Josefina Licitra: cronista de silencios

Una historia protagonizada por un grupo de mujeres del movimiento revolucionario Túpac Amaru, silenciada por sus propios compañeros hombres a la hora de reivindicar las gestas, es el eje del último libro de esta escritora argentina que vuelve, con la fuerza y la sutileza que la distinguen, a preguntarse cómo se construye la memoria, qué significa la dignidad y la libertad para los ignorados y los desplazados.

por Marcela Aguilar I 19 Marzo 2020

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Entre todas las voces de la crónica latinoamericana, la de Josefina Licitra resuena quedamente y, sin embargo, su sonido perdura por largo tiempo. Cuando tenía 28 años ganó el primer premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) por “Pollita en fuga”, un perfil publicado en Rolling Stone de Argentina, sobre una adolescente que lideraba una banda criminal en el conurbano de Buenos Aires. Un texto duro, filoso, que comienza así: “No se le notaba. La última vez que Silvina cayó presa –el 5 de mayo pasado– estaba en la cama con su novio, embarazada y desnuda, pero no se le notaba. La brigada bonaerense la encontró a 15 cuadras de la Villa Hidalgo, en el partido de San Martín, en una casa chica de cemento blanqueado, jardín reseco en la entrada y una segunda construcción al fondo. Silvina estaba encerrada en un cuarto con Jorge, uno de sus novios, cogiendo bajo el aire de un ventilador de techo. La brigada entró en el cuarto con modales bonaerenses y la sacó a patadas.

–Rati puto –saludó Silvina. Le pegaban más fuerte y no la dejaban vestirse.

–Rati la conchadetumadre dame la ropa.

La brigada le pateó los riñones, el estómago, las piernas y el culo. Silvina gritó:

–En la panza no. Quiero a mi abogado.

Pocos días más tarde, Clarín publicó una nota que decía: ‘Estaba embarazada de dos meses’. Pero a esta altura –60 días después, cuando nos encontramos en algún lugar de la provincia de Buenos Aires– sé que lo perdió. Porque Silvina, ya van a ver, es uno de esos casos en los que se pierde todo”.

Licitra se lo escribió todo en esos primeros años de colaboraciones en revistas y periódicos del continente, cuando la crónica estaba de moda y todos los meses aparecían nuevos medios impresos con ganas de publicar historias. Más obrera que artista, se hizo el tiempo para trabajar en su primer libro, Los imprudentes, un relato sobre adolescentes homosexuales en Buenos Aires a comienzos de este siglo. Uno de ellos es Santos, un chico de familia millonaria que un día cualquiera le revela a su madre que es gay.

“En realidad la cuestión gay –escribe Licitra–, en líneas generales, había sido barrida del hogar. Para Santos, ese silencio era una buena señal: no lo iban a echar, y el clima familiar incluso era tolerable. La vida transcurría como si tal cosa –cuatro hermanos, una mucama, un apellido patricio– hasta que dos días más tarde su madre se acercó a Santos con una mueca vaporosa, un gesto casi virginal.

–Santitos, quería decirte que nosotros te vamos a acompañar –lo acarició con la mirada–. Acá estamos: somos tu familia. Incondicionales. Tenés que relajarte, tenés que dejarte contener, nosotros solo te pedimos que esto quede en la familia –sonrió–. Solo te pedimos prudencia. Esto es algo muy personal, muy tuyo. Te ruego que no lo hables con nadie, ni con tus amigos, ni con los primos, ni con los tíos, ni con la gente que te conozca. Es cuestión de tiempo. Vos vas a estar bien, Santitos, esta es una carga que no dura para siempre. Yo conozco un psiquiatra. Con mucho esfuerzo vas a poder curarte.

Me asombró conocer sus historias, mujeres que a los 25 años se fueron presas y que ya tenían un pasado político, experiencia con armas. Es un grupo que, al entregar el cuerpo al movimiento tupamaro, entrega también su posibilidad de maternidad, de futuro. No digo que toda mujer deba ser madre, pero en estos casos no hubo opción.

Ese libro tiene 12 años, muchas costumbres han cambiado en Argentina desde entonces, pero Josefina dice que aún le escribe gente para contarle que Los imprudentes le ayudó a salir del clóset, la acompañó en el proceso.

–Me parece genial que esas historias todavía tengan sentido para lectores jóvenes –dice al teléfono desde Buenos Aires–, pero no tengo la expectativa de que mis libros perduren en el tiempo. Sé que son material periodístico, son un registro de un momento, no pienso demasiado en qué pasará con ellos en el futuro.

Después de Los imprudentes vinieron Los otros. Una historia del conurbano bonaerense y El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas. Son libros sobre gente que habita en los márgenes –sociales, geográficos, a ratos morales–, gente que gasta la vida en defender lo poco que tiene. Gente triste.

Su último libro, 38 estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia, tiene una portada festiva, triunfal: unas mujeres se asoman por la ventanilla de un auto, sonríen y levantan los puños en un gesto de celebración. Son las tupamaros que escaparon de la cárcel en Montevideo en 1971, por un túnel que hicieron ellas mismas con sus materiales de costura (tijeras, palillos, reglas) y que conectaba con el alcantarillado de Montevideo.

–Me interesé por esa historia, al comienzo, por una razón, muy simple: nadie la había contado como yo me imaginé que podría contarla.

En realidad, la fuga no duró más de media hora. Ese relato, en clave de suspenso, es la excusa de Licitra para indagar en otros temas que son los de siempre, los que le interesan: cómo se construye la memoria, qué significa la dignidad y la libertad para los ignorados y los desplazados.

“No es un libro feminista –dice–. No tiene perspectiva de género, no sé reconocerme desde una perspectiva feminista. Pero pasó que con los años el libro empezó a cargarse de sentido, empezó a crecer en términos de voz, a adquirir una perspectiva universal”.

El libro se trata, entre otras cosas, de cómo un grupo de jóvenes –muy jóvenes, algunas de 16, 17 años– mujeres uruguayas se unieron al movimiento tupamaro en una época en que reverdecían los grupos revolucionarios latinoamericanos. De cómo terminaron en la cárcel y de cómo miran hoy a esas adolescentes que fueron.

Las actas tupamaros, que registran lo que uno llamaría los ‘usos y costumbres’ del movimiento, incluyen protocolos con ejemplos insólitos sobre la función de la mujer. Una buena militante, dice uno, recibe a su compañero con un plato de comida al final de un día de revolución. O explican las ventajas de que una mujer transporte armas o explosivos porque no hay nada más inofensivo que una mujer con su bolso paseando sus perros.

–Me asombró conocer sus historias, mujeres que a los 25 años se fueron presas y que ya tenían un pasado político, experiencia con armas. Es un grupo que, al entregar el cuerpo al movimiento tupamaro, entrega también su posibilidad de maternidad, de futuro. No digo que toda mujer deba ser madre, pero en estos casos no hubo opción, la maternidad es una posibilidad que les fue negada y ellas no lo vieron en el momento en que entraron a la cárcel.

Y esas mujeres son, en los años 60, 70, incluso para la revolución, personajes secundarios.

–Las actas tupamaros, que registran lo que uno llamaría los “usos y costumbres” del movimiento, incluyen protocolos con ejemplos insólitos sobre la función de la mujer. Una buena militante, dice uno, recibe a su compañero con un plato de comida al final de un día de revolución. O explican las ventajas de que una mujer transporte armas o explosivos porque no hay nada más inofensivo que una mujer con su bolso paseando sus perros. Es probable que esos textos los haya escrito Eleuterio Fernández Huidobro, quien fue ideólogo del movimiento y más tarde se convertiría en ministro de defensa de José Mujica. Era y es un gran escritor, una mente avanzada y sofisticada que, sin embargo, a la hora de pensar en la mujer le asignaba un papel muy menor.

La propia fuga que narra el libro no formaba parte de las efemérides de los tupamaros. La historia oficial del movimiento era una épica masculina. La propia Josefina Licitra dudó en algún momento de su lectura, porque ninguna de las fugadas parecía resentir este olvido. Sin embargo –y esto lo cuenta en el libro–, en una conmemoración a la que asistió ya cuando había terminado su investigación, vio cómo algunas mujeres pidieron la palabra para criticar, tímidamente, que las hubiesen dejado de lado. En la mesa de los oradores solo había hombres.

–Es difícil cuestionar, desde dentro del grupo se interpretan las críticas como una deslealtad. Hace poco leí una investigación sobre lo difícil que es ser feminista en Cuba, donde por décadas se ha considerado al feminismo como un movimiento pequeñoburgués.

Sobreviviente del boom

Ganar el premio de crónica de la Fundación Nuevo Periodismo Internacional, creada por Gabriel García Márquez en 1994, le significó a Josefina Licitra entrar en una red de creciente prestigio en los años 90: la de los Nuevos Cronistas de Indias, un grupo impulsado por la FNPI que incluía a consagrados de la narrativa de no ficción, como Tomás Eloy Martínez, Alma Guillermo Prieto, Elena Poniatowska y al propio García Márquez, quien dictó talleres para jóvenes talentos durante los primeros años de la organización. De esos talleres, y de los premios anuales, surgieron nombres y proyectos que renovaron el mapa de la cultura impresa latinoamericana: revistas como Etiqueta Negra, Gatopardo, Letras libres o Anfibia fueron la plataforma que hizo visibles estas nuevas escrituras; editores como Julio Villanueva Chang o Cristian Alarcón formaron equipos de cronistas que expandieron los alcances de este movimiento por toda Latinoamérica. En 2012, dos antologías de crónica publicadas en España –una en Alfaguara y la otra en Anagrama– bendijeron al género como la respuesta latinoamericana a la crisis mundial del periodismo impreso. En Latinoamérica, anunciaban los prólogos de esas compilaciones, todavía era posible contar historias como se debe: profundas, complejas, con matices.

Más que una constatación, era un deseo. El periodismo de las buenas historias nunca se masificó como Tomás Eloy Martínez anunció que ocurriría, en ese ya clásico discurso sobre los desafíos de la profesión para el siglo XXI. La mayor parte de las revistas dedicadas a la crónica han cerrado, al igual que muchas de las colecciones de crónica lanzadas por editoriales en Iberoamérica. El auge duró 20 años, cuando mucho.

No tocaría los libros que ya publiqué para corregirlos ni actualizarlos. Me parece que son registros de una época y está bien que lo sean, si finalmente se trata de periodismo.

Josefina Licitra nunca se creyó lo del boom. Mientras contemporáneos suyos daban entrevistas en que se subían entusiastas a la ola de los nuevos cronistas, ella mantuvo la calma. Por eso ahora se le cree cuando observa la resaca:

–Me parece que, como todo lo que fue canonizado por un tiempo, esa canonización establece un formato que le quita al texto la posibilidad de la sorpresa. Me pasó como jurado en concursos y también como editora de revistas: vi mil descripciones de ambientes parecidas, textos que se agotaban en la descripción, en las imágenes. Mucha imitación del estilo de grandes escritores. Por ejemplo, Leila Guerriero tiene marcas personales como esos asteriscos con que separa los momentos en sus textos. Eso tiene un sentido literario, como ocurre también con sus párrafos breves, de una línea a veces, que están allí para mostrarte algo, un detalle que no debes pasar por alto. Hay algo poético en esos espacios, son también puntos de respiración. Bueno, he visto textos escritos por otra gente, con muy pocos recursos, plagados de asteriscos. Lo que quiero decir es que en estos años he visto muchos textos que eran cáscaras de crónicas, pura forma. Porque no es tan fácil encontrar una historia para contar.

Hubo también, dice, una presión de las editoriales por publicar no ficción.

–Como toda máquina, presiona por que lleguen más productos. Y nadie escribe bien un libro de no ficción por año. Los cronistas terminaron agotándose un poco.

La crónica requiere tiempo. No solo para salir a la calle y estar atento a la época en que uno vive, sino por sobre todo para hacer silencio, sin tener la obligación de publicar:

–Cuando veo textos fallidos pienso que ahí no hubo en algún momento silencio, silencio para pensar qué quieres contar. Cuando no hay una respuesta genuina a una curiosidad propia, lo que resulta es un devaneo estético, un texto que pretende hablar de algo que ocurre en el mundo real, pero que no responde ni a tu curiosidad ni a la de nadie.

En el periodismo hay una desconfianza enorme sobre la posibilidad del silencio. En el periodismo se privilegia la rapidez, pero en este tipo de trabajo, que tiene una dimensión de creación artística o al menos proto artística, es necesario parar, pensar. Sé que parece un lujo, pero hay que encontrar la manera. Yo los libros los trabajo lentamente, mientras produzco otras cosas que necesito para vivir. Por eso no quiero sonar como si renegara del mercado, es más, me abrazo al mercado, pero uno debe tener la astucia para construir su espacio.

Hoy Josefina Licitra es editora de la revista argentina Orsai, donde dice que buscan textos que “nos provoquen cosas, nos diviertan, nos hagan morir de risa o de pena o de rabia”. Son crónicas que no se marean con la búsqueda de nuevas estructuras formales ni textos que parecen escritos, básicamente, para iluminar el “yo” del narrador. La crónica, a fin de cuentas, se adscribe al periodismo. Por eso mismo ella no relee sus libros, ni tampoco se complica pensando en que pueden volverse obsoletos.

–No tocaría los libros que ya publiqué para corregirlos ni actualizarlos. Me parece que son registros de una época y está bien que lo sean, si finalmente se trata de periodismo. Pero como te decía, con Los Imprudentes, hay gente que todavía me cuenta que le ha servido en su proceso de asumir su orientación sexual, que ha sido una compañía. Ahí te das cuenta de que si hay un nuevo lector, el libro revive. Con Agua mala me llegaron casos de otros pueblos, hasta de España me escribieron para contarme. Quizás lo que envejece es la anécdota, porque el andamiaje sigue presente: la desidia del Estado en este caso; en Los otros es la fractura social, los pobres que ven la posibilidad aterradora de terminar como indigentes. Eso sigue existiendo, esa clase media siempre al borde de desplomarse. Los libros tienen capas de sentido y mientras algunas pasan, otras permanecen. Cómo sobrevivirán mis libros en el tiempo… No es algo que me importe demasiado. Finalmente, no estaré aquí para saberlo.

 

38 estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia, Josefina Licitra, Planeta, 2019, 208 páginas, $9.000.

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