Moviendo las fronteras de lo posible

Elicura Chihuailaf, reciente ganador del Premio Nacional de Literatura, recupera la matriz oral de su origen, la misma que tuvieron los aedas, bardos y weipüfes, los cuentacuentos latinoamericanos y los trovadores contemporáneos, y es capaz de poner ante el lector un paisaje –el del sur profundo de Chile– que llega a ser sobrecogedor. Es un gran poeta, por lo que no resulta del todo ajustado decir que en el fondo se está premiando a una tradición o una colectividad, como si los escritores mapuches carecieran de voz propia. Este ensayo da cuenta de la individualidad de Chihuailaf y también de lo rica, diversa y contradictoria que es la poesía mapuche.

por Pedro Pablo Guerrero I 5 Septiembre 2020

Compartir:

¿Quién ganó el último Premio Nacional? ¿La literatura mapuche o Elicura Chihuailaf? La pregunta surge al revisar la cobertura de prensa y las reacciones en redes  sociales, que cada vez se parecen más, quizá porque se retroalimentan mutuamente en una simbiosis inquietante. Pasada la sorpresa inicial, que daba por seguro el triunfo de una poeta, se quiso ver en el reconocimiento a un autor mapuche una jugada estratégica para apaciguar el “conflicto” que se vive en el sur de Chile. Un (calculado) gesto de buena voluntad. Sin embargo, tal sospecha se muestra claramente debilitada al considerar la serie de mediaciones burocráticas, institucionales y académicas que operan en la deliberación del jurado del Premio Nacional tras la última reforma legal a su composición, que disminuye aún más la injerencia directa del Ejecutivo. El Premio Nacional sigue siendo un premio político, en el sentido de administración de poder, pero las transacciones que lo dirimen se complejizan cada vez más, neutralizando la hegemonía de un solo actor dentro de un campo cultural altamente disputado.

Volviendo a la pregunta inicial, contestar que el más reciente Premio Nacional distinguió a un colectivo en lugar de a un creador tiene un punto de verdad, pero también mucho de estereotipo. Es cierto que Elicura Chihuailaf, un poeta nacido el año 1952 en la comunidad de Quechurehue (Cunco, Novena Región), abrió el camino a una serie de poetas de su misma etnia de generaciones más jóvenes: Leonel Lienlaf, Jaime Luis Huenún, Bernardo Colipán,  David Aniñir, Paulo Huirimilla, Maribel Mora Curriao, Graciela Huinao y otros. Sin embargo, interpretar el galardón como un reconocimiento meramente grupal habla mucho de la forma en que, desde la cultura dominante, seguimos viendo a los creadores de los pueblos originarios: células más o menos anónimas e intercambiables de un cuerpo cultural homogéneo; objeto de estudio, por antonomasia, del folclor y la antropología.

Existiría una “poesía mapuche”, de la cual sus cultores serían poco más que fuentes o informantes, como mucho intérpretes que modulan sus contenidos en las realizaciones individuales que solo, accidentalmente, se publican en libros, pasando a conformar una literatura todavía incipiente. Se le niega al poeta mapuche lo que el poeta no-mapuche, chileno y hasta “occidental” (sea lo que esto signifique) tiene ganado por derecho propio: un carácter distintivo, una personalidad diferenciada en el mundo de las letras, una voz propia.

Autoras como Claudia Rodríguez Monarca, en su estudio “Weupüfes y machis: canon, género y escritura en la poesía mapuche actual” (2005), han llegado a plantear la hipótesis de que “existe una relación homológica entre ‘la poeta’ y la figura de la machi y ‘el poeta’ y la figura del weupüfe”. Este último, también llamado weupife, era el orador o narrador que transmitía oralmente las historias de una generación a otra. Esta identificación resultaría ad hoc para quienes insisten en ver en el premio a Chihuailaf una especie de transacción para desactivar el “conflicto mapuche”: el reconocimiento a un poeta-weupüfe sería la moneda de cambio para un machi encarcelado. Permitiría entender, además, la pregunta que, desde posiciones feministas, quedó dando vueltas en las redes sociales después de conocido el fallo: ¿y por qué no una poeta mapuche?

Es fácil decir que el Premio Nacional 2020 reconoció a la poesía mapuche, como si toda ella fuera más o menos igual. Sin embargo, los que han seguido la producción de sus distintos autores saben que hay diferencias marcadas entre unos y otros, e incluso pugnas. No voy a hablar por boca de nadie. He sido testigo de estas contradicciones desde mayo de 1994, cuando fui invitado a cubrir, como periodista, el Zugutrawn o Reunión en la Palabra: primer encuentro de poetas chilenos y mapuches, organizado en Temuco por Elicura Chihuailaf y Jaime Valdivieso. Siempre he querido creer que aquel encuentro fue lo más parecido (a nivel simbólico) a los parlamentos que se celebraban entre los mapuches y las autoridades españolas y (luego) chilenas desde el siglo XVII al XIX. En ellas se negociaban las fronteras, las treguas y la devolución de los cautivos. Los asistentes a este “parlamento literario” de fines del XX tuvimos el privilegio de ver y escuchar en un mismo escenario a poetas como Nicanor Parra, Lorenzo Aillapán (el Hombre pájaro), Gonzalo Rojas, Graciela Huinao, Jorge Teillier, Lorena Lemuñir, Gonzalo Millán, Liliana Ancalao, Armando Uribe y Leonel Lienlaf. Estos dos últimos autores habían compartido, en 1990, el Premio Municipal de Literatura de Santiago, con Por ser vos quien sois y Se ha despertado el ave de mi corazón, respectivamente. El libro de Lienlaf tenía un prólogo de Raúl Zurita, quien ya en 1988 había escrito la presentación de En el país de la memoria, de Elicura Chihuailaf, consagrándolo como “uno de los más grandes poetas de nuestro país”.

El papel de Zurita en la eclosión de la poesía mapuche merece un capítulo aparte dentro de una tesis que aún no se ha escrito. Fue el “mentor”, como lo llama la investigadora española Selena Millares, de las dos figuras más importantes de los 90. No se trató, en todo caso, de un gesto paternalista, sino de un reconocimiento entre iguales, tal como el que manifestó Uribe por Lienlaf, quienes en el Zugutrawn de 1994 bajaron a pie desde la cumbre del cerro Ñielol conversando como dos viejos amigos.

Aquel encuentro se trató, a todas luces, de una presentación en sociedad, de un acto de validación ante el canon de la literatura chilena, pero el hacerlo en territorio mapuche, bajo la denominación bilingüe “Zugutrawn/Reunión en la Palabra”, ponía a todos en un pie de igualdad. Finalmente eran colegas. Nicanor Parra, que en 1991 había titulado y cerrado su discurso de aceptación del primer Premio Juan Rulfo, en Guadalajara, con la expresión “Mai mai peñi” (hola, hermano), se compró un poncho mapuche en el Mercado de Temuco que no se sacó durante todo el encuentro. No era cualquier poncho. Era una manta de lonko.

El papel de Zurita en la eclosión de la poesía mapuche merece un capítulo aparte dentro de una tesis que aún no se ha escrito. Fue el ‘mentor’, como lo llama la investigadora española Selena Millares, de las dos figuras más importantes de los 90. No se trató, en todo caso, de un gesto paternalista, sino de un reconocimiento entre iguales

En las discusiones que se dieron esos días quedó más o menos claro que había dos bandos, o al menos dos posiciones: quienes insistían en hablar de una literatura mapuche y quienes creían que era mejor referirse a ella como literatura mestiza, postura defendida con fuerza por el académico y novelista Jorge Guzmán. Si mal no recuerdo, entre quienes postulaban la existencia de la primera estaba una poeta vestida con el traje tradicional y las joyas típicas de su pueblo, Rayen Kvyeh, autora militante, que en los últimos años ha pedido desde todas las tribunas la libertad de los presos políticos mapuches, publicando el libro PAZcificación del Wallmapu. El despojo en manos del Estado en el territorio mapuche (2018).

En su ensayo “Poesía mapuche: deslindes sobre una textualidad fronteriza” (2012), la académica  española Selena Millares concluye que “la nueva poesía mapuche supone una propuesta paradójicamente mestiza”, por cuanto se entrega al diálogo intercultural, que debe ser forzosamente interlingüístico. Su naturaleza, admite, es controvertida por la dificultad y diversidad de sus transcripciones (en Chile aún no se ha conseguido la aceptación general de un alfabeto unificado); su funcionalidad (testimonial o artística); su naturaleza (aborigen o mestiza) y sus peligros: rozar el folclorismo, el babelismo, la inautenticidad y la transculturación.

“No obstante, su desplazamiento desde la oralidad hacia la escritura supone una propuesta de integración en el espacio hispanoamericano, y también de universalización, por su nuevo poder de difusión, sin duda eficaz”, concluye Millares.

Su ensayo, que destaca por su rigor documental, es extraordinariamente ponderado: no toma partido ni hace juicios estéticos. Sopesa el valor de los poetas de la tierra, apegados a una cosmovisión tradicional, de expresión bilingüe, tanto como el de los que se fueron a la ciudad, sin aprender el idioma de sus mayores, y desarrollaron su escritura leyendo autores extranjeros, adhiriendo a una estética del desarraigo y el outsider, como lo hace Jaime Luis Huenún: “Uno de los más notables cultivadores de la poesía mapuche actual”, según dice Millares de este autor que recibió en agosto el Premio Nacional de Poesía Jorge Teillier, de la Universidad de La Frontera, apenas cuatro días antes que Chihuailaf obtuviera el Nacional de Literatura.

En su ensayo, Millares constata que Borges emerge en los poemas de Cristián Antillanca, como Virgilio en los de David Aniñir; Eliot, Lihn y De Rokha en Bernardo Colipán; Kavafis y Esenin en Paulo Huirimilla; Quevedo en Miriam Torres Millán, mientras que Huenún hace de Trakl el eje de un poemario completo: Puerto Trakl (2001).

La aparición de la antología bilingüe La luz cae vertical (2018), de Leonel Lienlaf, en la misma colección del sello Lumen que acoge a Wislawa Szymborska, Raúl Zurita y Elvira Hernández, es otro elocuente acto de reconocimiento, esta vez desde la industria cultural.

Dentro de este panorama rico, diverso, vivo y contradictorio, la poesía de Chihuailaf se erige con una calidad propia, distintiva, y no solo como una marca de precedencia histórica. Chihuailaf no es el primero. Ni siquiera es un precursor. Antes que él estuvieron Anselmo Quilaqueo con su Cancionero araucano (1939) y Sebastián Queupul Quintremil y sus Poemas mapuches en castellano (1966). Descartado este argumento cronológico, que suelen esgrimir despectivamente las voces que cuestionan los méritos de su premio, queda hacerse cargo de la acusación de folclorismo: la poesía de Chihuailaf sería una idealización más o menos bucólica de una forma de vida que ya no existe en el mundo rural. Un anacronismo o “utopía arcaica”, como dijo Vargas Llosa a propósito de Arguedas.

Es cierto que, desde un punto de vista biográfico, contextual, la obra de Chihuailaf nace en una reducción indígena situada a 75 kilómetros al este de Temuco. Quechurehue forma parte del 6% del territorio original al que quedaron relegados los mapuches tras las campañas militares llamadas Pacificación de la Araucanía (1859-1882) y su correlato trasandino: la Campaña del Desierto.

Como en tantos escritores, Chihuailaf ha admitido que la poesía tuvo para él una función compensatoria. ‘Se inició en mí como una manera de conversación conmigo mismo, porque al estar lejos de mi lugar de origen pensaba que no podía hablar con otras personas de las experiencias que a mí, en esa lejanía, me sonaban todavía más fuertes: las voces de mi infancia’, contó en una entrevista hace ya 23 años.

Un territorio atomizado, remoto, de un aislamiento que hoy nos parece inconcebible, hasta bien entrado el siglo XX. Cuando el hablante lírico de Chihuailaf repite las historias que le contaban sus abuelos junto al fogón y canta a la naturaleza casi intacta que rodeaba su hogar, no está “embelleciendo” nada; se limita a recordar las experiencias de su infancia, como descendiente de lonkos, que, por cierto, fueron muy distintas a las de un Jaime Huenún en los suburbios de Osorno, o de Aniñir como obrero de la construcción en Santiago. Cualquiera que conozca el cielo de Quechurehue, el lago Colico y el río Allipén, en la comuna de Cunco, admitirá que es de un color ultraterrenal, y no se extrañará en absoluto de que el Azul, así con mayúscula, haya terminado simbolizando para los habitantes originarios de la zona la Tierra de Arriba o Wenu Mapu, adonde suben las almas de los muertos.

Los sueños, dentro de esta cosmovisión, permiten comunicarse con los antepasados. Los hombres son el Sueño de la Tierra y el sueño es, en consecuencia, la expresión privilegiada en la poesía de Chihuailaf. De sueños azules y contrasueños fue, precisamente, el libro que consagró literariamente a Chihuailaf al ganar, en 1995, el Premio del Consejo Nacional del Libro. “La lluvia es el Sueño del agua. El humo es el Sueño del fuego. El Azul del cielo es el Sueño eterno del aire”, escribirá en su libro de prosa Recado confidencial a los chilenos (1999).

No significa esto que Chihuailaf niegue o esquive la realidad de su pueblo en otros contextos bastante menos oníricos. En “Color de piel”, un poema poco citado, el hablante lírico reconoce a una mujer barriendo la calle a las seis de la mañana en avenida Caupolicán (Temuco), mientras otro joven se mueve en la portería de un edificio: “Nos miramos de reojo y nos reconocemos/ Yo que paso lento en un Peugeot 504 / inclino el rostro…/ Tenemos los tres el mismo status”.

Hay otro poema de Chihuailaf que consiste en un caligrama bilingüe con forma de árbol: “Leliwulfilmun ta fewla, pewmalen/ Mírenlos ahora, soñando”. Recupera en  el texto, en la palabra poética, lo que la depredación humana y el cambio climático están  eliminando del paisaje natural.

Como en tantos escritores, Chihuailaf ha admitido que la poesía tuvo para él una función compensatoria. “Se inició en mí como una manera de conversación conmigo mismo, porque al estar lejos de mi lugar de origen pensaba que no podía hablar con otras personas de las experiencias que a mí, en esa lejanía, me sonaban todavía más fuertes: las voces de mi infancia”, contó en una entrevista hace ya 23 años. Lo dijo cuando publicó Todos los cantos/Ti Kom Vl (1997), una selección de poemas de Pablo Neruda editados en castellano y mapudungún. No fue una iniciativa de posicionamiento espontánea. La idea de traducir a Neruda a su lengua se la dio su editor. Hasta entonces no había leído de Neruda más que cualquier otro lector chileno: unos cuantos poemas de amor. Lo sorprendió, entonces, hallar en un verso del Canto general esta imagen de Lautaro: “Elástico y azul fue nuestro Padre”. Correspondía exactamente a su visión de mundo.

Sin embargo, para Neruda el libro y la escritura fueron siempre el soporte privilegiado del canto. Chihuailaf, en cambio, no le atribuye esa centralidad: “Nuestra cultura se expresó primero en la oralidad y por eso algunos no quieren aceptar el hecho de que tengamos una literatura. ¿Por qué? Si el poema de alguien que tiene alfabeto hace el mismo recorrido del que no lo tiene. Ponerlo sobre un papel no hace más o menos valioso el mundo que describe”. La materialidad de la escritura le provoca a Chihuailaf la misma indiferencia que la supuesta perennidad de la escultura o la arquitectura: “Los monumentos materiales son, muchas veces, producto de la hipocresía, del querer servir a alguien y demostrarle que se le respeta. Por eso que siempre son destruidos para ser nuevamente levantados y deformados por otros. Nuestro monumento es la palabra y es el que más brilla, porque todos lo construyen y sostienen. Es, por tanto, el más perdurable”.

En consecuencia, el carácter oral de la poesía le parece a Chihuailaf un rasgo irrenunciable. No solo evita borrar sus marcas de origen (repeticiones, imágenes recurrentes, cierta tendencia al lirismo), sino que busca conscientemente la cercanía a la oralidad. Propone incluso el acertado neologismo “oralitura” para referirse a su estatus fronterizo. “Mis textos nunca están terminados, cambian de un libro a otro. Lo único que se mantiene es la musicalidad que acerca nuestros textos al canto”, afirma. Y es aquí donde la poesía ancestral de Chihuailaf adquiere un rasgo de extraordinaria actualidad: se desliga de su materialidad libresca tradicional y es capaz de asumir, con libertad, los nuevos soportes sonoros, retornando a la matriz oral de su origen, la misma que tuvieron los aedas, bardos y weipüfes, los cuentacuentos latinoamericanos y los trovadores contemporáneos.

Chihuailaf es un gran poeta, no solo un mediador cultural. Tiene un lugar bien ganado en el canon de la literatura chilena, que merecía ya un reconocimiento desde el Estado y no únicamente las palmaditas indulgentes, compasivas y paternalistas de nuestra intelligentzia criolla.

Relacionados

El yo quebrado

por Álvaro Bisama

Reír

por Vicente Undurraga