Editorial Lumen reedita Álbum de toda especie de poemas, antología que el propio Lihn preparó poco antes de morir, en 1988, y que salió un año después en Barcelona. El volumen abarca más de cuatro décadas de producción y trae un prólogo –que anticipamos a continuación– donde el autor da cuenta principalmente de su infancia y juventud, es decir, de las experiencias que se encuentran a la base de su decisión de trabajar con la palabra. Como se lee en estas páginas: “Hay que haber sido empujado al acto de imaginar en el lenguaje por situaciones límites de insatisfacción y ansiedad, que solo se presentan en la infancia, para llegar escribiendo versos al umbral de la tercera edad”.
por Enrique Lihn I 6 Junio 2018
Como publiqué mi primer poemario de prescindible título —Nada se escurre— en 1949, llevo algo más de cuarenta años escribiendo versos. Versos y años que me abruman con su cantidad.
No por azar se publicó ese libro en los talleres gráficos de una Casa Nacional del Niño, financiado por Alejandro Jodorowsky, un amigo de juventud. Soy un poeta nacional infantilmente fijado a la tierra materna. Mi alter ego se identifica con ese amigo, bajo la especie de un director de escena errante: el señor Corrales del Gran Circo Mundial de Oklahoma. He terminado por desinhibir al histrión: escribo, desde el 84, obras de teatro en las que yo mismo actúo. A la manera de “un buen narrador que hace su oficio / entre el bufón y el pontificador” (Poesía de paso) o de “un viejo actor de provincia bajo una tempestad artificial / entre los truenos y relámpagos que chapucea el utilero”.
Ninguna actividad paralela a la poesía me ha eximido, hasta ahora, del trabajo forzado de escribir versos. Si prolongo esta metáfora hasta el patetismo, diré que prisionero de las palabras y gracias a ellas, el poeta goza de la lengua poética como de una libertad encadenada. Minuciosamente provisional. Si la toma por un punto de fuga, pasa, más rápidamente que nadie, de la idiolalia a la afasia.
Nací, veinte años antes de publicar el librito de título escurridizo, en Santiago de Chile, de la polaridad de dos familias que solo tuvieron en común una suerte de aceptable incomodidad: el matrimonio de mis padres. Y nada más.
Los Lihn habían visto desvanecerse una fortuna de la que guardaban las apariencias, entre las manos y en las minas de oro del abuelo paterno, ex dueño de muchas cosas (“Abuelo, abuelo que según una antigua costumbre infundiste el respeto temeroso entre tus hijos…”). Ese amable anciano había emigrado cuando muchacho de Alemania al puerto de Antofagasta. Fue empleado de una empresa de fletes navieros, después yerno de su jefe, arrendante de la flota y pater familia. La fiebre del oro lo arruinó y privó de su autoritarismo germánico. Cuando niño viví en su feudo ruinoso. En el palacio Mac-Clure con su torre de los locos, nueve escalinatas, leones de mampostería, invernadero y fantasma, piscina resquebrajada y polvorienta en el subterráneo. La casa había estado arrendada a la Scuola Italiana y a un manicomio.
La familia Carrasco, Délano más bien —el apellido de mi abuela materna, porque ella reinaba—, era de casa pobre; pero los Délano Frederick se comprendieron a sí mismos como parientes lejanos de los Délano Roosevelt bajo la especie, tan ilustre en el siglo XIX, de la americanidad. Había entre ellos un pionero en Chile del séptimo arte —Jorge Délano— y otro —un ingeniero— que propagó la fe en su industria de sanitarios. El tercero de estos tíos abuelos que recuerdo tocaba el serrucho y se construyó una casa giratoria en el desierto. De la hermana mayor de todos ellos, mi abuela materna, personaje principal de mi novela familiar, he tratado de escribir vanamente algo que se le parezca. Por ejemplo, en Poesía de paso: “Enriquillo, mi nombre como un diminutivo / de su tristeza intentaba elevarse / inútilmente a los oídos del ángel que batía / sus alas mutiladas en la torre de la iglesia. / (El ángel anunciaba nuestro Juicio Final, llevándose un pedazo de trompeta a los labios).”. Mi madre y mi abuela materna son para mí las dos caras de la misma persona.
Entre las familias paterna y materna había una diferencia cultural a favor de la segunda. Fuimos los ingleses, no los alemanes del Pacífico. La ilustración nacional seguía este esquema. Algunos disciplinados sabios alemanes quizá lo modificaran. No lo siento así.
Un general prusiano de apellido Körner militarizó a Chile. Los interesados dirán que sabiamente. Pero este punto de vista fue ya torvo durante la segunda guerra mundial y obtuvo, en suma, su peor confirmación con la caída de la democracia.
Parece mentira al decirlo, como ocurre con otros lugares comunes: de no ser por mi infancia no escribiría poemas. Infancia y poesía están asociadas por el principio de la casualidad y la lógica de la indeterminación. La segunda debiera ser el efecto de la primera, pero está la ley de las excepciones. Según esta, como la infancia es una consecuencia de la poesía, habría una ancianidad previa al acto poético. Así, todos los adolescentes escriben versos de viejos, malos poemas. Hay que haber sido empujado al acto de imaginar en el lenguaje por situaciones límites de insatisfacción y ansiedad, que solo se presentan en la infancia, para llegar escribiendo versos al umbral de la tercera edad. La ilusión de omnipotencia que hace crisis en esas circunstancias, se restablece con la ilusión de esa ilusión: una forma elemental y fresca, lírica, de escepticismo; una sabiduría de silabario que solo la primera ancianidad —la vejez del niño— es capaz de postular para toda la vida desde la energía y la vulnerabilidad extremas de la infancia.
Aunque exagere postularé que el ardid de la imaginación poética defiende, tempranamente, la vida en la vida, preservándola de anquilosarse como esqueleto del yo hecho de materiales muertos, de esas caparazones ofensivas/defensivas en que se convierten la mayor parte de los individuos entre los nueve y los veinte años (“porque escribí, porque escribí estoy vivo”, La musiquilla de las pobres esferas).
Lo que antecede no significa que yo haya escrito versos de niño. Hay imaginaciones ágrafas. Además uno se escribe a sí mismo al entrar como un personaje en la historia de los demás. Dibujé y escribí “obras” de teatro para sobrellevar, en el colegio, una vida de perro. Mis padres, que no formaron un matrimonio feliz (ni tampoco trágico, como en las películas de mi tiempo) pensaban —ella lo piensa hasta el día de hoy— que yo había sido un niño alegre, desenvuelto y muy popular entre sus compañeros. En un cierto sentido fue así. Tengo una imaginación activa, que no se deja paralizar por la realidad. Lideré a mis compañeros por grupúsculos al margen y hasta en contra de la política de los mayores. Fomentaba entre mis compañeros el ocio creador con actividades extracurriculares incluso bien vistas por los padres de familia, salvo cuando comprometían el rendimiento escolar de sus pupilos o cuando me empezaron a asaltar ciertas dudas religiosas. Es cierto que no fui un paria. En este momento, sin embargo, me recuerdo, más que como un niño espontáneo, como minipolítico, tensamente ocupado en crear, a su alrededor, equilibrios de poder que le permitieran conservar el equilibrio. Gracias a esa habilidad, solo recuerdo con la mitad de un odio total mis preparatorias en el Liceo Alemán —sucursal de los cuarteles del general Körner para la formación de cuadros de la burguesía chilena y de sus arrenquines—. De la otra mitad me descarga el poeta en que me convirtió ese cuartel. Creo que la casa de la abuela materna, muy en particular, hizo de mí una especie infantil de decadente condenado a defenderse ingeniosamente de la barbarie colegial. De esa casa se alimentó, es claro, el poeta; del olor de unas viandas que no se pueden comer, de sublimación en sublimación. Y de comida sencilla. “Música en que aprendí mi silabario / de la Pasión según Santa Vitrola / Palacio de Cristal allá en lo alto / lleno del cacareo de los ángeles”. (“Noticias de Babilonia”, La musiquilla de las pobres esferas).
En la casa edípica escuchaba música (clásica) frente a la vitrola o al piano del que arrancaba la dueña de casa alguna marcha fúnebre, y veía cantidad de pintura: la escasa del tío Gustavo, que me impresionaba, ante todo, con sus dibujos para algunas editoras, y la mucha que él guardaba bajo llave, en reproducciones. Los libros de pintura de la abuela estaban más a la mano. Artistas de la segunda mitad del siglo XIX —ingleses y alemanes—, empezando por los prerrafaelistas. El encuentro fortuito con algunos de ellos —por mucho que yo mismo los diera por obsoletos durante mis años de iniciación en la “pintura pintura”— me produce una emoción vivísima. La última sorpresa de este tipo me la dio The Lady of Shalott, de William Holman Hunt, en el Wadsworth Atheneum, Hartford. De esa preferencia brotan cosas como estas: “… surgida allí como si el inexistente verano —ni el de entonces ni el de ahora— tomara, ya maduro, una forma semejante a Jane Bunde bajo el aspecto espectral de Beata Beatrix, pero con el aura de los días hábiles”.
He estado hablando de lo que fue para mí el otro mundo en este, no del paraíso precisamente, porque el mundo del arte, aun en esa versión incipiente, nunca tanto, quizá, como entonces, es también el infierno. “La isla bienaventurada y desesperada” de Robinson Crusoe, en los términos de M. Robert.
Lo cierto es que del colegio salí al mundo para entrar prematuramente a ese mundo otro, cerrando a mis espaldas la puerta de modo tal —una solución de continuidad— que ella se borró, en seguida, de mi memoria consciente. En la actualidad misma, me niego, salvo error o excepción, a reconocer a mis ex compañeros de colegio en las calles. Mi olvido de los nombres tiene su origen en ellos.
Cuando casualmente departí con uno de ellos, en su casa de fundo, hace unos tres años, no me asombró que él los recordara a todos: los había seguido viendo toda su vida. Percibí, más bien, en esa fidelidad al pasado, por lo demás conmovedora, la forma básica del infantilismo en que descansa la burguesía tradicional para perpetuarse. Chile es así.
Por mi parte “Me sumé a los que naufragaban en los últimos bancos, frente a un futuro opaco que oscilaba / entre el inconformismo y la pereza, / escépticos a una edad en que los otros empezaban a dar muestras / de un cinismo promisor…” (“Verbo Divino”, Antología al azar).
De más está decir que fracasé como estudiante en el Liceo Alemán y en otros colegios. No hace falta verificarlo en el Libro de Clases. Pero cuando publiqué el poema que acabo de citar, en una revista del año setenta, un señor hizo la verificación en el susodicho libro: 24,5 inasistencias durante el año escolar. Y escribió, a su vez, un poema de desagravio a sus maestros: “Pero no te perdono las malas calificaciones en conducta en 1942, / porque no fueron desencadenadas por la rebeldía / sino por la impavidez y el odio”. Me sorprende en este contexto la palabra impavidez. Quizás está bien aplicada: yo controlaba bien, a lo que parece, las perturbaciones de mi vida escolar.
A la experiencia poética como solución imaginaria al problema de la realidad, subyace la infraexperiencia del fracaso, la otra cara del “triunfo” que es, de por sí, el arte de la palabra.
Se ha dicho mucho sobre este tema. Solo quiero recordar aquí el rugido orgulloso de un viejo león de la poesía chilena, en su juventud de los años veinte: “Yo soy como el fracaso total del mundo, oh pueblos” (Pablo de Rokha), que me suena ingenuo e impresionante. El exitismo, el éxito perseguido y logrado de ciertos poetas, me parecen manifestaciones escandalosas de la vida literaria.
Otra de las antesalas del otro mundo en este fue para mí, desde el año 42, la Escuela de Bellas Artes, vinculada a la familia materna por ese tío pintor, que enseñaba allí. Él me preparó en su taller para que diera en la escuela un examen de admisión, que pasé a los doce años. Mi padre renunció a que yo hiciera cualquier tipo de estudios útiles, cifrando una cierta esperanza, que no era última y sí firme, en mi vocación. Me iría bien si hacía lo que quería. Fue criterio.
Bellas Artes no era un colegio de curas. A mí me impresionó como si hubiera sido un templo al que llegué a pagar mi noviciado. Esa grandeza no tardó en desmoronarse. Pero, por muchos años, la Escuela fue mi segunda casa y un hogar bien abastecido por “la corte de los milagros”.
Estudié pintura con don Pablo Burchard, si por estudiar se entiende escuchar la lección del maestro como quien oye culposamente llover. Seguía en esto el ejemplo de jóvenes mayores (José Balmes, Luis Diharce) más seguros que yo de los beneficios de esa indisciplina. Aprendían de Cézanne, de Van Gogh y de los Fauves.
Burchard estaba más lejos de nosotros que nosotros de él. Avanzaba desde el siglo XIX por un camino propio, soberanamente. Tiene hoy día la actualidad de un arte logrado.
La Escuela era un pequeño mundo descentrado donde pasaba de todo. Sobrevenían desastres: el suicidio de Olivier, que mató a la novia de otro; muertes prematuras, como la de Anita Barra, que era una maravilla; fantasmas como la ex mujer morfinómana de un fabricante de marcos y cuadros; actos de violencia en los que alguna vez salió a relucir un cuchillo; desmoronamientos alcohólicos de superdotados. Había allí un alumno que iba a mendigar, años más tarde, en las inmediaciones de la Escuela; uno o dos locos; hombres que iban a ser ultimados y desfigurados por otros hombres; gente que sería inexplicablemente insignificante cuando abandonara ese nicho ecológico. Pero cada cual encontraba allí a la gente de su tribu en una comunidad sin clases, mucho más integrada que la sociedad chilena de afuera.
Quizá se trataba de una utopía anárquica, pero la inspiraba la Escuela, después de todo.
Habiendo vivido en esos ámbitos resulta muy imposible casi pronunciarse, como no sea en forma errónea, por lo que la realidad ofrece en materia de sociedades modelos, desde sus agencias de publicidad ideológica: la comunidad de los artistas no tiene correlato político.
Creía ser ya un pintor cuando empecé a envidiar sanamente a los poetas. Escribí versos pésimos por los que fui rechazado por bardos de veinte años, de los que nunca más se supo, de sus sociedades de melena y corbata de humita. Para hacerlos retractarse escribí unos mejores, a fines de los cuarenta, pero esa mejoría significó mi postración como “artista plástico”.
El pintor que no fui me ha inquietado durante toda la vida, pero esa inquietud es también euforia en la contemplación de la pintura real de los demás. Las vanguardias odiaron a los museos, yo los amo desde 1965, año en que viajé por primera vez por Europa como becario de la Unesco en museología. He escrito muchos poemas a partir de pinturas; mi bitácora de ese año fueron los originales de Poesía de paso (premio poesía Casa de las Américas, 1966), donde las ciudades son pinturas y las pinturas son ciudades.
En Bellas Artes como alumnos fugaces, visitantes o escribientes al servicio de la Facultad, en el casino de la Escuela y en el Parque Forestal —el pequeño Retiro de Santiago—, nos conocimos muchos de los integrantes de la generación del cincuenta. Hayan escrito libros o no, ellos son para mí Mario Espinoza, Alejandro Jodorowsky, Claudio Giaconi, la Quenita Sanhueza, Alberto Rubio y yo. Los tres primeros emigraron muy jóvenes a Europa y los Estados Unidos. Espinoza, que iba a ser, en su opinión, el Joyce chileno, era antialcohólico y demasiado brillante. Murió en la oscuridad, de excesos varios, en los trasmundos de Los Angeles, San Francisco. Jodorowsky es el autor de El Topo y otros filmes. Cuando pasan esa película en el Village, se arremolinan, ante la puerta del cine, miles de jóvenes de aspecto pavoroso, que parecen los hijos de la imaginación del “Buitre”, concebidos hace treinta y cinco años en el barrio Matucana, Chile. Giaconi ha vuelto a escribir, después de treinta años de trastierro, ante la computadora, una novela de miles de páginas. De los otros no hablo porque me los puedo encontrar en cualquier momento. Basta con esto para una ligera fotografía de grupo —la generación del cincuenta que trompeteó Lafourcade, nuestro líder de opinión.
Pero de esa generación (¿y de cualquier otra?) es más fácil hablar negativamente. Yo percibo, ante todo, nuestras diferencias; ahora con más simpatía que antes. La práctica de la antropofagia y el terrorismo cultural no eran, entre nosotros, hábitos muy notorios. Buscábamos la publicidad espontánea, no sistemáticamente, como buenos muchachos. Incluso admirábamos, previa rigurosa selección, a alguno de nuestros mayores. Por ejemplo, a Nicanor Parra.
Antes de conocer a Parra —creo que el 49— fui víctima de la revelación poética, y escribí cientos de poemas de tejido flojo y brillante, que Espinoza y otros celebraron. Leía a Valéry casi en francés, a los simbolistas, un poco a los surrealistas, incluyendo a los chilenos. Parra fue el balde de agua fría, el pulverizador de la poesía pura y del dictado automático a la europea. Después de conocer a Parra, traté, más bien inútilmente, de iniciarme en la poesía anglosajona, que era su escuela. Desconfié del hipnotismo poético de Neruda, y, en un nivel más bajo, de las “combinaciones y figuras literarias” de ese tiempo. Incorporé el relato a la poesía y un narrador personaje de tamaño natural. Creo, sin embargo, que no he imitado nunca a Parra, salvo conscientemente, como se hace el guiño de la intertextualidad. La imitación estaba prohibida inter nos, era el indeseable tic de la flojera mental. Nicanor, demócrata del oficio de la palabra, ofició como jefe de taller. De allí salió El Quebrantahuesos, diario mural: la perfecta copia original del collage surrealista. Según nuestra mitología, los mandrágoras —surrealistas chilenos— se rindieron ante esta expresión de mestizaje, ellos, que eran afrancesados.
Solo a los treinta y cinco años salí por primera vez de Chile rumbo a Europa, con una beca de museólogo, otorgada por arte de birlibirloque. Al sentimiento de incompletud que había llegado a la euforia verbal en La pieza oscura, se sumó “para siempre” el tema del viaje de muchos de mis libros, a partir de Poesía de paso. Solo he vivido en Chile, pero he muerto —con perdón— de ciudad en ciudad o, más bien, he sido en todas ellas un ciudadano fantasma, prescindible y apasionado. (“En el gran mundo como en una jaula / afino un instrumento peligroso”).
La desdramatización y el dramatismo son el diástole y sístole de mi escritura, pulsión que se acelera en los muchos poemas que llevan por título “La despedida”, Pena de extrañamiento, etc., incluyendo La pieza oscura, donde el país extranjero es la infancia; el visitante, la memoria; y donde de estos electrodos brota, en el lenguaje, la fantasmagoría que se refleja en él; pues el lenguaje es, también, un fantasma, y el poema, una materialización. Agrego que algunos de mis poemas de viaje son postales que envié, en su oportunidad, a algunas personas. Así como otros han sido cartas y recados, regalos públicos.
Los poemas políticos que figuran en este libro, más bien orientado hacia lo que un poeta español juzgó una épica personal, son los menos, y no militantes. Su referente es la horrorosa dictadura de un capitán general en Chile, y nada más. El espíritu de negación carece de proyectos y no profetiza. Su trabajo consiste, en este caso, en abarcar el carácter intolerable de una situación, no en remediarla. Lo demás es discurso político o profecía. Yo me aferro a la literatura que, como es la precariedad misma, no debe engañar.
A mi modo de ver, la escritura muere en el partidismo, subordinándose a la política, esto es a la lucha por el poder. Si hubiese una doctrina que luchara, en la práctica y exitosamente, por la disociación del poder y la política, encontraría mi partido. En el intertanto, esto es siempre, no me sustraigo, porque me parece imposible, a reunirme en el lenguaje con los monstruos que engendra el sueño de la razón.
(Enero, 1988)