Siguiendo la máxima de Bolaño –lanzarse a los caminos–, la generación nacida en los 80 marca territorio. Es una literatura de un realismo despojado, que deja atrás la impostura de la nueva narrativa de los 90. Hay mucha calle y pocos árboles. No temen narrar de manera descarnada la intimidad y la política es un terreno baldío. Sobre todo los más jóvenes, viven con poco y nada, entrando y saliendo del sistema. Aún no han transado.
por Por Marcelo Soto I 10 Agosto 2016
Sucedió en 1970 o 1971. Roberto Bolaño tenía 17 años y quería ser director de cine. Era entonces –como reconoció en una carta a Enrique Lihn– “un joven nietzscheano y virgen, que amaba a Jim Morrison”. Viviendo en el DF mexicano, un día tuvo el impulso de tocar la puerta de Alejandro Jodorowsky, a quien no conocía personalmente, pero era ya un cineasta de culto, conocido por su película El topo. Después de los saludos de rigor y del correspondiente intercambio de señas de identidad, entre ambos empezó a forjarse algo parecido a la amistad, siempre desde la óptica del maestro y el discípulo. Bolaño empezó a ir seguido a su casa.
“A partir de entonces lo acompañé a algunas partes y hablábamos o más bien hablaba él… Fue la primera persona que me dijo que yo era ja, ja, ‘un típico intelectual chileno’, crítica que a mis oídos de 17 años sonó a elogio desmedido”, recordó el futuro novelista en la mencionada carta a Lihn, fechada el 13 de septiembre de 1983 y que se encuentra en los archivos de este último guardados en el Instituto Paul Getty de Los Ángeles, Estados Unidos.
Pero una tarde la relación se fracturó, o mejor dicho se rompió para siempre, cuando el cineasta y escritor de la generación del 50 “atacó a Neruda y defendió a Parra, y yo defendí a Neruda y de paso –sin haberlo leído– ataqué a Parra”. Fue una pelea ridícula, como todas las peleas sobre poetas, en la que Bolaño fue vergonzosamente aplastado por Jodorowsky. Sus argumentos eran filosos, grandilocuentes, imbatibles. El joven se fue cada vez sumiendo en el silencio, apabullado por la elocuencia de su contrincante. “El caso es que me puse a llorar y el cabrón de Jodorowsky siguió atacándome. Por supuesto no volví nunca más”.
Lo que sucedió después de esa pelea no lo sabemos con certeza, pero sí sabemos una cosa: Bolaño leyó a Parra y fue una revelación. Nada sería igual.
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Todo gran escritor necesita matar al otro que está detrás, salir de su incómoda sombra. A propósito de esto, Beatriz Sarlo dijo en una entrevista a Revista Capital que lo que hizo Juan José Saer fue “instalar una lengua, instalar una región, instalar una representación. Negar al gran escritor anterior es fundamental, así como encontrar a un gran viejo. Borges niega a Lugones y encuentra a un gran viejo, que es Macedonio Fernández. En el caso de Saer es salir del universo Borges y encontrar a otro gran viejo que es Juan L. Ortiz”.
Bolaño, de alguna manera, tuvo que negar a Donoso y a Neruda, y encontrar a Lihn y a Parra. Esa pelea con Jodorowsky puede leerse entonces como el inicio del movimiento que arrasó con el paisaje de la narrativa chilena de los 90. Un paisaje, en todo caso, árido y gris, marcado por la impostura y la mala conciencia. Para superar esa “tormenta de mierda” de la que habla Bolaño al final de Nocturno de Chile, tuvo que venir otra tormenta.
Un contracanon, o un golpe en el mentón, encabezado por el autor de 2666, con Parra como figura cenital y con Lihn como el hermano severo y mayor. Este último fue clave: en 1981 el autor de La pieza oscura le dice a un pobre y desconocido Bolaño, quien vivía en Girona, “no te queridizo ni te estimizo”. Bolaño le había enviado un poema y el comentario de vuelta no fue muy auspicioso: “Me gustó bastante en algunos versos, y en otros lo encontré desmadejado… el surrealismo ortodoxo ya no se soporta. Hay algo que está bien y algo que no anda”. Dos años después, Lihn vuelve a responderle otra carta al joven escritor: “He recibido y leído, otrora, cada uno de tus envíos –fragmentos en prosa, versos y desalentadas menciones de tu vida literaria. Tú ya sabes todo lo que te puedo decir al respecto: eres un poeta y un escritor combinados y no te espera nada que te satisfaga plenamente en materia de respuesta a un trabajo que es la soledad misma, a menos que tengas una buena suerte o un sentido de la oportunidad del carajo”.
Probablemente hubo algo de suerte y sentido de la oportunidad en la irrupción de Bolaño como el primer gran escritor latinoamericano del siglo XXI o el último del XX, pero sobre todo hubo genialidad, y un movimiento, muy bien articulado, porque Bolaño era cualquier cosa menos ingenuo. Supo desterrar a la escena dominante en ese entonces e instalar su propio mapa de lecturas, referencias y filiaciones.
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Valga esta larga introducción para subrayar un punto: el escritor de Estrella distante rompió con el pasado para abrir una puerta hacia el futuro, siguiendo una idea planteada por Javier Cercas para referirse a las transiciones. En cierta forma, la mayoría de los autores de los 90, la llamada nueva narrativa chilena, quedó desnuda después de la tormenta. Y golpeada a muerte por una historia que el propio Bolaño y Pedro Lemebel hicieron correr y registraron en sus páginas, expandiendo su significado: la de las fiestas de Mariana Callejas, casada con el agente de la DINA Michael Townley, a las que asistieron varios de los escritores que surgieron en los 90 (y otros más viejos). En los subterráneos de la casa donde se hacían las fiestas, y donde los entonces jóvenes narradores bebían whisky y comían churrascos, se torturaba o se preparaban bombas o venenos para matar a los opositores de la dictadura. Aunque en su esencia la historia era real, Bolaño y Lemebel la mitificaron.
Lanzada la bomba sobre la pálida narrativa noventera, vino el desierto. Y luego una transición. Zambra y Bisama se levantaron sobre la tierra quemada y armaron una vigorosa obra que influyó poderosamente en los que vinieron después: los nacidos en los 80, que leyeron Los detectives salvajes en la adolescencia y fueron marcados a fuego por la máxima bolañística: “Déjenlo todo nuevamente”.
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Si los 90 representan la era de la impostura, hoy vivimos la era de la desconfianza. Por muy odiosas que sean las generalizaciones, los narradores sub 40 dan origen a una literatura menos empaquetada, con ciertas limitaciones, pero al menos con un rasgo de vitalidad y un enfoque literario ajeno a la pretensión. Un realismo despojado, desnudo, por así decirlo, donde la influencia mayor, como ya hemos dicho, es Bolaño.
Algunos de estos autores son (y sin duda se nos queda alguno fuera): Simón Soto, Pablo Toro, Paulina Flores, Romina Reyes, Matías Celedón, Gonzalo Eltesch, Benjamín Labatut, Daniel Hidalgo, Maori Pérez, Juan Pablo Roncone, Diego Zúñiga, Ileana Elordi, Juan José Richards, Cristóbal Gaete y Esteban Catalán. Son los que vienen después de Zambra y Bisama, y se desprenden de esa intelectualidad artificiosa, que caracterizó a los autores “exitosos” de los 90. Sus lecturas pasan casi por el lado de la “nueva narrativa chilena” y se conectan a otra corriente, poética y profunda, que viene de Parra, Lira, Martínez, Millán, Maquieira y Bertoni. A Donoso lo miran con distancia, como a un tío viejo y raro que se murió hace tiempo. Sí rescatan a Germán Marín, a Manuel Rojas y a la orilla queer o trans, desde Lemebel al estupendo, pero aún poco conocido, Iván Monalisa.
Volviendo a la tesis de Sarlo, hay que aclarar lo siguiente: que Bolaño se contraponga a Donoso no quiere decir que no pueda haber apreciado algunas de sus novelas (El lugar sin límites, El jardín de al lado, El obsceno pájaro de la noche). O que coloque a Parra muy sobre Neruda tampoco significa que no admire Residencia en la Tierra. Matar al padre sería una condición sine qua non para, después, leerlo creativamente y admirarlo. Lo mismo de Bolaño puede decirse de los narradores citados en el párrafo anterior: cada autor es una isla y tiene sus propias corrientes, sus propios arrecifes y rocas.
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El paisaje que dejan ver los libros de estos autores es políticamente baldío.
Las generaciones anteriores fueron definidas, para bien y para mal, por la política: Bolaño pertenece a la generación fusilada, que tenía poco más de 20 años para el Golpe, tal como Radomiro Spotorno, autor de la magnífica novela La patrulla de Stalingrado. Eran jóvenes, estaban en plena exploración sexual y alucinógena cuando Pinochet apareció en la tele con sus anteojos negros. Se fueron de Chile o no volvieron. Así se sacudieron de la pesada carga de los que se quedaron, que tuvieron que vivir con el horror y taparse los ojos y las narices.
Los narradores sub 40, que eran niños para el plebiscito del 88, no tienen que dar explicaciones. No necesitan decir si estuvieron en un bando o en el otro, si se rebelaron o se hicieron los locos. Su antipinochetismo es tan natural o mudo como el de los alemanes que nacieron después del nazismo. Son otras las fracturas que llevan a cuestas. La política de la transición les resulta repulsiva, pero tampoco toman banderas. Sobre todo los más jóvenes, viven con poco y nada, entrando y saliendo del sistema. Siguen la poética del free lance. Aún no han transado.
No obstante lo dicho, en autores un poco más mayores, como Pablo Toro, la política sí tiene una presencia menos vaga. “Pinochet regresó, y los chilenos juraron que lo iban a juzgar en Chile. El barrio se modernizó y se llenó de pequeñas batallas territoriales… El país comenzó a cambiar”, se lee en el cuento “El proceso”.
O en el caso de Simón Soto, cuyo relato “La pesadilla del mundo” hace una lectura casi lineal de Apocalipsis ahora, la cinta de Francis Ford Coppola basada en la novela de Conrad El corazón de las tinieblas: el militar extraviado que comete atrocidades en una isla perdida del sur, impulsado por superiores que después lo niegan, como una imagen vertical y cruda de las violaciones del pinochetismo.
Colección particular, de Gonzalo Eltesch. Una novela corta pero poderosa. Un padre pinochetista, un hijo que vive una experiencia sentimental fallida y Valparaíso como escenario del derrumbe.
Las olas son las mismas, de Juan José Richards. Un estudiante en Nueva York encuentra una bitácora de una pareja que se rompe. La imposibilidad del realismo y el azar de la ficción. Bellamente escrita.
Reinos, de Romina Reyes. Una de las escritoras más interesantes y singulares de hoy. Este libro reúne relatos dotados de una crudeza real y de una voz inasible. Un debut fantástico.
Oro, de Ileana Elordi. Este pequeño libro cuenta la ruptura amorosa a través de correos electrónicos que la narradora se envía a sí misma. Posee una cualidad secreta, cierta tristeza que traspasa las páginas.
Hombres maravillosos y vulnerables, de Pablo Toro. El mundo de la TV, historias retorcidas, la masculinidad ridícula y una ciudad ausente. Estupendos relatos cruzados por el humor, la vulgaridad y la conciencia gris de estos tiempos.
Manual para robar en el supermercado, de Daniel Hidalgo. Chico inexperto en Valparaíso se enamora de chica punk. Música, carretes y pellejerías en una ciudad sostenida en la fragilidad perpetua.
Cielo negro, de Simón Soto. Otro magnífico conjunto de relatos, con cine B, sexo y cocaína, más un vidente en Villa Alemana. La estructura es soberbia y revela a un autor que construye con precisión.
Trama y urdimbre, de Matías Celedón. Experimental y arriesgado, el autor estira la ficción hasta llevarla a contornos desfigurados, ominosos.
Hermano ciervo, de Juan Pablo Roncone. Pocos debuts tienen la belleza y la verdad de estos relatos. Pequeños momentos-tragedias de la vida cotidiana. Brillante.
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Calles sin árboles. Piezas de departamentos enanos, esos horribles edificios construidos en los últimos años, sin ventilación, con el sol pegando en la cara en verano y dejando los cuerpos calientes. Casas derruidas del barrio Matta, donde la vida se ralentiza, casi se detiene. Las ventanas dan a patios de cemento. Persianas. Cortinas. Hay mucha música en esas habitaciones: todo el punk de los 70, todas esas bandas que nacieron después de escuchar a Velvet Underground. La música como espacio de libertad.
Y el sexo.
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De hecho uno de los rasgos que llama la atención de este grupo de narradores es la manera descarnada en que describen la intimidad (en contraste con la narrativa noventera, bastante pacata y almidonada). No hay acrobacias sexuales, pero sí bastante porno, fluidos y orificios para ser devorados. Tener sexo es como tomar desayuno, algo que puedes hacer o no, pero que necesitas cada cierto tiempo. Hay también inexperiencia, relaciones cortadas, orgasmos que no llegan. Descubrimiento e impaciencia. Inmadurez, excitación, aventura. Y violencia.
“Pablo la lanzó al suelo y la aplastó con su cuerpo. Le encontró el sexo tibio y el cuerpo fácil. Parecía que Inger de pronto se hubiera desmayado, pero sus ojos estaban abiertos y respiraba, podía escucharlo. Pablo entonces la puso de lado y le pegó la erección a los muslos. Le bajó los calzones, le buscó el ano con un dedo y entonces la atravesó. El cuerpo de Inger se conmovió al principio, pero luego volvió a un estado inanimado. Pablo le cubrió la boca sintiendo que sus manos formaban barro con las lágrimas y la saliva. La penetró hasta saber el cuerpo vacío”, escribe Romina Reyes en una de las escenas que marca el desenlace del cuento “Larvas”.
También desde la mirada femenina, Paulina Flores recorre los caminos del sexo inesperado en “Teresa”, un relato magistral de Qué vergüenza. “Volvió a apretar su garganta con fuerza y luego acarició sus cejas con ternura. La forma en que la tocaba y la tomaba adquirió cierta violencia, no una violencia recia o dominante, sino, para su sorpresa, torpe, un impulso inexperto. Lo observó. Se relamía los labios y parecía que en su interior algo se contraía”.
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La educación sentimental de estos autores es precaria, las relaciones son frustradas o fallidas, el amor un invento de telenovela. Tienen cicatrices de amores fugaces o inmaduros. Son hijos, sin duda, de una sociedad que no les permite entregarse, que se cría en la sospecha y la resignación. No hay un horizonte para salvarse, porque todo está podrido. En medio del páramo, una luz parece a punto de extinguirse.
Daniel Hidalgo, al final de su novela Manual para robar en el supermercado, detalla bien este trance. “Me sentía el sobreviviente de una catástrofe nuclear y podía lidiar perfectamente con eso, porque fue lo que aprendí: que a veces la vida se iba al carajo, que todo parecía venirse abajo, que sentías lo miserable que eras extraviado en medio de un universo infinito y que, en realidad, estaba todo bien con eso, que es parte de lo que somos, que la paciencia te ayudaba a superarlo todo, a volver a estar bien –si eso existe–, que no había dolor que fuera para siempre”.
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Es probable que algunos de estos autores no sigan escribiendo, que su rastro se pierda en la vida profesional, sumergidos en la marea anónima de las masas que trabajan en oficinas. Pero más de alguno persistirá. Y más allá de sus falencias, representan una corriente fresca, que vale la pena conocer y experimentar.
Dejemos ahora que resuene otra vez la voz de Bolaño, que en la página 142 de Los sinsabores del verdadero policía resumió de alguna manera las lecciones aprendidas en el camino, una suerte de testamento para la nueva generación: “Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha… Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía… Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor”.