras en contagiarse de esta “especie de peste moral” son las mujeres de Nápoles. Hay calles y escaleras llenas de prostitutas que se ofrecen al grito de “Five dollars! Five dollars!”. Pronto, sin embargo, la epidemia alcanza extremos nunca vistos, con la venta de niños a manos de sus propias madres. La narración de Curzio Malaparte se interna por un camino escabroso, que relaciona conspirativamente la pederastia con la homosexualidad, el marxismo y la “corrupción de las costumbres de la juventud europea”. Enrolado en el Cuerpo Italiano de Liberación, a las órdenes de los aliados con los que avanza hacia el norte, para ocupar Roma y Milán, el narrador es testigo de fechorías, atrocidades y depravaciones insólitas. “La libertad se paga cara. Mucho más cara que la esclavitud”, reflexiona Curzio Malaparte.

 


Kaputt, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 544 páginas, $30.000.


La piel, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 400 páginas, $30.000.

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