Reír

“Si erradicar el bullying, la intolerancia y las fobias agresivas es el fin que justifica la reducción del humor, podría aceptarse, no sin inquietud, la seriedad como destino. Pero es un falso dilema”, afirma el autor de este lúcido ensayo sobre la risa, que desmiente los atributos negativos que se le han achacado y celebra su capacidad de abrir nuevas perspectivas, especialmente en la literatura.

por Vicente Undurraga I 27 Diciembre 2022

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¿Para qué vivimos sino para entretener
a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?
Jane Austen

Ya ni en boca de tontos abunda la risa, aunque nunca ha sido así. Bien mirado, jamás en la boca de los tontos ha abundado la risa. Sí el rictus de la severidad, que está más arraigada en el espíritu humano que la suspicacia y la ironía. Hoy, cuando la religión es más bien un recuerdo en retirada, el pálido reflejo de un antiguo poderío, los credos laicos se incrementan y otra vez la severidad se alza como virtud, una nueva castidad de la cual se derivan la intransigencia, la expresión enfática, la voluntad de sanción, actitudes que son vistas como valores o, cuando menos, como valiosas.

El humor tiene muchas capas y efectivamente una de ellas, la primera, la más elemental, suele ser contraproducente para alcanzar algunos avances culturales, porque en ese nivel básico el humor actúa como coraza, como repelente de la diferencia, de toda diferencia. Es ahí cuando el dicho es cierto, que la risa abunda en la boca de los tontos, pero esa es una risa molesta, chillona, muy parecida al grito aterrado de un cobarde.

Descontadas esa y la falsa, las risas amplían el mundo. Sobre todo, la risa que señala que hemos tomado conciencia de la fragilidad absoluta de nuestra existencia. Como llorar, reír es un instinto, se ve en los recién nacidos, pero a reír también se aprende. Apollinaire recuerda en un poema la noche en que conoció a su gran amigo André Salmon: estaban emborrachándose “sin saber aún reír”, escribe, hasta que “la mesa y los dos vasos se volvieron un moribundo que nos lazó la última mirada de Orfeo / los vasos cayeron se quebraron / y aprendimos a reír”. Desde entonces abandonaron la pomposidad y vivieron como “peregrinos de la perdición”.

En castellano, el verbo para la amistad, amistar, no pega ni junta, como sí lo hacen los verbos para el amor, amar; la crianza, criar; la colaboración, colaborar. Quizás porque el verbo que mejor describe la amistad es el reír. Que es una manera de relacionarse sin rigidez con las ideas, los hechos y las personas. Cuando se ríe se rompe el encantamiento del mundo ideal, pero se abre el encanto del real.

La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa.

Reír es también una forma de aprender a perder. A soltar el control, resignarse y virar; incluso los problemas más irritantes se vuelven llevaderos con la distancia de la risa, por ejemplo, cuando el computador contrae el virus de la doble tilde, falla tecnol´´ogica que impide acentuar las palabras, pues al apretarse la tecla correspondiente aparece una doble tilde antecediendo a la letra que deb´´ia tildarse, noci´´on, ´´impetu, energ´´umeno, G´´ongora, huev´´on, etc´´etera, y as´´i no hay c´´omo seguir.

Hay pérdidas más hondas, pero la liberación que intermedia la risa es la misma. Una que tiene el sonido no de la burla ni del miedo, sino del aflojar, de la duda y de la ironía, que alguien definió como la sonrisa del intelecto. Se ríe para descomprimir, para diluir la crueldad que en alguna dosis siempre habita el alma humana, para quitar pesadez a lo que innecesariamente la ha adquirido por temores o angustias o inercias. La risa relativiza, airea, pone a prueba convicciones, pero no implica alejarse de todo valor, regla y hondura. En lo absoluto. La risa no es payaseo.

La risa es más seria que la actitud plañidera.

Porque el mundo es adverso y la risa es una resistencia, mientras el lamento y la queja son una redundancia, una entrega, muchas veces perfectamente comprensible, pero son eso. “La pena, Señor, es una especie de pereza”, escribió Saul Bellow.

Reír es un instinto y un aprendizaje, pero también una decisión. Quizás su llegada no se puede forzar y hay caracteres que nacen serios o amargos, pero en toda vida hay un momento en que la risa como actitud y horizonte se ofrece y hay una lucidez en dejarla entrar, en abandonar convencimientos e inflexibilidades para hacerle espacio a ella y a lo que con ella ha de venir: nuevas amistades y perdones, nuevas maneras de ver lo de siempre, saberes y sabores nuevos. La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa. Puede ser sarcástica, negra, blanca, discreta, muda incluso o de carcajadas, pero en el fondo es una y la misma: la preferencia por lo incierto.

Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa.

No todos aprecian la risa. Algunos la oponen a la seriedad o la pena. Ahora y siempre. “Yo no envidio a los que ríen: es posible vivir sin reírse… ¡pero sin llorar alguna vez!”, escribió Gustavo Adolfo Bécquer. Por fortuna, la versión melosa del romanticismo, que caló hondo entre pedagogos y fulminó a tanto colegial desavisado, no es la única. Novalis, en alto contraste, escribió un poema glorioso: “Aún soy aquel que ayer por la mañana / le cantaba himnos al dios de la frivolidad / y por encima de toda seriedad y preocupación / aún conservaba la vana alegría”. La seriedad está bien en ciertos planos de la vida, no aplanando la vida entera. Más cerca en el tiempo y el espacio, el poeta chileno Héctor Figueroa escribió: “La vida es larga y pesarosa / ¿para qué abrumarla con lloriqueos?”.

Siempre ha existido la risa como modo de ver y procesar el mundo, pruebas hay en la literatura de todas las épocas, incluidas las más oscuras. Aristófanes o Diógenes en el mundo griego (cuando Platón definió al hombre como un animal bípedo implume, Diógenes se presentó entre sus alumnos con un gallo, lo desplumó y dijo que ahí estaba el hombre platónico), Catulo o Marcial en el latino, los goliardos en el medioevo, Chaucer y Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Sterne, Jane Austen, Thomas Bernhard, J. K. Toole, Wislawa Symborska, Roque Dalton, Mario Levrero, Susana Thénon.

Son casos conocidos de alto humorismo. Pero es que hasta San Juan de la Cruz sabía que reír es esencial. Aunque entregado a su vocación mística y sacerdotal con el denuedo de pocos, sabía bien, como escribe su biógrafo, Gerald Brenan, que “no todo era oración, ascesis espiritual y contemplación”. Por eso en los días festivos salía a pasear con sus cercanos y discípulos y “sentándose en el suelo, les contaba cuentos graciosos para hacerlos reír”. No se sabe, puntualiza Brenan, qué cuentos serían, pero se sabe que eran acerca de Dios. Nada menos.

Podrá el reír quedar más arrinconado en unas épocas y más en el centro en otras. Aunque siempre habrá que revisar esto con ojo aguzado, porque allí donde cunde la solemnidad la risa no desaparece, al contrario, es profusa y más creativa que nunca en su abrirse paso, en su liberar. Lo demostró monumentalmente Mijaíl Bajtín al estudiar la obra de Rabelais y la cultura popular medieval y renacentista, en la cual “el mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época”. Esa es una época que fue tenida por oscura y plana por parte de gente oscura y plana, siendo en realidad una inmensa porción de siglos donde, en contraposición a la tenebrosidad católica, el deseo, lo carnavalesco y el humor cundieron al punto de que, dice Bajtín, “la risa se introduce también en los misterios”.

Los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.

Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa. Entre las cuestiones que han moldeado la mejor cultura del país está el sentido del humor de sus habitantes, ese que opera como desarmaduría de dramas y visiones de mundo maniqueas y opresivas, esas donde la gravedad, la infalibilidad y la coherencia son, más que unos valores, Los Valores. Habría que rescatar para la vida el humor filosófico de un Raúl Ruiz, que supo tomarle el pelo hasta a los exiliados en 1974, sin ser despreciativo del dolor. O de una Violeta Parra, que en “El Albertío” burla con gracia al amante ingrato: “Yo no sé por qué mi Dios / le regala con largueza / sombrero con tanta cinta / a quien no tiene cabeza”. O de un Alfonso Alcalde, que es de alguna manera nuestro Rabelais, aquel que al lamento antepone la carcajada, la picardía y la búsqueda del goce entre los inevitables senderos vitales de la pérdida y el dolor. “Se trata, entonces —escribió Alcalde— , de movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y de los huevones a la vela”.

La risa, así entendida, puede desbaratar la cerrazón y lo dañino más eficazmente que nada. Puede incluso salvar vidas. Mauricio Redolés cuenta en sus memorias cómo una risa ligera aireaba la vida en los campos de detenidos donde estuvo (y cuenta también la historia del tipo al que, tras intentar suicidarse metiendo la cabeza al horno, los amigos para liberarlo acaso de su pesadumbre lo apodaron el Cabeza de Queque). “Ríe cuando todos estén tristes”, pedía el Jappening con Ja en los años 80 y había algo sórdido con eso en tiempos ominosos. Hoy, en cambio, cuando tantos están dispuestos a exhibir su enojo e intransigencia, el que ríe último estará riendo tarde solo por temor. “La verdadera seriedad es cómica”, escribió Nicanor Parra, apuntando a las formas autocomplacientes y pesadas de la vida burguesa y está por verse si sabremos vivir a la altura de ese pensamiento.

Especulo todo esto en tiempos donde el humor y su poder liberador se ven algo reducidos. Los machos boludos que aún confunden diversión con denigración y que se desenvuelven en la vida como si siguieran en el patio del colegio, los hombres y las mujeres dogmáticas que en vez de abrir el mundo pretenden estrecharlo, los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.

Y así el buen humor, como la lluvia, escasea. Suena exagerado, pero la distancia irónica y la voluntad desdramatizadora no abundan como sí la gravedad, los militantes del reproche odioso, los haters, cuyo mix, si hay internet, da origen al troll, ese infrahumano que habita en las redes con amargura. Este fenómeno —pasajero, quisiera creer— no ocurre, como pudiera pensarse, por efecto del surgimiento de un nuevo sentido común —que ha obligado razonablemente a revisar los tratos y costumbres—. Flaquea el reír más bien por la falta de una visión amplia y comprensiva y compasiva del mundo, flaqueza por la cual terminan tantos convertidos en embajadores de sus propias estrecheces, acotados a la eterna tallita elemental o encerrados en el reducto ideológico o discursivo en que se han decidido situar o, más bien, al que han sido relegados por sus formadores o frustraciones.

El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo.

Si erradicar el bullying, la intolerancia y las fobias agresivas es el fin que justifica la reducción del humor, podría aceptarse, no sin inquietud, la seriedad como destino. Pero es un falso dilema. El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo. El humor, más bien, ha de mutar, reenfocarse, rozar de nuevas maneras las humanas bajezas para de ese modo seguir siendo lo que siempre ha sido: un escudo contra lateros y soberbios, un detector de imposturas y ridiculeces, un antídoto para las beaterías y los convencimientos estrictos, un bálsamo para tomarnos el pelo sin dañarnos, un bastón del que agarrarnos en esta vida incierta que en cualquier momento perdemos, porque a este hermoso mundo vinimos a perder, no a ganar.

Por eso, como escribió Hermann Broch, “incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”. Y la risa es una forma de la felicidad. Hace poco, en un cruce de correos, mi abuelo nonagenario me comentó: “No sé dónde encontré esta cita de Spinoza que vale para todo: Hacer las cosas bien y perseverar en la alegría. ¿Por qué en este tiempo tan crítico se celebra tan poco la alegría?”. El malestar y la indignación no tienen por qué chocar con la alegría, que es una voluntad, una firmeza del carácter, un estilo que enfrenta al mundo, no una blandura que se complace en él.

Hoy, cuando en vez de caras en la calle andan mascarillas, es una belleza y una esperanza ver las sonrisas reveladas en su zona menos notoria pero más delicada, en la línea de los ojos. Imagen que recuerda el radiante poema de José Lezama Lima dedicado al reír de su hermana Eloísa, en quien “la sonrisa se agranda como la noche / y los ojos se reducen a una pequeña piedra / escondida”.

 

Imagen: Los comienzos de una sonrisa (1921), de Paul Klee.

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