Metamorfosis, muerte y escritura: Canetti en Zúrich

Un recorrido por la capital suiza, donde el autor de Auto de fe pasó sus últimos 22 años y donde se encuentra, además de su tumba, el archivo con sus inéditos, es el punto de partida del escritor argentino para reflexionar sobre una obra en extremo original. Pocos narradores han mirado con tanta persistencia y coraje al poder y a la muerte, a lo que mueve al mundo y a la que es, en definitiva, la gran enemiga de todos los que aún respiramos.

por Hernán Ronsino I 28 Mayo 2019

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Hay un recorrido posible que empieza en Klosbachstrasse 88, en Zúrich, donde Elias Canetti vivió entre 1972 y 1994. Así lo recuerda una placa deslucida en el frente del edificio. En ese tiempo, Canetti ya había publicado su gran obsesión, Masa y poder, el libro al que le dedicó más de 30 años de su vida. O mejor dicho, su vida entera. Había nacido en Rustschuk, Bulgaria, en 1905. Había mutado de una lengua a otra y de un país a otro. Tuvo que aprender a la fuerza el alemán después de la muerte de su padre (“una lengua materna implantada tardíamente y con verdaderos sufrimientos”, dice en sus Apuntes). Las fronteras y las identidades que cambian, que no terminan de cosificarse en un arraigo nacional, atraviesan su personalidad y su obra. Será recién en Zúrich donde encontrará un lugar, como se dice, propio. El tiempo y la tranquilidad de la ciudad lo hacen posible. Luego de recibir el Premio Nobel en 1981, se retira de la escena pública. Reacio a las entrevistas, se camuflará en la intimidad. El 14 de agosto de 1994 muere en esa casa amarilla, en el barrio Römerhof.

A pocos metros de su casa –un edificio sin muchos lujos, con una fachada más bien contemporánea, en donde conviven varios departamentos– se encuentra el Dolderbanh. Una pequeña estación desde la cual parte un tren –es un funicular– que sube el cerro. Son tres estaciones. La marcha es morosa y rutinaria. En medio del camino, cuando se cruza con el tren que baja, el tren que sube se esconde en un recodo porque solo hay una vía disponible. Se lo conoce como el inusual passing loop. En esa espera se ve la parte trasera de una casa: los juegos de jardín, las sillas. La combinación siempre es perfecta. Los trenes se encuentran de manera precisa en ese lugar. El resto del viaje se da entre residencias y un bosque creciente que impone un clima melancólico en el invierno y una incipiente euforia que contagia el aire en primavera.

Zúrich es una ciudad que encarna de manera perfecta una de las ideas centrales de Canetti: el concepto de metamorfosis. Si bien habla de la metamorfosis como un atributo humano, la ciudad es un reflejo de eso. El contraste entre el invierno y la primavera no solo provoca las tensiones obvias en el ambiente, transforma además los modos y los movimientos de las personas. Pero también hay un contraste profundo entre la ciudad amable y respetuosa de la diversidad, con esa otra cara oculta y misteriosa del mundo de las finanzas. La ética protestante que tan bien describe Weber en su clásico libro, regula el orden de las cosas. En ese juego de máscaras y mutaciones se despliega la vida urbana.

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La lectura de La metamorfosis de Kafka resultó, para Canetti, una verdadera revelación. Kafka vino a abrir un universo que, complementado con las ideas de Karl Kraus, marcan los trazos gruesos de las influencias estéticas y filosóficas de Canetti. El concepto de metamorfosis, entonces, ocupa un lugar de relevancia en Masa y poder, lo que equivale a decir que se trata de una piedra fundamental en su definición de la condición humana. La metamorfosis es lo que mantiene encendida la potencia de la vida. Pone a los hombres en un estado de creatividad. La verdadera metamorfosis, de este modo, nos salva de la muerte. Y la muerte, para Canetti, es la verdadera Enemiga a quien hay que vencer. Pero, a su vez, no es posible hablar de la muerte sin ponerla en relación con el poder. “De los esfuerzos de unos cuantos por apartar de sí la muerte fue surgiendo la monstruosa estructura del poder. Para que un solo individuo siguiera viviendo se exigían infinidad de muertes”, dice en La provincia del hombre. Por lo tanto, la metamorfosis es una manera vital de luchar contra la muerte y, así también, contra las formas predominantes de poder.

Hay un contraste profundo entre la ciudad amable y respetuosa de la diversidad, con esa otra cara oculta y misteriosa del mundo de las finanzas. La ética protestante que tan bien describe Weber en su clásico libro, regula el orden de las cosas. En ese juego de máscaras y mutaciones se despliega la vida urbana.

En Masa y poder se vislumbra una búsqueda y un trabajo de ruptura con el cientificismo y el método riguroso (en su juventud estudió química, pero se distanció después del viaje iniciático que realiza a Berlín) que ubica al autor en un lugar de desfase o desplazamiento. Esa perspectiva le permite a Canetti introducir una mirada que es fuertemente cuestionada por el marxismo o por el estructuralismo predominantes en esa época. Porque los ejemplos que Canetti pone en su obra para pensar la relación entre masa y poder son ejemplos que no hablan de un devenir histórico, ni de las tensiones de clase o de la historia contemporánea; si bien el nazismo lo marca de un modo incluso biográfico, no lo aborda explícitamente aunque su gran objetivo sea, con este libro, construir una crítica a los totalitarismos y “tomar por el cuello al siglo XX”. Además, los ejemplos con los que trabaja son aislados y de un pasado lejano (reyes, guerreros). Es decir, como si fuera un pasado que no se toca con el presente.

La fuerza literaria se impone a cualquier método de explicación científica. Y es esa errancia, esa dificultad por clasificar el pensamiento de Canetti, esa fuerza de la narrativa que arrastra a sus ideas la que, finalmente, lo salva. Porque Canetti es un gran narrador. El comienzo de Masa y poder es un buen ejemplo de eso; incluso podría ser pensado como el inicio de un relato fantástico: “Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido”.

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Lo desconocido se despliega al descender en la última estación del funicular. Un bosque y un abanico de caminos se abren hacia distintas direcciones. Pero, en el fondo, todo está debidamente señalizado en Zúrich. También el camino que atraviesa el bosque. La naturaleza de este modo se muestra controlada por la disciplina del hombre pero provocando algo de su efecto original (de madrugada, es posible ver por la ciudad a pequeños zorros que descienden de los cerros y deambulan por las calles vacías). En medio del bosque se van sucediendo una pista de hielo, una piscina con un parque, a la distancia un restaurante y un hotel de lujo. El camino que sube y baja desembocará en el cementerio de Fluntern. Lo desconocido, en última instancia, y esto Canetti lo sabe bien, digamos, lo que lo desvela, es la muerte.

A los 50 años, Canetti escribió: “¿Qué le impide a uno llegar a los 90?”. Murió a los 89 y esta es su tumba en Zúrich.

Auto de fe es la única novela de Canetti. Se dice que en el sótano de la Biblioteca Central de Zúrich, en donde se encuentra el archivo Canetti, hay novelas inéditas. Pero habrá que esperar hasta el 2024 para saberlo, cuando se cumplan 30 años de su muerte.

Auto de fe surgió, según cuenta el autor en sus Apuntes, después de una estadía en Berlín que lo puso en contacto con artistas fundamentales en esos años: Grosz, Brecht, Babel. Esos meses de 1929 en Berlín fueron decisivos en la formación de Canetti. La exploración del mundo artístico berlinés, guiado por los mandatos de su admirado Karl Kraus, lo conmociona profundamente. Regresa a la pequeña habitación que ocupa por esos años en Viena muy cambiado. Atravesado por una fuerza creativa potentísima y, a su vez, en tensión con su moral puritana de origen. El título que durante gran parte del proceso de escritura tuvo la novela fue Kant se prende fuego. Tal vez sea la mejor condensación de lo que sentía Canetti en ese tiempo. Lo ascético, lo metódico, Kant, por un lado, y el desborde del deseo, el fuego, por el otro. Auto de fe es lo que queda, finalmente, de un largo proyecto imaginado en ocho libros. Cada libro se organizaría alrededor de un personaje y exploraría la locura: “Había entre ellos un fanático religioso, un tecnólogo soñador, un coleccionista, un poseído por la verdad, un despilfarrador, un enemigo de la muerte y un genuino hombre libro”. Esa serie de ocho novelas las pensaba como una Comédie Humaine de la locura. Pero Canetti solo escribe la historia del hombre-libro. Es decir, la historia de Peter Kien.

Kien vive recluido en el mundo de los libros. En el universo de las librerías y las enciclopedias. De niño sueña con tener una biblioteca. Pasará una noche, a los ocho años, encerrado en la oscuridad de una librería inmensa. Rodeado de fantasmas será consciente del dilema borgeano: tiene todos los libros que quiere pero no los puede leer en la oscuridad de la madrugada. Hay muchos puntos en común –una búsqueda semejante en esta novela– entre Canetti y Borges. Los libros y la memoria de Funes rondan como tópicos que los aproximan. Kien posee “una memoria casi terrorífica”. Son además contemporáneos y en la época en que Canetti escribe Auto de fe, Borges también está comenzando a procesar sus cuentos. Las diferencias son muy visibles. La más explícita es que Canetti escribe una novela de 600 páginas. Algo innecesario para Borges. La otra es que Kien no tolera la ceguera: “Kien juró quitarse la vida si algún día lo amenazaba la ceguera”. Es un hombre riguroso. Nunca en su vida dijo una mentira y cree que “la ciencia y la verdad son una misma cosa”. Hasta que en su vida estricta, en su ética kantiana, aparece Teresa, la inculta que despierta el deseo; la que trae el fuego del mundo.

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El cementerio de Fluntern es pequeño; está rodeado por el predio de la FIFA y el Zoológico de Zúrich. En junio, por ejemplo, está cubierto de rosas y tulipanes muy coloridos. Cuidado por un puñado de hombres que se mueven con tranquilidad; podando ramas, regando el césped, ensimismados en un soliloquio interminable, quebrado apenas por algún extranjero que necesita ubicarse para visitar a los “famosos”. Los cuidadores salen de sus profundidades con una amabilidad notable, indican en el aire cómo hacer para llegar a la tumba de los “famosos”. Los famosos, en este caso, no son muchos. Entre los más destacados están James Joyce y Elias Canetti.

El cuerpo de Canetti descansa desde 1994 en el cementerio de Fluntern, junto a la tumba de Joyce. La tumba de Canetti es pequeña, se confunde con las flores que la rodean y el césped, siempre verde. Es una tumba modesta.

Cuando Joyce muere en 1941, Canetti tenía 36 años, ya había publicado Auto de fe y empezaba el largo trabajo que desembocaría en la escritura de Masa y poder. Es probable, incluso, que haya visitado, una vez instalado en Zúrich, la tumba del irlandés. Es probable que haya posado casualmente su mirada sobre el pedazo de tierra que será luego, y para siempre, su morada “florida”. Tal vez después de una visita como esa, comenzara a pensar en lo que escribiría luego sobre los cementerios: “Los cementerios ejercen una fuerte atracción; los visitamos aun cuando no tengamos parientes enterrados en ellos”. En ese pequeño texto que forma parte de Masa y poder, Canetti describe lo que un visitante siente –la supremacía secreta que despliega– al recorrer las tumbas, al detenerse en los nombres y en las fechas que encierran una vida. Ese que recorre tiene el camino abierto aún, la potencia de la vida, incierta e imprevisible, pero proyectada como un enigma: la posibilidad de la metamorfosis. En cambio, dice Canetti: “¿Cuánto daría el muerto por estar al lado del observador?”.

La muerte como obsesión se despierta desde pequeño, con la muerte prematura de su padre. Y contra la muerte escribe y pelea en cada una de sus páginas: negándola, enfrentándola. No deja de ser curiosa la frase que aparece en el artículo sobre los cementerios: “El de 89 años, que allí yace, es como un estímulo supremo. ¿Qué le impide a uno llegar a los 90?”. Canetti escribe esa frase cuando tenía 50 años. Muere a los 89. Es decir, en ese juego de proyección y entusiasmo meterá la cola su eterna Enemiga.

El cuerpo de Canetti descansa desde 1994 en el cementerio de Fluntern, junto a la tumba de Joyce. La tumba de Canetti es pequeña, se confunde con las flores que la rodean y el césped, siempre verde. Es una tumba modesta. Lo que resalta sobre la lápida es su firma. Y lo que, finalmente, se impone es la pregunta que se hace Teresa, en el final del capítulo llamado “La muerte”, en Auto de fe: “¿Será posible estar vivo cuando uno está muerto?”. El otro cuerpo de Canetti, su otra forma de memoria esperando en el sótano de la Biblioteca Central de Zúrich hasta el 2024 tal como lo pidió el autor, es decir, sus textos inéditos, sus papeles y sus libros personales, parecen darle a esa pregunta de Teresa una respuesta contundente.

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