Morder los tobillos

El viernes pasado, en la Furia del Libro desarrollada en la Estación Mapocho, la autora de El sistema del tacto presentó el libro de ensayos de Hernán Ronsino Notas de campo. En el texto que leyó —que reproducimos a continuación— destaca una constelación de autores (de Piglia a Canetti, de Rodolfo Walsh a Esther Kinsky, de Saer a Donoso) que se va trenzando a partir de ciertos ejes temáticos esenciales para comprender al propio Ronsino, como el viaje, la ruina, el discreto encanto del desquicie o los deslindes entre la memoria voluntaria y la involuntaria.

por Alejandra Costamagna I 5 Junio 2024

Compartir:

Hace un tiempo le escuché comentar a Hernán Ronsino algo que entonces tomé como una especie de arte poética. Es importante dónde dijo lo que ahora voy a citar. Ocurrió en una charla en su Chivilcoy natal, ese lugar del que se fue a sus 18 años para estudiar en la capital, pero del que nunca se fue del todo. Ese lugar, en cualquier caso, que nutrió tempranamente su mirada, lo que equivale a decir su escritura. No solo porque Chivilcoy figura transmutado en espacio literario en al menos tres de sus novelas (La descomposición, Glaxo y Lumbre), sino porque dibuja un mundo propio que crea a su vez una manera de plantarse en el mundo. Lo que decía Ronsino entonces era que le gustaba asemejar los bordes periféricos con el comportamiento de los perros de calles de tierra, en la provincia, que cuando ven pasar a alguien en bicicleta corren a morderle el tobillo. Pero cuando la bicicleta entra al asfalto disciplinan su comportamiento, no se atreven a embestir. “Hay algo de ese perro que sale a buscar el tobillo”, decía, “que constituye una estética periférica que para mí es fundamental a la hora de escribir, y que me lo dio no solo el paisaje, sino haber hecho de este lugar mi territorio de formación, mi infancia, mi espacio donde iba y venía permanentemente”.

En la primera parte de Notas de campo aparecen algunas escenas que fueron modelando la formación de una mirada cotidiana y de vida, que se trenzan con la formación de una mirada literaria. Porque, como lo dice mejor el mismo Hernán en el primer ensayo (“Un escritor en bicicleta” se titula, ya que hablábamos de bicicletas), “un lector se construye como lector antes de tener un libro en las manos. Primero está la mirada. Para leer hay que tener una mirada voraz, una mirada que esté incómoda con la realidad”. De lo que se trata este libro es del alcance, de los contornos, de la materia de la que está hecha esa sensibilidad singular, que no le hace el quite a la deriva ni al aburrimiento y que pone el ojo en la periferia, en los detalles, en la arruguita, en los bordes.

En lo que se sale de campo, en lo ligeramente desenfocado.

Así como en las novelas de Ronsino leemos a través de los intersticios de unas historias que nos llegan fragmentadas y hay elementos que se repiten y van creando manchas de sentido, en estos ensayos la operación es semejante. Pero no solo vemos la recurrencia de asuntos que él mismo admite al inicio (“el pueblo, la experiencia, la memoria y un puñado de autores”), esas huellas que “ofrecen una posibilidad de habitar la literatura”, sino que aparece también una música. La música del que nunca aprendió a tocar violín; del que nunca escribió un poema. Pero del que, al modo de Juan José Saer, “incorpora la poesía en su prosa”. Un pulso, un sentido de la extrañeza, un modo de morder los tobillos de la palabra.

Hernán Ronsino hace lecturas cruzadas, establece genealogías, encuentra conexiones y disonancias entre autores, dadas por sus procedimientos de escritura, sus pulsos narrativos, sus estrategias, sus búsquedas estéticas. Así lo vemos, por ejemplo, con Lugones y Donoso, cuyos secretos familiares traerán esquirlas genealógicas de distinto calibre pero de semejante impacto.

El racimo de autores convocados en estas páginas (de Piglia a Canetti, de Rodolfo Walsh a Esther Kinsky, de Saer a Donoso, de Anna Seghers a Beckett, de Proust a la enigmática Eloísa Simón) irán trenzándose a partir de ejes que atraviesan asuntos como la lengua (la que se pierde, la que se adopta, la que se camufla, la que da cuenta del despojo, la que se construye), el arraigo y el desarraigo, el compromiso con la letra, el viaje en su sentido más amplio, la ruina, la interrupción, las vidas imaginarias, el concepto de aventura, el discreto encanto del desquicie o los deslindes entre la memoria voluntaria y la involuntaria.

Hernán Ronsino hace lecturas cruzadas, establece genealogías, encuentra conexiones y disonancias entre autores, dadas por sus procedimientos de escritura, sus pulsos narrativos, sus estrategias, sus búsquedas estéticas. Así lo vemos, por ejemplo, con Lugones y Donoso, cuyos secretos familiares traerán esquirlas genealógicas de distinto calibre pero de semejante impacto. O así en el cruce entre Alfredo Gómez Morel y Osvaldo Lamborghini, quienes narran en la novela El río y el cuento “El niño proletario” la marginalidad cruda, pero lo hacen desde posiciones éticas que crean una relación diferente con la lengua: nostálgica en un caso, sucia en el otro. O así vemos también algunos cruces dentro de un mismo autor, como ocurre con Walsh y la conexión entre la carta del sobrino al tío en el relato “Un oscuro día de justicia”, en el que el chico pide la intervención del adulto para frenar las golpizas que le dan en el colegio donde está internado, y la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, ese último escrito de Rodolfo Walsh, del 24 de marzo de 1977, un día antes de su desaparición, ya descolgado de la ficción: la carta como “palabra comprometida”, como último gesto de resistencia.

O, en fin, así los contrapuntos también en los casos de Saer y Aira, cuyos registros —lento y viscoso en el primero, veloz y desopilante en el segundo— confluyen sin embargo en esquivar el mandato de un conflicto central como eje para situarse en el tiempo por fuera de la flecha del progreso, por fuera de esa escalera que asciende; como lo lleva a cabo, por otra parte, el protagonista de la más reciente novela de Ronsino, Una música, ese libro de ramaje frondoso, que se expande y al mismo tiempo concentra microuniversos que nos hacen entrar en la historia de a pedacitos… Pero me fui por las ramas, como acaso querría también Raúl Ruiz, quien se pasea campante en estas páginas, en las del ensayo acerca de Aira y Saer del que estaba hablando antes de salirme de campo y en las del libro completo a modo de un cuchicheo descentrado, un rumor de fondo. Ruiz, que en Días de campo, su adaptación libre de la obra de Federico Gana, parece volver de un lugar extraño para contarlo y para que nosotras, nosotros sigamos contando lo que nos han contado.

Días de campo, Notas de campo.

¿Para qué se escribe? ¿Para qué se viaja? Y la respuesta será un discreto guiño a Benjamin, otra vez. Y a Ruiz, cómo no. ‘Para volver de lo extraño y contarlo’, dirá Ronsino, que viaja, lee, recuerda, escribe, imagina, deambula, conjetura, busca la orilla, se extravía, narra, ensaya, inventa una música, vuelve de lo extraño y articula este artefacto de piezas que dejan en el lector los destellos de un desplazamiento que nunca acaba.

Pero vuelvo a la traza lectora que convoca Ronsino, al racimo de autores que en sus registros y estéticas tan diversos confluyen, sin embargo, decía, en un modo de abordar la experiencia artística que va a contrapelo de la flecha del progreso, las historias concluidas, zanjadas, redonditas. Y aunque no está convocada en el libro, una podría escuchar el eco de Lucrecia Martel apuntando al agotamiento del modelo hegemónico narrativo basado en el arco dramático y el conflicto central, al modo del mismo Ruiz, e interpelándonos: “¿Cuál es el conflicto? ¿Sinceramente en sus vidas esa es la palabra que mejor define lo que nos pasa o las cosas que nos preocupan?”. Lo que hace Ronsino, me parece, es dar escucha a esas preguntas, seguir el hilo de esa madeja y prestarnos su mirada singular para leer al elenco convocado y ponerlo en relación: para reunirlo en su campo propio.

Lecturas que sedimentan una escritura. Una escritura que propicia ciertas lecturas.

Un modo de acercarse, a campo traviesa, a la literatura. De morder los tobillos a la velocidad de los tiempos y a unas historias listas para ser deglutidas, que no dejan espacio al temible aburrimiento, al desvío de la ruta, al porque sí. Ronsino recoge el guante de lo que planteara Benjamin acerca de la crisis de una noción de la experiencia en el mundo moderno cada vez más mediado por la técnica y de la consecuente crisis del arte de narrar. ¿Cómo pensar esto ahora?, se pregunta. Y lo hace cuando las historias que su abuelo se contaba en voz alta, por ejemplo, mientras hacía turnos de noche en la fábrica Glaxo, son hoy un eco difuso. Escúchenlo: “¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que se corren de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma?”.

Son preguntas abiertas, estrechamente vinculadas con otras dos que parecen rondar todo el tiempo en este libro: ¿Para qué se escribe? ¿Para qué se viaja? Y la respuesta será un discreto guiño a Benjamin, otra vez. Y a Ruiz, cómo no. “Para volver de lo extraño y contarlo”, dirá Ronsino, que viaja, lee, recuerda, escribe, imagina, deambula, conjetura, busca la orilla, se extravía, narra, ensaya, inventa una música, vuelve de lo extraño y articula este artefacto de piezas que dejan en el lector los destellos de un desplazamiento que nunca acaba.

 


Notas de campo, Hernán Ronsino, Editorial USACH, 2024, 110 páginas, $12.000.

Relacionados