Los miedos de Pepe Donoso

Este texto forma parte del segundo volumen de memorias del economista —que se publicará próximamente— y da cuenta, por un lado, del mito que representaba José Donoso al interior de la familia Yáñez y, por otro, del auténtico escándalo que causó la circulación del manuscrito de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu al interior del círculo más íntimo del narrador. La sola idea de que ciertos secretos muy bien guardados —relacionados algunos con la iniciación sexual de Donoso— salieran a la luz pública era motivo para que más de algún pariente amenazara con ir a tribunales.

por Sebastián Edwards I 2 Octubre 2024

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De niño, cuando yo no quería hacer las tareas ni estudiar, mi mamá me decía que iba a ser un “bueno para nada”. Yo la miraba impasible, y no le hacía ningún caso. La mayoría de las veces ella no insistía. Se encogía de hombros, como diciendo “allá tú”, y partía a hacer sus cosas. Pero a veces se exasperaba con mi indolencia y arremetía con fuerza. Su mejor línea de ataque era decirme: “Si sigues así, vas a terminar como Pepe”. Yo no tenía idea quién era Pepe, y seguía jugando al futbol con mis amigos del barrio. Ya a oscuras, cuando era hora de acostarse, hacía las tareas a toda carrera, muchas veces metido en la cama, sin ponerles demasiada atención. Un día, en el que ella mencionó el asunto tres o cuatro veces, finalmente le pregunté quién era Pepe. Sonrió con ironía y dijo, “Pepe Donoso, pues, hijo de la tía Alicia Yáñez, prima hermana de mi mamá”. Después de una pausa prosiguió: “Es nieto del tío Fidel Yáñez, que era hermano de mi abuelo Eliodoro”. Yo no conocía a ninguna de esas personas y así se lo dije a mi mamá. Entonces ella puso la cara de drama y me explicó que Pepe había sido un pésimo estudiante, tan pero tan flojo que lo habían expulsado de mi colegio hacía ya muchos años. Lo matricularon en un liceo, en el que tampoco prosperó. Terminó trabajando de peón en la Patagonia, en la hacienda de algún conocido o pariente que se había apiadado de la tía Alicia y del calvario que significaba tener un hijo “bueno para nada”. La historia me entró por un oído y me salió por el otro. En otras palabras, seguí jugando al fútbol hasta ya no ver la pelota por las noches.

Mi familia materna era enormemente competitiva. Recuerdo que se hacían listas de quién era la persona más inteligente o la más creativa, quién cantaba mejor o daba los mejores discursos; cuáles eran las mujeres más lindas y cuáles las más compasivas. En estas competencias estaba implícita una idea que nadie osaba contradecir: mi bisabuelo Eliodoro había sido el mejor para todo. No había llegado a ser presidente de Chile tan solo porque el maldito “Paco” Ibáñez le había arrebatado su periódico La Nación y lo había mandado al destierro. Pero todos sabíamos que de haberse quedado en Chile habría derrotado a Arturo Alessandri, su eterno rival en las filas del liberalismo, y hubiera gobernado el país con justicia.

A veces, por pura maldad, “los grandes” de mi familia también hacían listas de las personas más torpes, de los más flojos y los más sucios, de los bobos y de los que daban lástima. Era en esas listas en las que siempre figuraba Pepe Donoso. Yo aún no lo conocía, y me daba entre risa y pena que hablaran así de un pariente bastante cercano. Mientras más escuchaba su nombre, más curiosidad sentía. Una vez pregunté por qué tanta crueldad y tantas burlas. Alguien, no recuerdo exactamente quién, me miró de arriba abajo, hizo una mueca de desprecio y dijo: “Imagínate, enseña inglés en un colegio que se llama Kent o algo así. ¡Un profesorcillo en un colegio con nombre de cigarrillos! No le dio ni para el Grange ni el Saint George, tampoco el Instituto Nacional. ¡Un fracaso! ¡Pobre tío Fidel!”. Traté de imaginar al tío Fidel, pero no pude. La imagen de su hermano Eliodoro se aparecía en mi mente, con su bigote bien cortado, su sombrero hongo en la mano y un bastón que, suponía, tenía la cacha de plata pura.

Un tiempo después, hurgando entre los libros de mi padre, encontré un ejemplar de Coronación, la primera novela de Donoso, con su gran formato y portada verde-amarilla diseñada por Nemesio Antúnez. De inmediato la agregué a mi pequeña biblioteca. Creo que la empecé a leer para confirmar todo lo que había escuchado sobre Pepe: su torpeza y mediocridad, su falta de visión, los fracasos repetidos que lo habían hecho merecedor de tantas burlas. Pero nada de eso ocurrió. El primer párrafo me capturó de inmediato, especialmente cuando describe al repartidor del almacén del barrio como un “pequeño coleóptero oscuro y movedizo”. De inmediato pensé que alguien que escribía así no podía ser ni tan torpe ni tan perezoso como decían mis tías. Con el tiempo y después de libros sucesivos y fama incipiente, Pepe empezó a suscitar cierto respeto, incluso admiración, entre nuestra extendida parentela. A pesar de ello, no faltó la tía vieja que dijera que escribía cosas atroces, infidencias, chismes de mal gusto, cochinadas variadas y horribles. Y aunque dejó de ser blanco de burlas, Pepe nunca fue ungido ganador en las listas que hacían los Yáñez Bianchi; ni siquiera obtuvo una mención honrosa.

***

A veces, por pura maldad, ‘los grandes’ de mi familia también hacían listas de las personas más torpes, de los más flojos y los más sucios, de los bobos y de los que daban lástima. Era en esas listas en las que siempre figuraba Pepe Donoso. Yo aún no lo conocía, y me daba entre risa y pena que hablaran así de un pariente bastante cercano. Mientras más escuchaba su nombre, más curiosidad sentía. Una vez pregunté por qué tanta crueldad y tantas burlas. Alguien, no recuerdo exactamente quién, me miró de arriba abajo, hizo una mueca de desprecio y dijo: ‘Imagínate, enseña inglés en un colegio que se llama Kent o algo así. ¡Un profesorcillo en un colegio con nombre de cigarrillos!’.

José Donoso tuvo una relación difícil con Chile. Casi siempre se estaba yendo. Pero volvía. Por cuestiones médicas, para recuperar el lenguaje coloquial que empezó a perder en España, para estar cerca de amigos con quienes terminó peleándose aun después de su muerte, para derribar a los fantasmas que terminaron matándolo.

Cuando volvió definitivamente, yo ya me había ido. Me lo encontraba a veces, eso sí, durante mis visitas, en casa de mi padre. Recuerdo su obsesión, al hablar conmigo, un joven al que apenas conocía y que estudiaba economía en una universidad estadounidense, por dejar en claro que era un escritor “serio”. Esa era la palabra que usaba, una y otra vez, desde distintos ángulos, a veces en español y otras en inglés. Su último libro era La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, y sufría, me parece, por la posibilidad de ser considerado “frívolo”, un autor de novela erótica, un oportunista en busca de dinero, una versión masculina de Anais Nin. Incluso a mis ojos distraídos y obsesionados con temas tan lejanos como los modelos matemáticos y los sistemas de ecuaciones diferenciales estocásticas, era evidente que Donoso buscaba aprobación, alabanzas y felicitaciones de quien fuera, incluso de parte mía.

Un día, al terminar una tertulia, me preguntó cuándo regresaría a los Estados Unidos. Cuando le dije que lo haría en un par de semanas, me invitó a su casa de Providencia, donde se había instalado hacía poco. Me sorprendí, pero me sentí halagado y lleno de curiosidad. Por fin tendría la oportunidad de desmentir los embustes que mis tías habían proferido sobre el novelista años atrás; ahora podría comprobar su genialidad y visión, y podría preguntarle sobre el Boom y su vida en España.

Llevé mi ejemplar de Coronación que había atesorado desde los 13 años, para que me lo firmara. Hablamos de todo un poco mientras tomábamos el té: del colegio al que ambos habíamos ido en épocas muy distintas, de política, de libros. Mientras conversábamos, María Pilar, alta y elegante, entraba y salía del estudio, trayendo galletitas o simplemente para echarnos una mirada. En un momento se unió a la conversación, la que de inmediato se hizo más ágil y amena. Ambos se interesaron cuando les conté sobre mis intentos por tomar el seminario de Saul Bellow en la Universidad de Chicago, y hablamos largamente sobre Herzog y sobre los grandes novelistas judíos en EE.UU., incluyendo a Philip Roth. De ahí pasamos a hablar de los libros esotéricos de Alejandro Jodorowsky y de las películas de Raúl Ruiz. Los tres coincidimos en que la fama del cineasta estaba inflada por una crítica chilena sedienta por el éxito internacional de algún hijo de sus tierras. En un momento, María Pilar me preguntó si la familia Edwards era judía. Yo había escuchado la pregunta miles de veces, y para entonces ya tenía una respuesta preparada: “Sí, desde luego, a pesar de los intentos por parte de ciertas ramas por esconderlo, así era, y que yo estaba muy orgulloso de ello”. Cruzaron una rápida mirada entre sí, y María Pilar, en un tono ligeramente casual, dijo: “Ah, claro. Es gente de mucho talento”.

Al poco rato entendí el porqué de su invitación. Pepe quería darme un consejo. Me dijo, con insistencia, que no volviera a Chile, que me quedara en el extranjero, donde pudiera, donde encontrara trabajo. Mejor en Estados Unidos, aclaró, en Texas o en Oklahoma, en un lugar apartado donde nadie te conozca y puedas hacer tus cosas con tranquilidad. Especialmente en un sitio donde nunca te visiten los familiares, donde no tengas obligaciones y donde nadie hable de ti por tus orígenes y parientes, sino que lo hagan por lo que has alcanzado, por tus méritos y logros. Pero si no consigues una cátedra americana, de esas pagadas en dólares, agregó, vete a México o Colombia, a Irlanda o Gales, pero no regreses. Sería el error de tu vida. Ven de visita, pasa unas semanas en la playa, aliméntate de los chismes, pero haz tu vida profesional fuera. Mira por la ventana; no te metas en esta casa de locos, claustrofóbica.

Justo terminaba de decir su discurso, cuando María Pilar volvió a entrar en el estudio atiborrado de libros. “¿De qué hablan?”, preguntó con una sonrisa. Yo me quedé en silencio; me pareció que Pepe se sonrojaba. Luego de una pausa brevísima, imperceptible casi, dijo que no hablábamos de nada importante, de tonterías, de viajes y geografía, de gente que conocíamos. Una vez repuesto, carraspeó y dijo: “María Pilar, ¿por qué no le ofreces un drink a Sebastián?”. Usó el término en inglés; en vez de trago dijo drink. María Pilar salió sin decir palabra y a los pocos minutos regresó con dos gin and tonics. Uno para ella y uno para mí. A Pepe no le dio nada. Me sorprendí de que él no reclamara ni pidiera algo. Simplemente entrecruzó los dedos largos y huesudos, y esbozó otra sonrisa. Lo volví a ver muy poco. Casi siempre de paso, a veces en casa de amigos comunes, a veces en la playa donde quedaron sus cenizas. Yo le hice caso y no volví, y cuando viajaba a Chile, ir a saludarlo no caía dentro de mis obligaciones urgentes. En una ocasión, en 1993 o 1994, coincidimos en una comida. Al llegar al café me recordó sus consejos: “Ves, te ha ido bien y estás contento; yo tenía razón en decirte que no volvieras”. Sus palabras dejaban entrever una tristeza horrible. Miré a María Pilar, que intentaba explicarle algo a alguien, y luego lo miré a él. No supe qué decir, y volví a quedarme en silencio.

***

Cuando en el año 2000, el cineasta Fernando Balmaceda habló de la homosexualidad de Pepe, se produjo un escándalo generalizado. Los amigos que sospechaban de esto hablaron de traición y envidia por parte de Balmaceda. Pero a muchos de nosotros, miembros de una generación más joven, la historia nos resultó bastante indiferente. Recuerdo que en un viaje a Chile, una tía mencionó el hecho con aires de escándalo, en una reunión familiar. Cuando terminó de hablar, le pregunté: “Pero ¿qué importa? Era su vida privada”. Me miró con desaprobación, tomó su taza de té y lo revolvió rápido con una cucharita minúscula, mientras mascullaba en voz baja.

El primer tomo de los Diarios de Donoso fue publicado en el 2016, por Ediciones UDP. A pesar de sus más de 700 páginas, el libro solo incluye una fracción de los cuadernos que se encuentran en los archivos de la Universidad de Iowa. La selección de Cecilia García-Huidobro devela, poco a poco, el proceso creativo de Donoso, la manera compulsiva de revisar sus textos, los cambios profundos en las estructuras y diálogos, de locaciones y desenlaces. Participamos de sus miedos y rabias, de sus euforias y de sus envidias, pequeñas y grandes. En contraste con Julio Cortázar, para Donoso la literatura no era un “juego”; tampoco era “fuego”, como dijera Vargas Llosa en 1968, en su discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos.

En la introducción al capítulo titulado “La familia como abrevadero”, Cecilia García-Huidobro se refiere al libro de Donoso Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, un libro breve y autobiográfico. Antes de enviarlo a la imprenta, el autor compartió el manuscrito entre algunos amigos y parientes, para confirmar fechas y episodios, corroborar anécdotas y pequeñas historias. Para su sorpresa, uno de sus parientes se indignó, lo amenazó con llevarlo a los tribunales y pedirle a un juez que requisara la edición completa de esas memorias. Pepe trató de convencer a su primo de que el texto era inofensivo y humorístico, y habló de hacer modificaciones. Pero todas sus ofertas por corregir, alterar y cambiar o incluso disfrazar nombres y episodios, resultaron insuficientes. Lo que quería el pariente era que varios pasajes quedaran para siempre en algún cajón o caja fuerte, sin jamás ver la luz. Al final, como producto de esa censura, Conjeturas… se publicó trunca, como un librito delgado y sin mucha gracia, con decenas de páginas menos que el manuscrito original.

La noticia —o el rumor— generó revuelo en el mundo literario. Volaron acusaciones, recriminaciones y bravatas. Incluso, dicen, uno de los miembros de su taller, posiblemente Gonzalo Contreras —que tenía fama de camorrista—, preguntó al más puro estilo de matón de colegio: “¿A quién hay que pegarle?”.

Una pregunta que se repitió una y otra vez fue por qué Donoso había cedido ante las amenazas, sin siquiera haber dado la batalla. Algunos, con un enfoque utilitarista, recordaron el Ulises de Joyce y los Trópicos de Henry Miller, y argumentaron que no había nada mejor para un libro que la censura. Al final, aseguraron, cuando los Savonarola son derrotados y el texto se publica, las ventas son fenomenales. Es en ese momento cuando los chismosos corren a las librerías para decir que lo tienen y que leyeron un pasaje, que les pareció magnífico o mediocre, iluminado o vulgar.

Pero el comentario que más se escuchó fue que Pepe era un cobarde, un miedoso que entraba fácilmente en pánico, un escritor pesimista que siempre temía lo peor, que pensaba que sus libros fracasarían, que le robarían las ideas y lo plagiarían. Los más críticos decían que le daba miedo volver a Chile. Y también quedarse en España. Que si no hubiera sido por María Pilar, se hubiera paralizado en medio de sus dudas y en medio del océano, sin estar ni aquí ni allá. La conclusión era que había cedido ante las presiones del primo censor, porque le aterraba la idea de ver su nombre arrastrado por la prensa, en las páginas judiciales, entre ladrones de poca monta y financistas de cuello y corbata que se habían aprovechado de viudas y huérfanos para acrecentar sus ya abultadas fortunas.

¿Qué decían las páginas escindidas? ¿Cuántas eran? ¿Era tan solo un capítulo breve o se trataba de una sección contundente de la historia?

En su libro Correr el tupido velo, de 1999, Pilar Donoso, la hija de Pepe y María Pilar, escribe en detalle sobre el tema. Lo cortado, dice, era un segmento considerable, cerca de 100 páginas en las que Pepe escribe, dándose esas licencias que se toman todos los escritores, sobre la familia de su madre, los Yáñez. El primo censor —mi tío Gonzalo Figueroa Yáñez, hermano de mi madre— habría objetado que el novelista afirmara —o insinuara— que la madre de don Eliodoro Yáñez había regentado un prostíbulo para mantener a la familia a flote. Según la leyenda, esa mujer, de apellido Ponce de León, fue el modelo de la Peta Ponce, de El obsceno pájaro de la noche. En una carta de 1957, citada en los Diarios, Inés Figueroa, la mujer del pintor Nemesio Antúnez, le dice a Donoso que Neruda se murió de la risa con sus “descripciones maquiavélicas de la madre de don Eliodoro Yáñez, que era cabrona”.

Unos años después de la muerte de Pepe y María Pilar, la revista Rocinante publicó el texto que, supuestamente, quedó fuera de las memorias. Las dos páginas confirman la historia de Pilar Donoso sobre la trifulca familiar y la censura. En el texto, Donoso cuenta que en una visita de cortesía a don Luis Arrieta Cañas, un viejísimo y fanático admirador de Wagner que vivía en una casa barroca en los faldeos de Peñalolén, este le había contado dos cuentos sabrosísimos. El primero era la consabida historia de la madre de los Yáñez Ponce de León, en cuya casa, al norte del río Mapocho —el “lado malo”—, había un lupanar para funcionarios públicos, oficiales del Ejército o hijos de familia que buscaban iniciarse en el sexo. La segunda historia era que su tío Eliodoro, ese político tan temido como detestado en las primeras décadas del siglo 20, no era hijo de su padre, sino de Patricio Lynch, el último virrey del Perú, con quien la Peta Ponce habría tenido amoríos tumultuosos y prolongados. Era, justamente, ese vínculo con los Lynch lo que explicaba que Eliodoro haya descollado por su inteligencia y su mente fría y calculadora, distinguiéndose por sobre sus hermanos, incluyendo a Fidel, el abuelo de Pepe. Era también Lynch quien le habría dotado de esos ojos verdes, luminosos y brillantes, que todo el mundo admiraba y que muchos envidiaban. El texto de Rocinante agrega algunos detalles deliciosos, incluyendo que la casa de la Peta era conocida como el “Club de la Unión Chico”, y que las muchachas, por lo general del sur, eran seleccionadas personalmente por la cabrona, en un viaje anual en carruaje o carreta.

¿Es esta la única razón de la mutilación de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu?

Es muy posible, aunque también escuché una versión diferente. La razón de la censura, me dijo el primo censor, nada tenía que ver con la Peta, ni con la verdadera ni con la de ficción. De hecho, toda la familia había escuchado la historia de su posible pasado “alegre”, incluyendo la regencia de un burdel elegantito. Muchos de los que veníamos de ese tronco nos enorgullecíamos de estos antecedentes un tanto exóticos. Nos gustaba saber que veníamos de la Chimba, y que varios miembros de la familia, durante generaciones sucesivas y con un tremendo olfato, se las habían arreglado para avanzar en una sociedad tan estratificada como la chilena, casándose “hacia arriba”, como dicen los sajones para referirse a los que trepan en las esferas sociales.

Entonces, ¿qué otras razones hubo para la censura, por no decir el pánico del autor?

Lo que supe en su momento es esto: en esas páginas cercenadas, José Donoso habría contado detalles sobre sus relaciones con una pariente. Se trataba de relaciones carnales, posiblemente de una iniciación sexual. Al primo inquisidor le pareció de pésimo gusto que se anduvieran contando intimidades en textos que circularían ampliamente. Después de todo, en su colegio —el mismo colegio inglés al que fue Pepe— le habían enseñado que los caballeros nunca hablaban mal de las damas. Eso, independiente de los perjuicios sufridos o de las prebendas obtenidas en encuentros arreglados o casuales. Los caballeros no tienen memoria… y si tienen alguna relación con una mujer, de inmediato archivan el recuerdo, sin nunca contar lo sucedido. Hay tan solo una excepción para esa norma, y esa es que la señora o señorita del caso quiera que la historia se divulgue. Y Pepe, al escribir sobre el tema, violaba esa regla elemental en todo gentleman.

Yo no sé cuán cierta sea esta segunda historia. Lo que sí sé es que, en Correr el tupido velo, Pilar Donoso dice que debido al episodio su padre “cayó en una tristeza profunda, acompañada de un hermetismo que lo llevó a sacar ese conflictivo capítulo completo del libro, dejándolo medio trunco y reducido en cien páginas”.

Cien son muchas páginas, mucho más, desde luego, que las dos carillas que publicó Rocinante en octubre del 2000. Esto me hace pensar que lo divulgado por la revista es solo parte de lo que Pepe extirpó de sus memorias.

Cuando ese primer volumen de los Diarios (Donoso in progress) fue publicado, en el 2016, lo leí prestando especial atención a este asunto, con un ojo puesto en las razones de la censura y la claudicación del novelista ante las amenazas de su pariente. No sé si lo que encontré es lo que buscaba o si es tan solo una coincidencia, una casualidad, como las que suceden todos los días y que son difíciles de explicar. En la página 192, Donoso hace una larga lista sobre la importancia de los recuerdos de infancia en su literatura. A cada una de las remembranzas les asigna un número. En el 23 consigna el siguiente recuerdo:

Pilo [Yáñez] en la calle del Dieciocho, Carmen Yáñez, Gabriela Rivadeneira [esposa de Pilo], iniciación sexual.

El texto tiene 12 palabras. Si uno excluye las que denotan ubicación geográfica, quedan ocho; si además uno saca la referencia a Pilo y su esposa, quedan solo cuatro palabras: “Carmen Yáñez iniciación sexual”.

¿Es esta una prueba concluyente?

Desde luego que no; es tan solo sugerente e insinuante, pero creo que es suficiente para no descartar la idea de que la censura de las memorias tenía más de un motivo.

Cuando en el año 2000, el cineasta Fernando Balmaceda habló de la homosexualidad de Pepe, se produjo un escándalo generalizado. Los amigos que sospechaban de esto hablaron de traición y envidia por parte de Balmaceda. Pero a muchos de nosotros, miembros de una generación más joven, la historia nos resultó bastante indiferente. Recuerdo que en un viaje a Chile, una tía mencionó el hecho con aires de escándalo, en una reunión familiar. Cuando terminó de hablar, le pregunté: “Pero ¿qué importa? Era su vida privada”. Me miró con desaprobación, tomó su taza de té y lo revolvió rápido con una cucharita minúscula, mientras mascullaba en voz baja. Alcancé a escuchar una que otra palabra suelta. Decía que nada bueno se podía esperar de los colegios ingleses, famosos por estar llenos de pederastas, de profesores que tocaban a los adolescentes, los que, a su vez, repetían las tocaciones con niños más chicos, creando un círculo de perversión. Pensé en contarle la historia del joven Keynes, disputándose, con Lytton Strachey, los amores del pintor Duncan Grant, un chico rubio con aires angelicales.

***

Se le iluminó la cara y señaló un libro sobre el escritorio, en la parte más alta de una pila, y me pidió que se lo pasara. Eran los poemas completos de Cavafis, en la versión de Oxford. ‘¿Lo lees en inglés?’, le pregunté mientras le acercaba el volumen. Me miró como si la pregunta fuera estúpida y no me respondió. Abrió el libro y empezó a hojearlo. ‘¡Qué maravilla!’, exclamó. Tan solo por decir algo le pregunté si leía el poema del regreso a Ítaca o el de la espera de los bárbaros. Volvió a sonreír y agregó que esos habían estado entre sus favoritos en alguna época, pero que ahora se inclinaba por poemas más simples e íntimos.

Vi a Pepe por última vez algunos meses antes de su muerte. Yo había llegado a Chile por unos días y llamé a mi tía Techy Edwards para que nos viéramos. Me dijo que, como había quedado de visitar a Pepe, podía acompañarla.

Pepe estaba en su estudio repleto de libros, sentado en una mecedora con un chal sobre las piernas. Se veía muy delgado, apesadumbrado y dolido. Me pareció que sus manos eran más huesudas de lo que yo recordaba. Nos saludó sin mayor entusiasmo. En mi caso, no era sorprendente, ya que nuestra relación era lejana, esporádica. Pero era rarísimo que no se alegrara de ver a Techy, amiga íntima desde la juventud, confidente temprana, con quien compartió miles de aventuras y a quien le había confiado las dudas que tenía de casarse con María Pilar. Al poco rato, Techy salió al patio para conversar con María Pilar y nos quedamos solos. Cada uno con su taza de té, frente a frente. Me habló de su padre y de la familia Donoso, de sus primos y tíos de ese lado, gente que yo no conocía, pero que él describía como admirables y distinguidos. “Pilarcita es mucho más Donoso que Serrano —comentó—, aunque a veces actúa como María Pilar”. Yo asentí, tomé un sorbo del té que ya se enfriaba y al cabo de un rato le pregunté qué estaba escribiendo. Esbozó una sonrisa lúgubre y me dijo que nada importante: “Reviso cosas viejas, textos en los que alguna tuve esperanza, pero que ahora me parecen horribles. Pero igual reviso”.

Estas palabras fueron seguidas por un silencio incómodo, hasta que me di cuenta de que Pepe se había sumido en otro mundo. Después de lo que me pareció una eternidad, se ajustó los anteojos, se mesó la barba y preguntó: “¿De qué estábamos hablando?”. En vez de contestarle le dije que su taller literario había tenido un éxito enorme.

Sí”, respondió, “esa es la manera como voy a ser recordado. Como un buen profesor, como alguien que combinó, en su justa medida, la paciencia y la firmeza. Nadie se acordará de mis libros, solo recordarán a mis alumnos”.

Entonces le pregunté quién, en su opinión, era el más talentoso, el mejor escritor. Yo esperaba que dijera Arturo Fontaine o Carlos Franz o Alberto Fuguet, quizás Gonzalo Contreras. Pero no mencionó a ninguno de ellos. Sin vacilar dijo “Ágata”. Y luego de una pausa: “Ágata Gligo”. Yo había leído su libro Mi pobre tercer deseo y lo había encontrado sensacional, pero pocos compartían mi entusiasmo. Pepe apartó el chal de sus piernas y con dificultad se paró de la mecedora. Caminó hacia los estantes y rebuscó durante un buen rato, hasta que encontró la novela de Ágata. “¿La leíste?”, me preguntó. Antes de que pudiera contestar empezó a alabar el texto, su estructura y personajes, su dulzura sin sentimentalismos exagerados. Se volvió a sentar y hojeó el libro. Pensé que quizás me leería un pasaje, pero no lo hizo. Me preguntó si la conocía. Cuando respondí que no, dijo que debiera hacerlo, y se explayó sobre sus condiciones humanas, su belleza y la transparencia de sus ojos claros.

Al cabo de un rato le pregunté qué estaba leyendo.

Por primera vez, en toda la tarde, mostró cierto entusiasmo. Se le iluminó la cara y señaló un libro sobre el escritorio, en la parte más alta de una pila, y me pidió que se lo pasara. Eran los poemas completos de Cavafis, en la versión de Oxford. “¿Lo lees en inglés?”, le pregunté mientras le acercaba el volumen. Me miró como si la pregunta fuera estúpida y no me respondió. Abrió el libro y empezó a hojearlo. “¡Qué maravilla!”, exclamó. Tan solo por decir algo le pregunté si leía el poema del regreso a Ítaca o el de la espera de los bárbaros. Volvió a sonreír y agregó que esos habían estado entre sus favoritos en alguna época, pero que ahora se inclinaba por poemas más simples e íntimos. Entonces me leyó tres o cuatro. Yo nunca lo había escuchado hablar en inglés y quedé maravillado por su acento elegante, su dicción perfecta. He tratado de recordar qué poemas eran, pero no he podido hacerlo. Lo que sí recuerdo es que eran de un enorme erotismo y sensibilidad.

Cada vez que leo este poema póstumo de Cavafis recuerdo a Pepe: lo veo como lo vi por última vez que nos encontramos, esa tarde de mayo, sentado en su mecedora con las piernas cubiertas por un chal escocés, con un libro en sus manos y los ojos tristes:

Al mirar la fotografía de un amigo,
y su bella cara adolescente
(perdida para siempre; —la fotografía
estaba fechada “noventa y dos”),
la tristeza descendió sobre él.

 

Fotografía: José Donoso en la Universidad de Princeton en 1949. Cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

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