Las entrevistas de Paris Review: la obsesión por la técnica y el encanto de la anomalía

A principios de los años 50, al periodista George Plimpton y a un grupo de amigos se les ocurrió la idea de trasladar el centro de gravedad del campo literario desde los críticos —era el apogeo de Sartre y los existencialistas, con Barthes y el estructuralismo esperando su turno a la vuelta de la esquina— hacia los escritores. Y lo hicieron incluyendo en su revista una larga conversación con autores célebres, como Simenon, Faulkner o Isak Dinesen. Ahora aparece en español una selección de 2.800 páginas con estas entrevistas: una nueva entrada al taller de los escritores más gravitantes de las últimas siete décadas.

por Pedro Pablo Guerrero I 29 Septiembre 2021

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“No tengo gran cosa que contar a los entrevistadores; lo poco que he aprendido de la vida y del arte de la narrativa lo intento decir en mi obra”, le contestó John Updike a The Paris Review la primera vez que le solicitaron una entrevista, en 1966. Quienes trabajan en el periodismo cultural sabrán reconocer en estas palabras una respuesta tipo que, con el tiempo, ha devenido en cliché. La mitad de las veces es un muro infranqueable y la otra, una fórmula más o menos diplomática para negociar los términos del encuentro. El propio Updike lo confirmaría un año después, al aceptar la segunda petición de la revista, poniendo, eso sí, algunas condiciones —entre ellas, el envío previo de un cuestionario— antes de recibir al entrevistador Charles Thomas Samuels, lo que finalmente sucedió el verano de 1967, durante las vacaciones del escritor en Martha’s Vineyards.

De haber aceptado que respondiera solo por escrito, los lectores de The Paris Review (TPR) se hubieran perdido el inesperado espectáculo de ver al creador de Harry “Conejo” Angstrom —protagonista de sus mejores novelas— apareciendo frente a su interlocutor en un auto destartalado, con el pelo revuelto, descalzo, vistiendo bermudas de color caqui y polerón. ¿Updike en aspecto desafiante de “no-me-tomo-esto-tan-en-serio-como-crees”? Es posible. Después de todo, el escritor es el que elige el campo de juego y el uniforme con el que se presenta. Como sea, la composición de lugar que ofrecen las introducciones a las entrevistas de TPR es parte de su marca registrada y contribuye a explicar el éxito que han tenido, desde la primera de todas, concedida en 1953 por el circunspecto E. M. Forster.

Cada uno de los 100 textos compilados por Acantilado en los dos volúmenes de The Paris Review. Entrevistas (1953-2012), muestra no solo el taller, sino también al artista con las manos en la masa, la ropa manchada y, en general, el entorno donde el periodista —y por su intermedio el lector— puede fisgonear a gusto, intruseando en su biblioteca, hurgando entre sus borradores, ceniceros y fetiches, enterándose de algo que nunca pensó que le fuera a importar: si escribe primero a mano, a máquina o en computador.

“Esta no sería una entrevista de The Paris Review si no le preguntara por sus hábitos de trabajo”, le dice George Plimpton —director de la revista— a Tom Wolfe cuando, en 1991, llega a la pregunta inevitable. “La verdad es que esa parte de las entrevistas de The Paris Review siempre me parece fascinante. Es la clase de cosa que los escritores siempre queremos saber: ¿qué hacen los otros?”, contesta Wolfe.

Todo un modelo al respecto es la entrevista que Plimpton le hace a Ernest Hemingway en su casa de La Habana (1958). En una vivaz descripción de cuatro páginas, revela lo que hoy todos sabemos, precisamente, gracias a esa visita: que el autor de El viejo y el mar escribía de pie frente a un atril a la altura del pecho (postura que un narrador chileno ha copiado en su casa, lo que no tendría nada de vergonzoso si no se hubiera empeñado en contarlo). El de Plimpton es un texto ágil, con mucho color local, que se cita hasta hoy en las escuelas de periodismo, tal como la parte en que Hem enuncia su “principio del iceberg”, que se recita como un mantra en las escuelas de literatura creativa. Sin embargo, hay otros detalles de esa entrevista de los que se habla menos, pero resultan mucho más ilustrativos, porque muestran lo que no debe hacer el periodismo. Nos referimos a ese momento en que Hemingway le dice a Plimpton: “Veo que me estoy alejando de su pregunta, pero es que lo que me ha preguntado no era muy interesante”. Y eso no es nada comparado con lo que viene a continuación, cuando el escritor contesta, francamente cabreado, que no, que trabajar en un diario no perjudica a un joven escritor, y que hasta puede ayudarle si sabe dejarlo a tiempo. “Esto es uno de los clichés más manidos que hay, y le pido disculpas por ello, pero si le hace a un viejo preguntas rancias, lo más fácil es que obtenga respuestas rancias”, le dice.

La entrevista a Ezra Pound duró tres días; la de Saul Bellow, muchos más: dos sesiones de grabación de una hora y media en total, y cinco semanas de reuniones para examinar el material. Charles Thomas Samuels dirá que la de Updike es una ‘entrevista construida’, pues el autor revisó todas sus declaraciones orales para hacerlas concordar con el estilo de sus respuestas escritas.

Conservar esta respuesta en el texto final, sin disimular su tono de irritación, dejando en ridículo al entrevistador, es de una honestidad que hoy sorprende. Plimpton podía haber editado aquellas frases, como podía haberse guardado el secreto de que Hemingway prefirió desarrollar muchas respuestas por escrito. Pero este es otro sello de las entrevistas de TPR: no hay engaño en ellas, todo es transparente; muchas, la mayoría, no son la transcripción más o menos resumida de un solo diálogo, sino el producto de varios encuentros, con frecuencia revisados minuciosamente por el autor. La entrevista a Ezra Pound duró tres días; la de Saul Bellow, muchos más: dos sesiones de grabación de una hora y media en total, y cinco semanas de reuniones para examinar el material. Charles Thomas Samuels dirá que la de Updike es una “entrevista construida”, pues el autor revisó todas sus declaraciones orales para hacerlas concordar con el estilo de sus respuestas escritas.

Conocedor de estos procedimientos, Kurt Vonnegut es el que llegó más lejos a la hora de sacar ventaja. Hasta el punto en que David Hayman inicia su texto de 1977 advirtiendo que es la “amalgama” de cuatro entrevistas realizadas a lo largo de una década, sometidas a una exhaustiva edición por Vonnegut. “Lo que sigue podría considerarse una entrevista que se ha hecho él mismo”, admite Hayman.

La orilla izquierda

Las prerrogativas que TPR concede a los escritores permiten comprender por qué sus entrevistadores no brillan como individualidades. El que debe lucirse es el escritor. Una directriz tácita que tenía poco que ver con la humildad y mucho con los orígenes de la revista literaria fundada en la orilla izquierda del Sena por un grupo de jóvenes estadounidenses graduados en las más exclusivas universidades de la Ivy League. “La entrevista era la única forma de contar de forma gratuita con nombres de prestigio en una revista recién nacida”, señala Andrea Aguilar en el reportaje que Babelia dedicó en España a la compilación de Acantilado.

Pero había una segunda razón, más “idealista”, según Aguilar, para adoptar esta línea editorial. En una carta a su madre, Plimpton le explica que concibe el intercambio con cada autor como un “texto ensayístico con forma de diálogo sobre la técnica”. De ahí el título general de estas conversaciones con el que se conoce hasta hoy: El arte de la ficción. Las series posteriores se llamarían, siguiendo el mismo criterio, El arte de la poesía, El arte del teatro, etcétera.

La maniobra de Plimpton y sus amigos tenía un propósito nada inocente: trasladar el centro de gravedad del campo literario desde los críticos —era el apogeo de Sartre y los existencialistas, con Barthes y el estructuralismo esperando su turno a la vuelta de la esquina— hacia los escritores. Un desplazamiento desde el campo de las ideas al del arte entendido como oficio. La pregunta sobre la importancia que el autor le asigna a la crítica forma parte del repertorio invariable de los entrevistadores. Incluso más que la pregunta, nada sutil, acerca de su actitud frente al “compromiso”. Es definitivamente en la técnica donde se pone el foco: ¿cómo escribe?, ¿cuántos días a la semana?, ¿en qué horario?, ¿qué es primero: la historia o el personaje?, ¿corrige mucho?

Ernest Hemingway, Dorothy Parker y Jack Kerouac.

Al margen de las intenciones que haya detrás, no puede negarse que este énfasis práctico ha convertido las entrevistas de TPR en una cantera riquísima para los aprendices de escritor. La idea de entrar, virtualmente, en el taller de los maestros de la literatura, transformó a TPR en un insumo de los talleres propiamente tales, tanto universitarios como impartidos por particulares fuera de la Academia. Si la literatura es un arte o suma de procedimientos, entonces se puede enseñar y cualquiera la puede aprender. Las recopilaciones en forma de libro, editadas con éxito por la misma revista, fueron traducidas a varios idiomas, y sellos como El Ateneo y El Aleph publicaron antologías con prólogos de escritores y críticos como Elvio Gandolfo, María Moreno y Noé Jitrik, en Argentina, y por Ignacio Echevarría, en España.

Llegados a este punto, no dejaba de ser paradójico el afán de encargar los prefacios de estos libros a críticos literarios, periodísticos o académicos, figuras que solían quedar como villanos en la mayoría de las entrevistas. Sin embargo, esta misma elección demuestra que el objetivo inicial de Plimpton y sus amigos al reivindicar la técnica no podía sino terminar, a la larga, en otra forma de ejercer la crítica. Su resultado no es otro que la proposición de un nuevo canon, que desbancó exitosamente, hay que reconocerlo, al que promovían a mediados del siglo XX los existencialistas y otros pensadores de la escuela de la sospecha, en plena Guerra Fría.

¿Libro sagrado?

La nueva recopilación de Acantilado, que la editorial presenta como “la más exhaustiva jamás publicada en nuestra lengua”, apenas disimula su voluntad canonizante. Desde la materialidad del libro: una obra en dos volúmenes de tapa dura y papel biblia, dentro de un estuche también de cartoné: el sanctasanctórum de los clásicos. Cien entrevistas que se presentan como “cien retratos literarios” de autores que forman parte de la “época dorada de la literatura universal del pasado siglo”.

Todo libro sagrado, por muy extenso que sea, no puede ser infinito. En las 2.832 páginas de este, predominan los escritores anglosajones, lo que no tiene nada de raro, considerando que provienen de una revista literaria en inglés. Entre los 248 autores de la serie “El arte de la ficción” y los 110 de “El arte de la poesía”, a lo largo de siete décadas, The Paris Review solamente ha entrevistado a 14 de lengua española: el primero —no podía ser de otra manera— fue Borges (1967). Le siguieron Neruda, García Márquez, Carlos Fuentes, Cabrera Infante, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Manuel Puig, Bioy Casares, Camilo José Cela, Javier Marías, Jorge Semprún y Enrique Vila-Matas. Este último apareció en el número de TPR correspondiente al otoño de 2020; por lo tanto, cabe suponer que no alcanzó a ser considerado por Sandra Ollo, la editora de Acantilado. Tampoco es su responsabilidad el hecho de que no haya una sola mujer de habla castellana entrevistada en TPR. Sí lo es, en cambio, dejar fuera a Puig, Fuentes, Bioy y Neruda, pero no a Cela. ¿Falta de espacio? En ese caso, ¿era tan importante conservar las entrevistas a James Thurber y Haruki Murakami? Todo canon está hecho de gustos y exclusiones, pero la ausencia de un prólogo o nota mínima sobre los criterios de selección en esta monumental antología autoriza a hacerse esta clase de preguntas.

No es responsabilidad de los editores españoles que no haya una sola mujer de habla castellana entrevistada en TPR. Sí lo es, en cambio, dejar fuera a Puig, Fuentes, Bioy y Neruda, pero no a Cela. ¿Falta de espacio? En ese caso, ¿era tan importante conservar las entrevistas a James Thurber y Haruki Murakami?

Con todo, The Paris Review. Entrevistas (1953-2012) es una recopilación estupenda, libro de referencia y guía de lectura fiable. Y a veces, cuando se aparta del molde clásico de entrevista, los resultados pueden ser extraordinarios, como en la conversación con Borís Pasternak de Olga Carlisle, en la localidad de Peredélkino: parece un cuento ruso, melancólico y redondo a la vez. Por su sensibilidad (Carlisle nació en París y es nieta del escritor Leonid Andréiev), pero también por su extensión y la alternancia equilibrada entre formas narrativas y dialógicas.

Uno de los textos más delirantes del libro es la conversación de Jack Kerouac con Ted Berrigan, quien llegó en 1968 a la casa del autor acompañado por los poetas Duncan McNaughton y Aram Saroyan, hijo de William Saroyan. Lo que empieza como una clásica entrevista rememorativa de primeras lecturas, anécdotas de adolescencia y una petición al autor de valorar, por enésima vez, la influencia de los beatniks en la literatura norteamericana, deriva hacia una improvisación de sonetos cada vez más disparatados a medida que Kerouac pasa de los tragos a las anfetaminas que le convida su entrevistador, fuera de todo protocolo. La entrevista, al filo del absurdo, corre el riesgo de irse al diablo por exceso de empatía entre los participantes, tal como se va al diablo, en el mismo libro, la de Graham Greene, aunque por la razón opuesta: los dos entrevistadores que le envían a su casa son tan impertinentes y hostiles, que el autor termina por deshacerse de ellos contestando el teléfono y poniéndose a hablar con el amigo que lo llama. Ya sabemos la política de TPR en materia de transparencia: una entrevista fallida también puede ser elocuente, sobre todo si está bien contada, es divertida y deja un par de líneas memorables.

En una obra que está repleta de frases para el bronce —con las que se podrían armar varios libritos coleccionables de aforismos y extractos de entrevistas sobre el sentido de la vida, el rol del escritor y otros profundos temas de la literatura—, no puede faltar el intento por dilucidar el gran misterio de la inspiración artística. Si hubiera que quedarse con una frase que resume la opinión sobre el tema que tienen, al menos, tres cuartas partes de los escritores incluidos en estos volúmenes, nadie lo dice mejor que Dorothy Parker:

“—¿Cuál es, entonces, la principal fuente de inspiración de su obra?

—La necesidad de dinero, querida”.

 

“The Paris Review”. Entrevistas (1953-2012), Acantilado, 2020, 2.832 páginas, $120.000.

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