La memoria desnuda de Tove Ditlevsen

La obra de la narradora danesa permite acercarse no solo a la vida ajetreada de una mujer que fue madre muy joven, se casó cuatro veces y escribió con singular libertad acerca de la infidelidad, la autodestrucción y la voluntad de convertirse en escritora contra viento y marea, sino que muestra como pocas veces las posibilidades expresivas de las llamadas escrituras del yo. Aunque recién nos enteremos, Ditlevsen venía recorriendo los mismos vecindarios por los que hoy caminan autores muy celebrados, como Rachel Cusk o Karl Ove Knausgård, pero lo venía haciendo desde mediados del siglo anterior.

por Rodrigo Hasbún I 26 Agosto 2025

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A Tove Ditlevsen le gustaba diseccionar abiertamente sus múltiples adicciones y sus relaciones fallidas, sus coqueteos con la muerte y sus problemas con la felicidad. Las apariencias no eran lo suyo, ni en la escritura ni fuera de ella. Desde que empezó a publicar a los 22 años, esa franqueza sin fisuras la volvió una suerte de celebridad trágica, además de una autora muy leída en su Dinamarca natal.

Con varias décadas de retraso, seis de sus 29 libros han sido traducidos al español estos últimos años por la editorial Seix Barral. Entre ellos merece especial atención su dolorosamente memorable Trilogía de Copenhague, compuesta por Infancia, Juventud y Dependencia. En esos tres libros brilla con una luz potentísima esa mujer llamada Tove, que desde su rincón del mundo padeció algunos de los rigores del siglo XX.

Su autorretrato en movimiento resquebraja cualquier ilusión que tengamos sobre los dilemas de una muchachita de los años 30 y 40. Pienso en su vocación literaria irrenunciable, a la que está dispuesta a subordinar todo lo demás, pero también en lo que sucede a su alrededor: los estragos de la clase trabajadora durante su infancia deslumbrada y melancólica, las infidelidades y los desmoronamientos, y la complicada experiencia de la maternidad en su primera juventud; el descenso al infierno de los opiáceos más adelante, todo eso con el ruido de fondo de una generación ambivalente (tan desencantada como distraída y libre) que se forjó a la sombra de Hitler y la amenaza de la destrucción de un continente.

Pero no es solo la vida ajetreada de Tove la que vuelve su trilogía una experiencia excepcional. La escritura misma, su velocidad y su despojo refuerzan la sensación de urgencia y convicción, y evidencian tempranamente las posibilidades expresivas de las llamadas escrituras del yo, tan transitadas estas primeras décadas del siglo XXI. El volumen antecede y anticipa otras trilogías autobiográficas importantes (digamos las de J. M. Coetzee y Deborah Levy), así como el minucioso intimismo impúdico de autores muy celebrados hoy en día, como Rachel Cusk o Karl Ove Knausgård. Aunque recién nos enteremos, Ditlevsen venía recorriendo esos mismos vecindarios desde mediados del siglo anterior. En retrospectiva, es fácil pensarla como una de las grandes precursoras invisibles de esas obras ancladas en la experiencia inmediata, en los torbellinos demenciales de lo íntimo y lo doméstico, en la práctica a menudo inquietante de alguien que se observa a sí misma sin pestañear.

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¿Puede una vida fascinante ser narrada de manera tan pobre que termine careciendo de interés? En la dirección contraria, ¿puede una vida cualquiera volverse resonante por medio de una escritura que sepa hacerla brillar? ¿Sucede lo mismo con el escrutinio y la hondura de la mirada de quien examina aquello que le tocó en suerte? ¿La contundencia de esa mirada depende también de una escritura que sepa sustentarla? ¿En la escritura de la vida es, finalmente, la escritura lo que pesa más?

¿Puede una vida fascinante ser narrada de manera tan pobre que termine careciendo de interés? En la dirección contraria, ¿puede una vida cualquiera volverse resonante por medio de una escritura que sepa hacerla brillar? ¿Sucede lo mismo con el escrutinio y la hondura de la mirada de quien examina aquello que le tocó en suerte? ¿La contundencia de esa mirada depende también de una escritura que sepa sustentarla? ¿En la escritura de la vida es, finalmente, la escritura lo que pesa más?

Toda narración autobiográfica incita ese tipo de preguntas. Desde una lectura que privilegie lo literario por encima de lo histórico o lo testimonial, su valor dependería menos de la singularidad de la experiencia a la que recurre o de “la verdad” que da cuenta, y respondería más al sentido que propicia en el texto quien decidió usar los materiales maleables y un poco rotos de la memoria propia. En la escritura autobiográfica de Ditlevsen la intensidad atraviesa los tres niveles: el de los años que recoge, el de la mirada afilada con la que escarba en ellos y el de las palabras que usa para hacerlo, oscilando magistralmente entre la oscuridad y la luz. En sus manos no son propiedades antagónicas: los momentos más difíciles se iluminan con alguna ilusión, los más felices tienen sombras o matices. En los días de la ingenuidad, pero también en los de la dependencia más feroz, la única constante parece ser la escritura.

Al respecto, hay una movida que ayuda a que estas memorias se lean con la voracidad a la que invita la mejor ficción: de manera sutil, pero insistente, la autora dramatiza su propia vida, dándole un rol protagónico a su vocación literaria, a esa necesidad enorme que experimentó desde niña de volverse escritora. Estos libros realzan esa voluntad y, a partir de ella, narran la morosa trayectoria que la autora debió transitar a lo largo de los veintitantos años que abarca la trilogía.

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Tove es una niña llena de preguntas valientes. Está sola, pero su aprendizaje sentimental involucra a los vecinos de su calle proletaria, a su padre sin trabajo y su madre oscilante, a su abuelo ahorcado y su abuela moribunda, a la hermosa Ketty que se prostituye para sobrevivir. ‘La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda’, escribe la Ditlevsen adulta, que dedica a esa etapa algunos de los pasajes más duros y bellos del libro.

Tres años de bloqueo y depresión antecedieron la escritura de Infancia. A sus casi 50, Ditlevsen sufría creyendo que se le había olvidado cómo escribir cuando oyó las palabras iniciales en su cabeza. “Con la mañana, llegaba la esperanza”, escribió entonces, y fue como abrir las compuertas de una represa.

Los primeros en asomar son sus progenitores. Su padre es un fogonero, a menudo desempleado, que arrastra consigo el sueño frustrado de ser periodista. Su acercamiento a él es muy afectuoso: “Mi padre no me pegaba nunca. Al contrario, él era bueno conmigo. Suyos eran todos los libros de mi niñez, y por mi quinto cumpleaños me regaló una edición maravillosa de los cuentos de los hermanos Grimm sin la que mi infancia habría sido gris, triste y pobre”. Su madre, en cambio, es una desconocida cuyo afecto va y viene de manera caprichosa, una extraña a la que no sabe ganarse bien: “Mi relación con ella es estrecha, dolorosa y trémula, siempre debo andar buscando algún indicio de amor. Todo lo que hago lo hago para complacerla, para hacerle sonreír, para aplacar su furia. Es un trabajo agotador”. Ambas son figuras esenciales en el orden de la vida que la protagonista intenta capturar, en el doloroso aprendizaje de la resignación y el silencio que le corresponden como mujer de su época y que a ella no se le dan nada bien.

Tove es una niña llena de preguntas valientes. Está sola, pero su aprendizaje sentimental involucra a los vecinos de su calle proletaria, a su padre sin trabajo y su madre oscilante, a su abuelo ahorcado y su abuela moribunda, a la hermosa Ketty que se prostituye para sobrevivir. “La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda”, escribe la Ditlevsen adulta, que dedica a esa etapa algunos de los pasajes más duros y bellos del libro. Escribe: “Nadie escapa de la infancia, que se te adhiere como un olor. La notas en otros niños y cada una tiene su propio aroma. El tuyo no lo conoces y a veces temes que sea peor que el de los demás”. Escribe, intentando zafarse de esa infancia interminable: “Vayas donde vayas, acabas siempre dándote de bruces con tu infancia, y duele, porque es angulosa y dura, y no termina hasta haberte destrozado por completo”.

El antídoto provisional es la juventud, a la que ella se precipita con todas sus fuerzas. Al inicio de Juventud, Tove tiene 14 años, ha terminado la escuela y encuentra trabajo como empleada doméstica. Ahí lo hace todo mal: no sabe cómo se prepara un té, el barredor mecánico se le descompone y llena la sala de porquería que disimula bajo la alfombra, raya el piano al intentar limpiarlo con el cepillo indebido. Dura menos de un día en ese primer trabajo, al que le siguen varios más. Con el trasfondo de su peregrinaje laboral y del ascenso de los nazis en la vecina Alemania, empiezan a sucederse entonces muchas otras primeras veces: la que un hombre la toquetea (uno de sus jefes), la que va al cine (y se pone de pie para irse tras la tanda comercial, creyendo que la función ha concluido), la que al fin escribe un poema verdadero, la que lee a Baudelaire. También pierde la virginidad y se independiza, publica en una revista a sus apenas 18 y conoce al editor, un hombre varias décadas mayor con el que más tarde se casará.

El de la publicación es un momento milagroso para ella, un momento que sigue sucediendo en tiempo presente, como buena parte de la trilogía. Esa conjugación hace que todo sea más palpable. Tove se adentra en la adultez con un manuscrito de poemas bajo el brazo y con Inglaterra declarándole la guerra a Alemania. Así, lo más pequeño y lo más grande coinciden, aunque no se afecten entre sí, al menos de manera obvia. “Al día siguiente comprobamos que la vida continúa como si nada ocurriera”, escribe hacia el final del segundo libro. “En la oficina se amontonan los casos de divorcio, los pleitos de lindes y demás discordias violentas entre la gente. Nadie parece acordarse de que ayer estalló una Guerra Mundial”.

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Son muchas las secuencias impactantes. Lo notable en ellas es que todo aparece atado a todo lo demás. Un amorío de una noche desemboca en un embarazo no deseado que el propio amante, médico de profesión, interrumpe luego. Es él quien le inyecta petidina por primera vez, justamente durante el procedimiento del aborto, y que la vuelve adicta no solo a esa sustancia, sino también a la metadona y al cloral.

Aunque en última instancia la suya sea una literatura confesional, Ditlevsen nunca cae en el lamento ni la conmiseración, ni tampoco en la explicación o justificación de sus decisiones. Narra nada más, con ternura y desapego, y con una distancia que la separa de sí misma, de esas que fue siendo.

Dependencia contiene las páginas más estremecedoras de la Trilogía de Copenhague. La experiencia resulta tan lacerante quizá por el lugar en el que nos sitúa. Nuestra convivencia ha sido larga y vemos aún a la niña y la adolescente debajo de la adulta primeriza. Sin poder hacer nada por ella, atestiguamos el espectáculo de una escritora demencialmente talentosa que no deja de cometer un error tras otro y que se autodestruye de manera feroz.

El tercer libro abarca 25 años decisivos para Tove, desde sus 20 hasta los 45. Un resumen apresurado incluiría cuatro matrimonios, tres hijos y dos abortos, una cirugía innecesaria que la deja sorda de un oído y una decena de libros que va escribiendo y publicando entremedio. Incluiría también la adicción a distintas drogas, la falsificación de recetas médicas y el descuido extremo de sí misma, además de una primera estadía de más de seis meses en un centro de rehabilitación.

Son muchas las secuencias impactantes. Lo notable en ellas es que todo aparece atado a todo lo demás. Un amorío de una noche desemboca en un embarazo no deseado que el propio amante, médico de profesión, interrumpe luego. Es él quien le inyecta petidina por primera vez, justamente durante el procedimiento del aborto, y que la vuelve adicta no solo a esa sustancia, sino también a la metadona y al cloral. Ese hombre inescrupuloso, que solo tiene relaciones con ella tras sedarla, será su tercer marido y el que más espacio ocupe en la rememoración de esos años.

Hacia el final, internada en el centro de rehabilitación, cuando la desatan de la cama y logra ir por primera vez al baño, encuentra en el espejo a una anciana de 70 años, una mujer “con la piel descamada y gris y los ojos rojos”, una criatura que pesa 30 kilos nada más. Podría tratarse de un momento epifánico en el que todo cambie para ella, pero en el arte de la memoria desnuda que practica Ditlevsen no hay soluciones fáciles ni redenciones baratas ni finales demasiado felices. La voluntad importa poco en las promesas que se hace entonces, promesas en las que nosotros también queremos creer. Digamos la de volver a ser la mujer que se reconoce en un espejo. O la de no consumir drogas nunca más.

Cinco años después de concluir la Trilogía de Copenhague, a sus 58, Tove Ditlevsen se suicidó. El consuelo es grande y pequeño a la vez: al menos quedan sus libros. Décadas más tarde, felizmente, empiezan a gozar de una segunda oportunidad, no solo en Dinamarca, sino también muy lejos de ahí.

 


Trilogía de Copenhague, Tove Ditlevsen, Seix Barral, 2021, 432 páginas, $30.000.

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