Mavis Gallant: la madre del cuento canadiense

Admirada por la célebre Alice Munro, Mavis Gallant era para nosotros una desconocida, no obstante la elogiaron también Margaret Atwood, William Maxwell y Russell Banks. Publicó más de 100 relatos en el New Yorker, pasó gran parte de su vida en Francia y escribe a la manera de Chéjov: sin efectismos, sobre la infancia como espacio de vaguedad y desconcierto; sobre la familia como origen incomprensible y del cual sobreponerse; sobre el mundo como suma de ficciones y penurias soportables. Alguien que está solo entre los demás.

por Marcela Fuentealba I 25 Enero 2021

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Nació en un lugar y un tiempo extraños: Montreal, Canadá, 1922, entreguerras, un país entonces pobre y dividido por las lenguas y las religiones. Hija de un matrimonio mal avenido de ascendencia inglesa, a los 10 años murió su padre y su madre no la quiso cerca: vivió de internado en internado (estuvo en 17 colegios diferentes), hasta que se puso a trabajar a los 18. Al poco tiempo consiguió ser redactora en un diario –los hombres estaban en la guerra– y empezó a escribir cuentos.

Hasta ahí llegamos con la información proporcionada por Los cuentos de Linnet Muir, algunos de los primeros relatos de la gran escritora canadiense Mavis Gallant (méivis galánt). Son los más autobiográficos de su larga y privada historia de vida: se casó con un señor Gallant y se separó rápido; en 1951 publicó su primer relato en el New Yorker (serían más 100) y se fue a vivir a París, donde escribió cuentos hasta los 91 años y murió en 2014. La admiraron y siguieron sus compatriotas Alice Munro y Margaret Atwood, entre muchos, como sus editores, William Maxwell o Russell Banks.

La primera voz de Mavis Gallant en su alter ego, Linnet Muir, comienza con una niña que entiende muy poco de lo que pasa entre sus padres y lo dice precisamente, en “Voces perdidas en la nieve”. En otro cuento el padre muere (le dicen que se fue de viaje), luego hablará con sus amigos (evasivos, enfermos, mezquinos). En “El doctor”, magistral retrato del médico familiar que escudriña la ambigüedad y las mentiras, escribe una síntesis de la infancia: “Inconscientemente, cualquier niño de menos de 10 años sabe todo. Antes de los 10 entra a una habitación y percibe de inmediato todo lo que se siente, todo lo que se calla, todo lo que se reprime relativo al amor, al odio y al deseo, aunque no pueda tener las palabras adecuadas para esos sentimientos. Es parte de la clarividente inmunidad a la hipocresía con la que nacemos y que se desvanece justo antes de la pubertad”. De repente vuelve a Montreal al terminar el colegio en el estado de Nueva York. Se busca la vida: la apaña su vieja niñera, que vive sin agua caliente. Trabaja en una oficina, luego en un diario.

Los cuentos reunidos en el libro son cada vez menos difusos y más divertidos, como el espléndido retrato que hace de una redacción periodística en “Con V mayúscula”, descarado e hilarante: “Apenas me di cuenta de que me pagaban la mitad de lo que ganaban los hombres, decidí hacer la mitad del trabajo. Me había pasado gran parte de la adolescencia evadiendo las clases de la secundaria con infinidad de recursos, desarrollando los trucos de escapismo que me servirían de una forma u otra toda mi vida”. Ve la mediocridad que escala como humedad en la pared, y la mira para apartarse y ser quien es, escribir por sí misma.

“Creo que eres subversiva sin darte cuenta”, le dice un compañero de trabajo, tan machista que tampoco se da cuenta. “Negativa, derrotista y subversiva son tres cosas que te han advertido no ser”, piensa ella. Al trabajar descubre que no se trata de trabajo, sino de sobrevivencia entre hombres solos, traicionados, borrachos, enajenados. “Desterrados en la juventud, como regla, los hombres remesa (HR en mi lenguaje privado) iban a la deriva por el resto de su vida”. Ella, Linnet, Mavis, desterrada desde la niñez, no iba a ser arrasada por la lejanía y la ignorancia de una sociedad hipócrita, quebrada de partida.

Estos relatos muestran que quizá para el lector lo menos importante de un cuento es cómo termina. Lo que pasa al final ya se sabe, o ya no importa, por lo mucho que pasó desde un comienzo, desde que empieza a leer la voz, completamente clara y privada que se desacomoda en el mundo.

Apenas pudo Gallant se fue a París, el sueño del artista de posguerra. Nunca distinguió entre inglés o francés en su cabeza, iba de un idioma a otro, aunque su obra la escribió en inglés, su lengua madre. En una de las pocas entrevistas de televisión que dio en los 60, su voz es tan suave como determinada, con acento dulce y marcado por el humor. Es seria y se ríe. Sencilla y elegante, vive sola y visita a amigos, muchos de ellos pintores (como su padre), y dice que decidió no tener hijos, aunque a veces cuida a los niños de sus amigos.

Cuando le preguntan si tiene una disciplina o rutina para escribir, responde radiante: “Escribir no es una disciplina, es una forma de vida”. Lo hacía a mano, luego pasaba a máquina. Se demoraba a veces años en un cuento, dejaba los textos y volvía a ellos, aunque publicaba sin pausa. Vivía en un departamento entre Montparnasse y el bulevar Saint Germain. Le gustaba ese mundo antiguo y variado, ir al mercado, a los parques, al teatro, a las galerías, librerías y tienditas.

La infancia, las relaciones de familia, las inadecuaciones con el mundo, fueron sus temas siempre. La infancia como espacio de vaguedad y desconcierto, pero de una intuición total sobre lo real; la familia como origen incomprensible y del cual sobreponerse; el mundo como suma de ficciones y penurias soportables; expatriados, ella y todos, entre supuestas decisiones y devenires. Alguien que está solo entre los demás.

Los cuentos de Mavis Gallant se distinguen porque sus personajes realmente no saben a donde van ni qué les va a pasar. Es como en las películas de Mike Leigh, que prefiere no decirle a los actores qué sucederá con sus personajes más allá de cada día, de modo que encarnen la incertidumbre o la seguridad de la situación. Si Gallant tuvo una “técnica” para escribir, era muy simple: se le aparecía una escena compuesta con algunos elementos y personajes, que empezaban a hablar entre ellos. Dijo que no hay que estudiar literatura: para escribir cuentos hay que leer a Chéjov. No hay que tener una infancia terrible para ser buen escritor: si fuera por eso, el mundo estaría lleno.

Estos relatos muestran que quizá para el lector lo menos importante de un cuento es cómo termina. Lo que pasa al final ya se sabe, o ya no importa, por lo mucho que pasó desde un comienzo, desde que empieza a leer la voz, completamente clara y privada que se desacomoda en el mundo. Solo cómo es. Quizá al lector solamente le interese esa voz que persiste entre las voces que pronto aparecen, cuando algo le sucede a alguien, cuando tiene que perder o cambiar. La voz de Mavis Gallant puede ser feroz, pero nunca fría; seria, pero nunca grave, siempre con humor, pues más que seca o irónica, escribe directo de la angustia y la alegría, de la experiencia de vivir y sobrevivir.

 

Los cuentos de Linnet Muir, Mavis Gallant (selección y traducción de Inés Garland), Eterna Cadencia, 2019, 152 páginas, $16.450.

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