Tres hebras de los diarios de Cecilia Vicuña

Este martes se presentó el último libro de la más reciente ganadora del Premio Nacional de Artes Plásticas, la poeta, activista y artista visual Cecilia Vicuña, llamado Diario estúpido. Aquí reproducimos el texto de la presentación, en que el escritor y académico de la UDP explicó el título de la siguiente manera: “Este diario es un diario estúpido solo porque la autora decide construirlo a partir de un ejercicio que no debe tener una idea preconcebida. Un ejercicio estúpido porque no tiene un fin racional más que el ensayo físico de la escritura. (…) Es estúpido porque la decisión artística es no controlar, es privilegiar el flujo caótico, torrencial y pleno”.

por Rodrigo Rojas I 24 Noviembre 2023

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Los diarios de vida, diarios de creación en este caso, nos ofrecen la ilusión de que es posible de ordenar el tiempo en una línea. Están los pensamientos divergentes, los acontecimientos que irrumpen con su propio caos o capricho, el mundo de la imaginación que convive con el de los hechos, pero aun así, al presentar una publicación con fechas y su orden cronológico, nos quedamos con la impresión de que el tiempo es así, una línea, un solo trazo que avanza o retrocede. En el caso de Diario estúpido de Cecilia Vicuña, que acaba de publicar Ediciones UDP, se trata de una compilación de entradas entre los años 1966 y 1971. En este libro se propone una conversación sobre el momento anterior, antes de que la autora iniciara sus viajes definitivos como el paso por Londres, su viaje a Bogotá y luego su asentamiento en Nueva York. Es un diario antes de los libros que publicaría, antes de las exposiciones o en el momento en que estas estaban cuajando. No es que no haya producción artística, no. Este diario es un retrato de la joven artista en plena eclosión, es más, este diario es la eclosión, pero el valor de ellos en el análisis crítico de Cecilia Vicuña como artista visual, autora, como activista y performer; es ofrecer una ventana al momento inicial, a la historia previa. Proponen muchas conversaciones, pero su premisa inmediata es un racconto, una visita al primer gesto, al inicio de una vida creativa, una ventana que retrata a la artista en ciernes. Estos diarios, los fragmentos de una escritura testimonial, y como veremos, desbocada a veces, es un testimonio, el registro de cotidianeidad y de poesía que antecede a todo.

Este diario está fechado, comienza un día domingo 4 de diciembre de 1966, está oscuro, faltaba entonces una sola noche para la luna nueva, ocho meses para que estudiantes colgaran el lienzo con la leyenda “Chilenos: el Mercurio miente” sobre el frontis de la Universidad Católica, faltan tan solo sesenta días para que Violeta Parra se quite la vida. Entonces Violeta había terminado de grabar su último disco con canciones como “Maldigo al alto cielo” donde dice: “Maldigo lo perfumoso / Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Pronto necesitaré retornar brevemente a la palabra “anhelo” cuando explique que este libro comienza con tres hebras: una de ellas estará vinculada a ese anhelo.

El texto que abre este diario comienza en Bagdad. Digo que comienza porque se sitúa en un lugar que se llama así. Lleva por título la fecha, 4 de diciembre del año 66, y al iniciar con Bagdad por unos minutos imaginamos a la autora en Iraq, pero pronto queda claro que esa Bagdad está en otra parte, en una Persia de la mente, no en la ribera del río Tigris, sino que asediada por helicópteros, perfumada por limones, coloreada por ciruelos que se transformarán en frutillas, habitada por personas que cantan, luego esa Bagdad cede su espacio a Siracusa y a Tánger, el Tánger de almendras y beatniks, una precipitación de cartas del norte y ríos selváticos que permiten el amor subacuático y transformarse en sirena. Este vertiginoso paseo, este mapa que tiene la miel del manicomio, lo dibuja la autora del diario en solo veinte versos. Podría decir veinte líneas, pero la intención poética es tan turgente que es más sincero llamarlos versos. A medida que traza ese mapa, un mapa que no es de la razón, sino uno de la experiencia y del trance, hay un pequeño comentario que da cuenta de desde dónde está hablando ese 4 de diciembre de 1966. Dice así: “En mis sueños soy libre, no necesito caer a tierra”. Pero claro, estos no son sueños de una persona dormida, no es el recuento de las imágenes de la noche previa. Estos son sueños de un despertar.

Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo.

Ya anuncié que este libro comienza con tres hebras, esta es la primera hebra, el trance, las visiones. Ella despierta y se sienta al borde de la cama a recibir algo, uno de esos algos que vienen en palabras e imágenes, de esos algos con suficiente trueno que terminan por apoderarse del cuerpo. Cecilia Vicuña lo describe en su prefacio al libro como “una fuerza invisible, como un aire caliente me despertó, agarrándome de la nuca, como las leonas agarran a sus cachorros. Me puso al borde de la cama y empezó a dictar. Había una Underwood al lado mío, y empecé a tipear: Bagdad y los helicópteros, Bagdad y las personas que cantan”.

Entonces esa es la primera hebra de este libro: el trance, la fuerza invisible, que trae palabras tronantes y que termina por transformar a quien decide prestar el cuerpo para que esa fuerza llamada poema, llamada diario, llegue a la página. Se manifiesta como un rapto, algo que la habita en veinte líneas y nos lleva desde Bagdad a Juan Fernández, desde la lengua árabe que antecede al Mío Cid Campeador, hasta el Incahuasi desplazado a la Isla de Más Adentro.

La segunda hebra de este diario es un texto que se reproduce en el libro de manera facsimilar. En la página 20 vemos una imagen de una hoja mecanografiada y fechada el 22 de septiembre de 1967. Este es un aporte documental dentro de un libro que juega entre su propia fiebre de archivo y su delirio poético. La autora tiene 19 años y expresa cierta inquietud sobre el lugar de la creación artística en su vida y la forma en que desea que esta se despliegue. Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo. Ahora, como es una imagen facsimilar, es decir una imagen detallada del documento, donde se aprecian una serie de detalles físicos del papel, es posible sentir también la presencia del cuerpo de la autora. Si fuéramos arqueólogos este sería el huaco del poema. Aquí están las letras impresas por la fuerza que cada dedo imprimió sobre las teclas de la máquina Remington, están los ojos que repasan las líneas que se van completando a medida que el carril corre hacia la izquierda, están incluso las manos que sostienen el papel, que luego incluso tirarán la hoja del rodillo, están las campanillas que anuncian la llegada al margen derecho y, por supuesto, el repiqueteo constante y rápido del lenguaje, esa fuerza invisible, que desciende desde quizás dónde hasta las manos de la autora. Aquí esa Cecilia Vicuña de diecinueve años, que escribe esto un mes después de la muerte de Violeta Parra, se observa a si misma y anota: “Mi afán creador va más allá de lo que es natural”. Lo primero que uno puede pensar al leer esa línea es que eso de un afán creador que supera el límite de la naturaleza puede ser algo que dialoga con el creacionismo de Huidobro. El movimiento creacionista quiere situarse más allá de la imitación de la naturaleza, esa viejita que ya no da más frutos si el poeta solo se limita a imitarla. Pero eso sería un error, porque Cecilia Vicuña ya lo dijo claro, está raptada por el trueno, hay una fuerza invisible que le llegó y la tiene al borde de la cama repiqueteando las teclas de la Remington. Ahora es cuando quiero recordar la canción de Violeta Parra. Para la fecha de este documento ella ha muerto hace un mes y el ímpetu destructor de su canción “Maldigo…” aún resuena; recordemos que ella maldice lo perfumoso: “Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural. Así como Chuquicamata y el Guggenheim son el anverso del otro, aquí el espacio negativo del anhelo de Parra es el afán positivo de Vicuña, es la fuerza invisible que de una se transmuta a la otra.

Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural.

Esto me lleva a la tercera hebra con la que comienza el diario. Es una imagen en la página 8, una fotografía de Claudio Bertoni titulada Gillete Budha. En esta se ven unas manos en posición de meditación apoyadas sobre unos muslos y entre estos una hoja de afeitar. El filo está en la antesala del sexo, con su promesa del doble filo de la sangre, la herida y la vida, como la semilla que se abre paso rajando la vaina que la contiene. Aquí no hay sangre, solo una promesa. Esa sangre ya vendrá a raudales de lana, en hebras gruesas de un quipu que solo podrían colgar de caderas portentosas. Pero si bien en esta hebra de entrada al diario no hay sangre, lo que sí hay es algo táctil. Lo táctil del texto textura, pero lo táctil también de la forma que tiene la autora de interactuar con el espacio. Este diario es un diario estúpido solo porque la autora decide construirlo a partir de un ejercicio que no debe tener una idea preconcebida. Un ejercicio estúpido porque no tiene un fin racional más que el ensayo físico de la escritura. Pero ya sabemos, al menos eso es mi propuesta, que esa falta de propósito racional es necesario para dejarse habitar, para permitir que una fuerza invisible la rapte, para dar espacio a que su afán supere los límites de lo natural, entre otros límites el de la razón natural y, por último, para permitir esa doble promesa de la sangre, la de la herida y la de la vida. Es un diario que se deja habitar por voces. Es estúpido porque la autora no es responsable del mapa de la imaginación que se construye o de cómo se inicia y cuándo se termina este rapto al que se somete. Es estúpido porque la decisión artística es no controlar, es privilegiar el flujo caótico, torrencial y pleno.

Recuerdo que no hace mucho, en Santiago, en el mismo salón en que se presenta este Diario estúpido, fruto de un ejercicio estúpido como lo explica Vicuña, escuchamos a la poeta Anne Carson leer fragmentos de su libro The Albertine Workout, que es una rutina de ejercicios de Albertine, el personaje de Proust. Sucede que Cecilia Vicuña propone con su diario un ejercicio inverso, sin rutina, que consiste en dejarse habitar, entregarse a la fuerza invisible. Ya vendrán otros proyectos. Ya vendrá la Cordillera como sistema nervioso central de América, ya vendrán esas basuritas luminosas que conoceremos como precario. Pero todo eso se sitúa más adelante en la línea del tiempo. En el diario es el peso del ahora y nada más que el ahora es lo que importa, como la entrada del 24 de enero de 1968: “De inmediato podríamos hacernos unos cigarros mientras espero / la visita del demonio o de algún santo más peregrino”.

 

Fotografía: Cecilia Vicuña durante la presentación del libro, en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP, el 21 de noviembre de 2023.

 


Diario estúpido, Cecilia Vicuña, Ediciones UDP, 2023, 268 páginas.

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