Gonzalo Contreras: el último novelista

José Tomás Labarthe y Cristián Rau, la dupla que hace un par de años publicó La viga maestra. Conversaciones con poetas chilenos 1973-1989, después concentró su atención en la novela chilena de las últimas tres décadas. El resultado es el espléndido libro Jaguar. Conversaciones con narradores chilenos 1990-2019, que abre justamente con la entrevista que reproducimos a continuación. Aquí el autor de La ciudad anterior y El nadador entrega una personalísima versión sobre el estado de la narrativa actual, se erige como un firme defensor de la novela en su sentido más clásico, aborda la relación alcohol-escritura y acusa a un grupo de escritores y críticos más jóvenes de torpedear su carrera a partir de los años 2000.

por José Tomás Labarthe y Cristián Rau I 20 Abril 2021

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Gonzalo Contreras podría perfectamente ser el protagonista de una de sus novelas. El par de finos zapatos italianos color café quiebran el negro total de su atuendo. Sin titubear se describe a sí mismo como un “coleccionista de amores” (sus amigos en secreto lo llaman Gonzalo Banderas), mientras fuma un cigarro tras otro y detalla, con cierta amargura, que lleva casi una década de absoluta sobriedad. Delgado y extremadamente seguro de sí mismo, considera que ha sido víctima de una operación quirúrgicamente diseñada para destruirlo.

Para comprender esta fijación debemos retroceder hasta principios de los noventa, cuando se produjo una anomalía que hoy parece un sueño: los narradores vendían todo lo que publicaban. Un libro de José Donoso, o de Marcela Serrano, superaba las veinte mil copias y el primer libro de Contreras vendió treinta y seis mil ejemplares en solo un año.

Intentando explicar este fenómeno, la prensa agrupó a un heterogéneo grupo de escritores (que incluía, entre otros, a Jaime Collyer, Diamela Eltit, Antonio Gil, Arturo Fontaine, Roberto Ampuero y Alberto Fuguet) bajo el rótulo de Nueva Narrativa. En rigor lo único que tenían en común era cierta juventud y que publicaron en grandes editoriales, las que fueron capaces de entender y manejar a su antojo el mercado. Ricardo Sabanes, editor argentino articulador de este grupo, fue claro al decir: “Queríamos hacer una oferta narrativa pospinochetista. Ya había pasado el plebiscito, las elecciones y los autores jóvenes se engancharon porque tenían obra, y yo me enganché porque vi la posibilidad de mercado”.

La figura de Gonzalo Contreras es la que mejor representa el auge y caída de la Nueva Narrativa: de fenómenos superventas, de estrella cultural, a convertirse en un personaje mirado con cierto desprecio por escritores más jóvenes y desplazado de las esferas de poder.

Durante los noventa publicó tres novelas: La ciudad anterior (1991), El nadador (1995) y El gran mal (1998), todas ellas con un éxito apabullante de crítica y gloriosas ventas. No solo ganó, rápidamente, un prestigio a nivel nacional e internacional (Bryce Echeñique llegó a compararlo con Onetti) sino que fue capaz de lo más difícil: crear un estilo reconocible. Su trabajo se interna en las desgracias privadas de la clase alta chilena, un mundo donde se celebraba la Dictadura y el éxito económico de los primeros años de la Concertación era aprovechado al máximo. Recuerda a los escritores estadounidenses contemporáneos –tipo Updike o Cheever– en su capacidad de desnudar los vicios de las clases acomodadas, todo esto narrado con gran soltura y un manejo del género que asombra. Ignacio Valente, el crítico más importante del período, llegó a decir que su prosa “es opaca en el mejor sentido del término, como cuando decimos que la prosa de Kafka es opaca”.

Pero con el fin de siglo todo esto se acabó. La Nueva Narrativa murió sin funerales ni glorias, las ventas se desplomaron y la vida y obra de Gonzalo Contreras fue utilizada como ejemplo de algo obsoleto, errado o antiguo. El engranaje de sus novelas, la presencia canónica de Henry James, representaba claramente lo contrario a lo que las nuevas generaciones aspiraban. Y en ese limbo quedó Contreras: sus libros siguen siendo publicados en editoriales importantes, aún son defendidos por los mismos críticos –que, claro, también defienden cierto mundo–, pero venden poco, tienen escasa cobertura y han sido salvajemente destrozados por los nuevos críticos.

Ante este escenario, empeñado en seguir con vida, astutamente decidió convertirse en un excéntrico y seductor villano. En un blasfemo a su manera.

Desde que su quinta novela Mecánica celeste (2013) fuera pésimamente criticada, se fue en picada contra quienes consideraba los causantes de su infortunio. Sus declaraciones furibundas iban en dos direcciones: la primera, que se camuflará un poco, por pudor, estaba destinada a un veterano escritor de voz ronca a quien acusaba de haber cooptado, a través de sus esbirros, todos los medios de comunicación casi con la única obsesión de atacarlo a él. La segunda pelea, que parece más atendible, tiene que ver con que, según él, hoy en Chile la Novela –sí, así, con mayúscula– estaría a un tris de su extinción.

Su principal teoría literaria se centra en el tiempo, ese instante en que el autor es capaz de detener o de alterar los relojes y la vida biológica del universo para reflexionar. Para explicarlo usa un ejemplo que resulta casi obvio: “Proust, que toma una magdalena y retrocede cuatro mil páginas y luego vuelve al mismo lugar: al tiempo recobrado”. Ha repetido que los novelistas nacionales más jóvenes han perdido la ambición, la conciencia narrativa y se han dedicado solo a contar, en libritos, la Dictadura desde el punto de vista de los niños. “La literatura chilena actual carece de color y de olor. Es como ver la vida en un televisor Bolocco blanco y negro”, dijo.

Al recordarle majaderamente el éxito que tienen hoy varios autores de la generación posterior a la suya, responderá irascible: “Llámenlo como quieran: autoficción, microficción, diarios, memorias. Pero no lo llamen novelas”.

Queríamos abrir cancha volviendo a la década de los noventa. ¿Tienes procesada esa época? Se ha reflexionado un montón en torno a los ochenta, pero los noventa recién hoy se han vuelto a mirar.
Hay una frontera muy evidente, digamos, que es el plebiscito. Los ochenta son Dictadura plena y los noventa son el debut de la democracia. Se produce un cambio muy feroz, que yo creo que no se ha acentuado lo suficiente. Eso de que “la alegría ya viene”, o sea, la alegría llegó el 6 de octubre en la mañana, las calles de Santiago eran un carnaval. Nosotros, todo el grupete, estábamos en el Mulato, que era donde nos habíamos reunido durante todos los ochenta. La gente siempre piensa que vivíamos en Varsovia del año 50 durante la Dictadura, pero no, había vías de escape.

¿Quiénes conformaban ese grupo del café Mulato?
Diego Maquieira, Martín Hopenhayn, Carlos Franz, Arturo Fontaine, Antonio Cussen, Ernesto Rodríguez, y había otros pájaros que eran habituales de esa mesa, que era permanente. En el Mulato nos juntábamos, llegaban minas y chupábamos como animales. Nunca lo pasamos mal. Nos pasamos los ochenta en el Mulato. Y ahí ese 6 de octubre nos juntamos en la mañana y todo el mundo abría botellas de champaña; realmente lo que ocurrió fue un apogeo, o sea el que diga lo contrario está muy mal de la cabeza.

¿Y por qué crees entonces que se terminó imponiendo en la sociedad civil, y luego entre la clase política, la versión de que “la alegría no llegó”?
Lo que pasa es que, por favor, no caigamos en un eslogan, eso de que la alegría no llegó lo dicen los huevones del dos mil que no vivieron en los noventa, con una profunda envidia. Huevones cagados que tenían veinte años y que no daban pie con bola, pero nosotros que teníamos treinta lo pasábamos la raja.

¿Por qué lo pasaste tan bien?
Yo debuto prácticamente. Había publicado La danza ejecutada, un primer libro de cuentos, autoeditado, en un momento donde no había editoriales, y había tenido una buena crítica del cura Valente, pero que era un pequeño atisbo. A partir del plebiscito, una vez que gana el No, el 88, llegó Ricardo Sabanes a Chile.

Tenemos entendido que llega el año 86.
Por ahí. Sabanes empieza a hacer esta especie como de rastreo de nombres, de gente. Me invita a almorzar, un editor, pide unos vinos caros, no me acuerdo donde almorzamos, pero en un restaurant del centro, caro, y se sentía como que algo estaba cambiando, o sea, la perspectiva de publicar en una editorial formal en ese momento era igual a cero. Esa gallada que dice que “la alegría no llegó” tampoco vivió en los ochenta, ¿me entienden? La depresión cultural, el agobio que se expresaba en toda manifestación, salvo algunos atisbos, ¿no cierto? El CADA por ejemplo, que se ha magnificado. El CADA era un peo muy pero muy silencioso. Es muy difícil imaginarse lo que era estar trabajando en una obra literaria en los ochenta cuando tú no veías horizonte ninguno, pero cero, era como estar en un callejón sin salida. El plebiscito podía perderse, además. Los grados de esperanza eran bajísimos. Gana el No y todo el mundo empieza como a despertar, a cargarse de energía, era muy difícil tener energía en los ochenta, era muy difícil alimentar tu propia energía: para dónde, para quién, para qué. No había un horizonte. Decir que “la alegría no llegó”, eso no es así. A ver, no existen las sociedades felices y alegres tampoco, no hay una sola, nunca la ha habido, tal vez la belle époque, pregúntenle a la mayoría, la pasaban como el pico también. Chile tampoco es particularmente alegre pero sí, hay un apogeo cultural evidente en los noventa.

Cuando piensas en ese apogeo cultural, ¿qué es lo que se te viene a la cabeza?
A mí se me viene a la cabeza publicar joven, ser masivamente leído y comenzar a vivir. Yo lo relaciono con que la vida empieza. Antes era un huevón todo cagado: no tenía ni para comer en Santiago, pituteando pololos de mierda, viviendo como las ratas, no tenía para pagar la luz, no tenía para la parafina. Y en los noventa empieza a haber movimiento.

A mí en los noventa por un trabajo chico me pagaban mucho. El nadador, por ejemplo, lo ocuparon en una publicidad en que una mina va leyendo el libro en el metro y me pagaron dos millones de pesos, de aquella época, ¿me entienden? Había mucha plata. Como les decía, yo en los ochenta pasé frío y hambre en Santiago de Chile, y yo vengo de una buena familia, que tenía recursos, pero no podía acudir a ellos, por ningún motivo.

¿Cuáles son las repercusiones de ese movimiento?
Santiago es una ciudad que se empieza a dinamizar: empiezan a haber cafés, restaurantes, los lugares se empiezan a llenar, hay vida nocturna. Y empieza a haber dinero. Sin dinero no ocurre nada. Dinero ya empieza a haber en los ochenta, pero en los noventa sí empieza a circular mucho, pero mucho dinero, en el ambiente. En el primer cuatrienio de Aylwin se crece al 8%, al 10%, entonces empieza a haber hueveo. Hay un animus de que la gente lo quiere pasar bien, si veníamos de una sociedad totalmente aplastada y gris, propia de una dictadura. No era un chiste la Dictadura, no era una broma.

¿Ese ánimo de querer pasarlo bien entonces es la contraparte natural de salir de veinte años de dictadura?
Obvio. Pasó en España, pasó en Argentina, para qué buscarle la quinta pata al gato, los gatos tienen cuatro patas, eso ocurrió. Claro, entonces dicen que tal cosa es noventera, como si tuviera algo de pecaminoso.

¿Qué significa que algo sea “noventero”?
Yo he escuchado ese comentario, como que la propaganda de WOM es noventera, ponte tú. Bueno, y so what?, ¿qué?, ojalá.

¿Cuál es el imaginario de los noventa?
A mí en los noventa por un trabajo chico me pagaban mucho. El nadador, por ejemplo, lo ocuparon en una publicidad en que una mina va leyendo el libro en el metro y me pagaron dos millones de pesos, de aquella época, ¿me entienden? Había mucha plata. Como les decía, yo en los ochenta pasé frío y hambre en Santiago de Chile, y yo vengo de una buena familia, que tenía recursos, pero no podía acudir a ellos, por ningún motivo. Puede que todo esto que les esté diciendo esté muy contaminado por mi situación personal, porque el 91 gano el primer concurso de la “Revista de Libros” con La ciudad anterior y me voy hacia arriba.

Pero a tus compañeros de generación también les pasó un poco lo mismo.
La gente es muy poco dada a aceptar que hay otros que la pasaron bien, porque no estaban en ese baile, es así de simple. El que estaba mal en los noventa te va a decir que los noventa eran una mierda.

La ciudad anterior vende treinta y seis mil ejemplares en dos años.
Y estuvo treinta y seis semanas en el número uno de las listas.

¿Y cómo te afectó esto?
No es fácil, sicológicamente. No es fácil. Uno sabe, de alguna manera, que no tiene que creerse el cuento porque, si no, es muy huevón.

Faltaba además ratificarlo con una segunda novela.
Yo sabía eso, estaba muy consciente. Además, yo escribía con mucho trago en ese momento. Y como escribía totalmente borracho, como que no sabía quién había escrito los libros, es como si lo hubiera escrito otro. Yo no sentía plena propiedad del libro, estoy hablando de un nivel como de mi sicología.

¿Qué tomabas?
Antes de mi primera novela, pisco. Después whisky.

¿Era algo buscado?
Sí, yo usaba el alcohol como método. Ojo. O yo creía que era un método. Hacía marco con esa huevada, ¿se fijan? Pero el resultado me era ajeno, como que mi propiedad respecto a esa obra no es la misma que tengo hoy día en el tiempo. Yo sé que es una cosa muy difícil que la entienda alguien, pero es así y, de cierta forma, eso me prevenía de no creerme demasiado. Una primera novela muy exitosa es un peligro evidente. Esa presión ni siquiera me servía para estar todo lo feliz que debiera haber estado comparativamente. Es todo tan relativo. De repente te ves con ingresos, con éxito, con portadas y no es exactamente la misma proporción de euforia. Yo siempre he sido más bien escéptico a todo, incluso conmigo mismo. El escepticismo como remedio contra la ingenuidad. Yo sabía que no debía ser ingenuo, lo tenía claro, y sabía que la mano venía muy dura, que debía apertrecharme porque iba a venir mucha envidia, que la hubo, por doquier. Entonces esa posición no es necesariamente confortable.

¿La del ganador?
Sí. No es necesariamente confortable. Digamos, yo había asumido, sin quererlo, un grado de responsabilidad que ni siquiera había buscado. Alguien que había eludido toda responsabilidad en su vida.

Tenías que escribir una segunda novela, y buena.
No podía defraudar. Entonces había altos componentes de angustia también y de ese escepticismo que me obligaba a no ser ingenuo conmigo mismo y de pensar que había algo for granted. Nada es for granted, nunca. Y esa es una especie de, no sé si llamarla filosofía, pero creo que me ha ayudado bastante. Yo fui papá el año 91, también. Esto es algo bien personal, nunca antes lo había contado. No me casé, pero vivía con una mujer que tenía ya tres hijos y nos fuimos a vivir juntos. Yo, de pronto, este hombre que venía del submundo viviendo con una señora con tres niñitos, yo no tenía nada que hacer ahí, mis amigos me habían dicho que estaba loco.

Además, hay un efecto rebote en muchas historias de auge. La caída.
Yo no sé si me caí o no, pero la cosa es que he vivido. Entonces, lo que te cabe en tu cabeza en ese momento no es el éxito. Ocupas tu cabeza en que tienes que pensar en un nuevo argumento, en que tienes que empezar una nueva vida, que tienes que empezar a pagar el jardín infantil y una exmujer que te llama y te queda un desastre. Y ahí recupero mi libertad, mucho hueveo, mucha mina.

¿En este nuevo hueveo de ahora también se conecta, como se conectó originalmente, el alcohol con la escritura? ¿O este era un hueveo de la vida por la vida?
No, por la vida. Una vida sentimental muy agitada. Mucha vida social, conocer gente, que te empiecen a pasar cosas casuales muy ricas, cosas imprevistas. Que tú sientas que estás conectado con la ciudad entera, que siempre esté pasando algo. Eso eran los noventa. Pero fue una década en que yo escribí El nadador y El gran mal, o sea, que no me hueveen. En ese tiempo que estuve hueveando harto, saqué tres libros harto buenos y, además, uno de cuentos el dos mil.

¿Y esa vida agitada cómo entró en esos libros?
Yo creo que está en todo. Pasa que cuando hablamos de hueveo, hablamos de mujeres, de historias de amor interesantes, casi todas. Yo me dedicaba a coleccionar amores. Hoy eso ya no ocurre, no tengo la misma edad, no están las mismas circunstancias.

¿Cómo terminó todo esto?
Un patatús. El 2010. Estaba haciendo clases, haciendo un taller en ese momento y blackout. Se acabó la huevada.

Permítenos regresar un poco. Antes dijiste que venías de una familia con buena situación pero que, a pesar de todo, no podías contar con ellos. ¿Nos puedes hablar algo de eso?
Yo me fui de mi casa muy joven, a los veinte años, a Europa. Estudié dos años de Periodismo acá, pero esa carrera no existe, no sé ahora, pero en ese momento era como la mierda.

Y en la Dictadura sí que había que tener vocación para estudiar Periodismo.
A mí me daba vergüenza ajena estar en la sala, me daba vergüenza ajena el profesor, me daba vergüenza estar escuchando. Yo no quería estar en Medicina, yo había decidido que iba a ser escritor o nada.

¿Y tu familia suscribía esa idea?
Yo siempre tuve mucha oposición de mi padre, él era muy pesado. Al final de su vida nos reconciliamos. Pero yo no contaba con mi familia para nada, me desprendí mucho de ellos, cosa que se mantiene hasta el día de hoy, yo ni veo a mis hermanos, no los veo. Y no tengo nada que hablar. Yo rompí los lazos con todos ellos de forma muy radical. Una vez que volví de Europa, el 85, no reanudé con mi familia. Para mi familia yo era un huevón que había cagado.

¿Pese al éxito de La ciudad anterior?
No, ahí cambiaron. Pero el tiempo que va entre el 85 y el 91 no querían saber nada de mí. Además, yo me había separado de una mujer que ellos estimaban mucho y que era lo único que yo tenía que valía la pena. Para ellos, esa mujer era la única que me daba un poco de sentido, era una especie de heroína y yo era una especie de huevón bueno para nada. Entonces yo rompí con ellos de forma muy radical, no había almuerzos de domingo, podían pasar meses sin que yo los viera, por lo tanto no podía acudir a mi familia nunca más una vez que yo dejé la casa.

Zambra, Bisama, Diego Zúñiga, Matías Rivas, todos ellos empezaron a levantar que la Nueva Narrativa fue un fraude. Lo he leído varias veces, ellos son muy resentidos. Todos. La escuela del resentimiento, de la que habla Harold Bloom, porque la Nueva Narrativa la había pasado bien, entonces era como mucho, o sea, escribir bien y pasarla bien, no. Ahí se prepara esta gente, se toma todos los medios, crean la imagen de que como había un proyecto editorial que era el proyecto Sabanes, Juan Forn.

¿Y por qué para ellos tú eras un bueno para nada?
Porque ellos eran como pequeños burgueses que viven según el éxito, pero con La ciudad anterior se les dio vuelta completamente todo.

¿Y ya era tarde?
Y ya me habían ofendido mucho. Mis hermanos especialmente.

En un libro de conversaciones con la Nueva Narrativa, tú le pegas unos chirolazos a tus hermanos, cuando dices que ellos “no entendieron que aquí había habido una dictadura”.
Bueno, eso era así. Yo llego a Chile, a la casa paterna, a almorzar un domingo y estos me dicen “¿de qué dictadura estás hablando? Anda a Pucón en el verano a ver de qué dictadura estás hablando”. Y, claro, iba a Pucón en el verano y había personas en lancha, haciendo esquí acuático, en parapente, y lo estaban pasando la raja, eso es así. Había una cosa política, por un lado, ellos eran muy fachos, no cualquier facho: muy fachos, yo no tenía nada que hablar con ellos, hasta el día de hoy. Estoy hablando de una ruptura muy frontal, no ir a matrimonios de sobrinos, esas cosas.

¿Y con tus padres?
Mi mamá es un poco mejor; no, bastante mejor. Pero con mi viejo, yo dejé de verlo como cinco años. Cada vez que lo veía era un desagrado y cada vez que veía a mis hermanos, era un desagrado, entonces, para qué vas a vivir ese desagrado. Todo lo que yo creía, ellos no lo veían, no iba a compatibilizar visiones de mundo ni suavizadas por el afecto, el posible afecto que no había. Entonces, en ese sentido, he sido tremendamente pragmático y mis afectos son electivos, y tengo muchos y buenos.

Hay un cuento de John Cheever llamado “Adiós hermano mío” que logra retratar esta inquina tan grande entre unos hermanos que se encuentran en una casa de veraneo después de una distancia de muchos años. Ese encuentro termina siendo un desastre.
Precisamente. La última vez que estuve con mi hermano mayor, me dijo: “¿Cómo se llama este gallo que vende tantos libros? Francisco Ortega, ese sí que la ha hecho”. ¿Entonces tú crees que le voy a hablar algo, si ni siquiera sabe quién soy yo? What for.

En el cuento se terminan aforrando en la playa, con los cochayuyos en la espalda.
Claro, pero yo no quiero eso, se fijan, o bueno, sí, pero no tengo ganas.

Tu pragmatismo imperó.
Todo lo que he hecho en mi vida ha sido para ser quien soy. Me ha costado mucho. Y eso ha significado importantes rupturas. Eso ha significado que he sido alguien que nunca ha tenido un hogar. Tengo una hija que adoro, pero no he vivido una vida hogareña, de familia, y si no la he tenido es porque no he querido, porque es lo que me ha sido necesario para ser ese quien soy, que a unos les puede gustar y a otros no, pero a mí me gusta.

Hablas de tus rupturas sin culpa.
Yo no tengo pesadumbres ni dolores.

¿Y no hay algo de egoísmo en eso que tomaste y luego dejaste para convertirte en quien eres?
Es una especie de selección natural: elegir aquello que me hace bien y desprenderme de lo que no me hace bien. Puede ser egoísmo.

Te han acusado de eso.
Seguramente. Mujeres me han acusado de eso. Uno no puede ser todas las cosas al mismo tiempo, uno opta.

Diego Maquieira tiene la teoría que uno no puede ser lo imposible: la cabeza del Bautista y el corazón de Aquiles, simultáneamente.
Uno ha tenido que cortarse las manos a veces, al no concurrir a lo que se espera de ti, básicamente en el orden de la familia y el de los afectos. 

¿La ruptura familiar carga de alguna manera especial tus libros?
No, no, la ruptura con la familia no tiene ni una épica.

Pero es uno de tus temas, la disfuncionalidad es una figura recurrente.
Lo que pasa es que no estamos solos en el mundo. Me causa mucha risa cuando me dicen que yo soy un escritor de personajes y ¿de qué otra cosa se podría ser?

La mayor parte de estos personajes se presentan como padres, hijos, cuñados. Y hay tramas que se desatan a partir de las relaciones de sangre. En La ley natural, por ejemplo, el protagonista debe hacerse cargo de la hija de su cuñado.
Sí, es que es ineludible, ¿se fijan?, pero yo no lo vivo así. Para la novela uno busca lazos, los lazos son los que hacen interesantes las relaciones, lazos reales, porque cuando son reales es más difícil romperlos. O cuando los vulneras, cuando los tuerces, cuando les das otro giro, eso es interesante.

La soledad del hombre en familia también está en Oír su voz de Arturo Fontaine.
Y también trata de alguna forma la modernización.

Hay libros de la Nueva Narrativa que fueron ambiciosos en intentar hacer un fresco social de la época, anticipándose a muchas cosas.
Esos libros tocan esos temas que tienen que ver con el Chile que viene, pero no de la Dictadura. Arturo, por ejemplo, estaba investigando al grupo Claro.

¿Y lograron incomodar a su propio sector, a ese mundo de privilegios?
Sí. En mi caso no le gusto a la izquierda porque yo no parezco de izquierda para ellos, y a la derecha menos. Pero, así como que vaya un libro a romperle la crisma a estas personas, a la derecha chilena, no. No lo leen.

¿Cómo explicas el fenómeno de súper ventas de la literatura chilena en los noventa? Algunos de esos libros no están precisamente construidos con la lógica de un bestseller y aun así vendieron cuarenta mil ejemplares.
Imagínense que El nadador se pirateó y se vendía en la rambla de Reñaca. ¿Tú crees que hoy en día se podría piratear un libro como El nadador? Hay razones del tipo sociológicas, tal vez. La ciudad anterior es una novela fácil, atractiva y profunda, esa combinación de cosas. La gente supone que la literatura chilena es así, que puede ser fácil, atractiva y profunda al mismo tiempo y también decir cosas. El nadador es un libro que no es complejo, para un lector avezado es un libro común y corriente, pero para un lector simple es relativamente complejo. Había fe en los libros, una fe que hoy día no existe. Ese momento no se volverá a repetir nunca más. Era lo último que quedaba de una vieja cultura. Hubo gente que leyó La ciudad anterior y que no ha vuelto a leer un libro nunca más.

Eso viene de Mallarmé para adelante, o de Blanchot, de querer que eso ocurra, de que no exista la ficción, de que la novela no sea una obra de arte, que sea otra cosa. Todos los que quieren eso son gente sin talento. Y dicen ‘no, es que yo no escribo novelas’… entonces no la llames novela, llámala de otra manera, llámala apunte, diario de vida, cuadernito de caligrafía, pero no la llames novela.

O sea, ¿fin de la historia?
Esas personas hoy están viendo series.

Pero la literatura o el libro gozan de una vida saludable actualmente: hay un montón de editoriales independientes, nuevas ferias, escritoras y escritores que publican fuera de Chile. Ese mundo en cualquier caso no parece en lo absoluto conectado con la Nueva Narrativa. Ahí hay un corte.
Toda esa gente de, básicamente, la Universidad Diego Portales, esa generación del dos mil, digamos, la fat generation: Zambra, Bisama, Diego Zúñiga, Matías Rivas, todos ellos empezaron a levantar que la Nueva Narrativa fue un fraude. Lo he leído varias veces, ellos son muy resentidos. Todos. La escuela del resentimiento, de la que habla Harold Bloom, porque la Nueva Narrativa la había pasado bien, entonces era como mucho, o sea, escribir bien y pasarla bien, no. Ahí se prepara esta gente, se toma todos los medios, crean la imagen de que como había un proyecto editorial que era el proyecto Sabanes, Juan Forn… Forn estuvo muy adentro de esto, de hecho, mi primera edición se imprime en Buenos Aires. La movida de este grupo es instalar la idea de que la Nueva Narrativa fue una especie de invento editorial, intentando obviamente quitarle méritos literarios a esos libros. Así se mueven ellos: periodísticamente, articulando medios, esa generación no ha hecho otra cosa que articular medios. Se levantan en la mañana a hacer eso, y se acuestan haciéndolo, no hacen otras cosas.

¿Y es tan fácil hacer esa operación de campo?
Hoy en día sí. Tú pones distinta gente en distintos medios y cambias favores. El network, yo nunca he usado eso, ni tengo amigos, y cuando me tiro contra algo nunca le pido a nadie que me acompañe, como cuando dije en la revista Paula que los escritores del dos mil eran como ver una televisión en blanco y negro, como en una Bolocco. Hice una caricatura de todos, en un mesón estaba Gumucio, Zambra, parecía una lista para hacerse la banda gástrica.

Ahora, Gumucio hizo una defensa bastante inteligente del asunto de la Bolocco, diciendo que para ellos significaba la Cecilia, no las teles.
No, no dijo eso.

Sí lo dijo.
La cosa es que al final de esa polémica Gumucio termina con un artículo igual a él, retorcido, incapaz de decir las cosas… pero me la reconoce, ah. Y desde ahí no se metieron más conmigo.

¿Y tú peleas solo, no tienes equipo?
Yo soy solo. O sea, ¿ustedes creen que Carlos Franz o Fontaine van a…? No. Son amigos, pero no hacemos equipo. A mí no me gusta trabajar en equipo. Y además ellos están haciendo carrera, sobre todo en España, ellos están por el Cervantes. Y Franz le chupa el pico a quien sea.

¿Y por qué te interesa arremangarte y pelear a puños?
Para entretenerme.

Tienes vocación de villano.
Miren, creo en ciertas cosas y me molestan ciertas cosas, que me molestan en forma sincera, digamos, genuina.

Suponemos que no hay pose, porque te ha salido caro.
Sí, ya está pagado, pero, qué le vamos a hacer.

¿Matar la generación anterior no es también una forma de hacer literatura?
Yo personalmente no he querido matar generaciones anteriores. No creo que sea necesario en mi caso, pero, digamos, es difícil eso de hablar de generaciones en Chile. Mi literatura se centra con la de Donoso pero, con muy importantes diferencias, yo nunca he tratado de matar a Donoso, fui muy amigo de él. Lo otro ni siquiera tiene el valor de una oposición estética, como cuando la generación del cincuenta se levanta contra el criollismo, ahí hay ruptura, pero no sé acá cuál sería. No tengo idea. Salvo la cuestión de poder y la instalación. ¿Qué les parece a ustedes?

Habría que ver caso a caso, pero nos parece que hay una serie de escritoras y escritores –Gumucio, Ale Costamagna, Lina Meruane, y más adelante Zambra, Bisama, Nona Fernández– que se organizan, casi como un denominador común, desde una mirada opuesta a la de la Nueva Narrativa, sobre varios elementos: la superación de los géneros, la autoficción, el trabajo con el documento.
Pongamos los libros encima de la mesa.

Hagámoslo. ¿Tú has venido leyendo a Zambra?
Leí uno: Bonsái. Ese libro es preliterario. La literatura ahí no ha ocurrido todavía.

Desde ahí en adelante nos parece que, a pesar de sus temas y registros, hay marcas constantes: un lenguaje sencillo, por así decirlo, que intenta dar cuenta de ideas más complejas, logrando involucrar al lector. Como en Formas de volver a casa, por ejemplo…
… Sí, lo leí también. Dicen que ese libro se trata de la Dictadura. ¿Me están hueveando?

¿Y por qué no? Efectivamente son los ochenta, desde la mirada de un cabro chico, en Maipú. Ese argumento conectó con toda una generación que vivió su infancia en dictadura.
No, no, no. No sé. A ver, entiendo que detrás de todo esto hay algunos signos, como, por ejemplo, que la ficción en sí misma estaría superada, como que no se podría creer en la ficción, pero eso no es de ahora, eso viene de Mallarmé para adelante, o de Blanchot, de querer que eso ocurra, de que no exista la ficción, de que la novela no sea una obra de arte, que sea otra cosa. Todos los que quieren eso son gente sin talento. Y dicen “no, es que yo no escribo novelas”… entonces no la llames novela, llámala de otra manera, llámala apunte, diario de vida, cuadernito de caligrafía, pero no la llames novela.

Hay una división clara de aguas entonces para ti entre lo que es y no es una novela.
¿Pero ustedes dirían que Zambra es novelista?

No nos parecen ya tan puras hoy esas definiciones…
… Entonces, de qué estamos hablando. No, pero supuestamente, ya no existe la novela. La ficción está en bancarrota.

Pero sí creemos que ha escrito novelas. Cambian las formas también, ¿no?
Existe la novela, ¿no? Ya, entonces, lo que se ha tratado de exponer es que no existe una cosa que se llama novela. Si no existe algo que se llama novela, perfecto, entonces no le pongas ese nombre a ni una huevada. Ni lo mío es novela, ni lo de ese es novela.

Para que pase esto, el rumor siquiera de la muerte de la novela, ¿no tiene que haber cambiado un poco el país también, el lector, el espíritu de la época?
Cambian los tiempos. Entonces, el estructuralismo antihumanista trata de convencernos de todas estas cosas: el cómic, las series. O sea, esos son los principales enemigos del libro. Y el posestructuralismo para qué decir, con su incorporación de toda forma de relato, de todas las narraciones y la huevada. Fuck. Para que exista la novela hace falta que haya personas muy fuertes y yo sé que hoy día estoy escribiendo en Chile para dos mil personas. Pero me da lo mismo. Soy fuerte.

Ahora, ¿no haces una autocrítica, en el sentido de que están estos tres libros tuyos publicados en los noventa, con una recepción muy potente, pero en el dos mil tus libros obtienen críticas bien duras y no parecieran encontrar su espacio ni sus lectores?
Es que ahí estos se arman. Llevan a Juan Manuel Vial a La Tercera y empieza a destruirme el libro, él es una especie de empleado del viejo Germán Marín, que es el más tóxico. Si hay una persona en mi vida a la que yo le he quitado mi amistad al poco tiempo y lo he mandado a la puta que lo parió, es a Germán Marín.

Pero Marín fue tu editor.
Ese viejo escribe como el pico, por favor. Escribe horrible. Leer a Marín es como asomarse al patio de una maestranza. Todo es feo, huele a felpudo, a frazada, a guatero. Todo es feo. Ese viejo ha llegado a vender cuarenta y siete ejemplares de un título, que los únicos que los leen son ustedes y los de la Diego Portales. Y después comenzó a vender protección, como los gangsters. Él tenía a sus nenes.

Ya, ¿pero tú crees que aún existe la novela?
Yo creo que sí. Pero tuve una seria crisis en que casi se me persuadió de que no existía la novela.

La Paulina Flores. Y punto. Le pega una patada en la raja a todo el resto. Le creo las cosas porque adentro de su escritura hay movimiento. O sea, el personaje baja la escalera, sale a la calle y cuando sale a la calle se cruza con alguien y después sube de nuevo y dice algo. Ya, eso, mínimo, ¿o es mucho pedir?

¿Cómo fue eso? No pareces del tipo de persona que cambia de ideas.
Toda la crítica de Bolaño quería persuadirnos de que no existía la novela. Yo me polaricé cuando la Adriana Valdés dijo: “Ah, nació un genio”. Entonces yo voy a la novela de Zambra y me digo: “La Adriana Valdés es tan tonta como yo pensaba”.

Discrepamos, pero avancemos. ¿Los detectives salvajes es una novela?
Una novela, sí; rara, pero sí.

¿Rara en el sentido del montaje o entra en otra categoría? Porque a esa no le puedes poner en el acápite de las de apuntes.
No, claro, pero le sacas cien páginas y sigue siendo lo mismo, ¿o no?

Si a la primera parte de Los detectives salvajes le sacas algo, se cae. Y si a la última parte le sacas, no llegan al desierto, se cae. Hay una linealidad ahí. La segunda parte juega con los saltos temporales, la polifonía y los espacios. ¿Ese juego te parece raro?
¿Pero puede ser una novela aquello a la que le sacas cien páginas y sigue siendo lo mismo y le pones cien páginas y sigue siendo lo mismo?

Estamos hablando entonces de que la novela tiene que tener coherencia absoluta, es una cosa orgánica.
Totalmente. La obra tiene unidad, la obra de arte toda. No conozco una obra que no tenga unidad.

Ya, pero pensando en casos canónicos de novela, en Sobre héroes y tumbas tú le puedes sacar todo el “Informe sobre ciegos”.
Claro, porque es un apartado.

Pero está dentro de la novela, es parte de la novela, y es posiblemente la mejor parte…
Es que se la podrían sacar. Y también se le puede sacar a Anna Karenina todo lo de Levin, ¿no es cierto?

Ya que estamos sacando páginas a diestra y siniestra. ¿A Proust, de los siete tomos, se le podrían sacar unas cuantas paginitas?
No.

¿Ni una sola?
Ni una. No, a ver, pasa que esta es una cuestión súper técnica. Yo soy muy jamesiano, de Henry James, por varias razones, y no por las que se suponen, pero una de ellas es porque si alguien pensó la novela fue James. Escribió mucho sobre qué es lo que era la novela. Él tiene sus conclusiones, yo tengo las mías. Para mí la novela es tiempo, esa estructura temporal, si no tienes una estructura temporal, digamos, no sabes hacer tiempo, dedícate a otra cosa. La novela como obra de arte, James es el primero en decirlo. El escritor es un artista, procede como un artista, sus decisiones son artísticas, el resultado es artístico, debe serlo, no puede ser otra cosa que artístico, y en ese sentido tiene que ser potente, tiene que tener fuerza interna, no puede eludir aquello a lo que está enfrentado. Yo no puedo escribir una novela para no contar, para hacerme el huevón con cosas a la que la novela me obliga. Si no quiero contar, no escribo novelas, si quiero hacer apuntitos, no escribo novelas. Hace falta fuerza interior para escribir una novela.

¿Y ya no queda de eso?
Nadie más la tiene. Ahora hay autoficciones, no ficciones, metaficciones. Paja.

¿Para ti la novela está en una estatura superior?
Muy alta, muy alta. O sea, tú siempre estás en el campamento 1 y tienes la meta allá y si no la miras así, estás cagado. Ponte un delantal y te vas a hacer esos merenguitos que hace Zambra y los espolvoreas con azúcar flor. A eso le falta un mínimo de energía, de sangre, de visión, de todo.

Hablando en términos de estilo, ¿cómo se traduce formalmente, a nivel de recursos y procedimientos en el plano de la escritura, esta visión tuya de la novela?
El novelista es observador. Se quiere decir que el novelista observa más que el resto, por lo tanto, el novelista tiene que de alguna forma gastar más tiempo en observar que el resto. Mientras el resto trabaja, el novelista observa. Lo que nos importa del novelista es su mirada básicamente, es cómo mira, la calidad de su observación.

¿Es una clase de observación particular?
Claro, debe ser particular. Mientras el realismo, por decirlo de cierto modo, nos dice: “estamos de acuerdo en que esta cosa es así, los banqueros son así, los milicos son así, las moscas son así, que las peluqueras son asá”, el novelista va más allá de eso, de ese acuerdo o consenso de cómo es la cosa. No es un notario, digamos, para hacerse cargo del sentido común de la sociedad en ningún caso. Y no se trata de decir aquello que la cosa es, eso es insuficiente. El escritor escribe de aquello que la cosa se supone que es.

¿Esto es lo que Henry James expone cuando hace la diferencia entre “decir y mostrar”?
Más o menos. El tell dice la cosa como es: “ella era muy bonita y trabajaba”. El show, nos muestra a una chica que está en el campo con un vestido así, con el pelo asá, la muestra, no nos dice nada si es bonita o no, nosotros debemos verla bonita. La gran novela es la que hace, no la que dice. La cosa debe ocurrir.

¿Qué significa eso?
Es lo único que nos interesa: que la cosa ocurra. Movimiento, movimiento, movimiento. En la primera escena de La muerte de Iván Ilich, una vez que ha muerto Iván, llegan los deudos a la casa y suben por la escalera, mientras otros bajan por la escalera, unos vienen y otros van, ese movimiento, ese pequeño movimiento de la casa de un deudo, de la casa de alguien que ha muerto recién –unos entran, otros salen, unos que están medio agitados, otros que lo echan de menos, otros que están felices, otros que no están felices– esa sensación de movimiento de que hay mucha gente en un salón, es totalmente maravillosa. Nosotros lo leemos como si fuera lo más natural del mundo, pero cuesta un mundo hacerlo como escritor. Entonces, escribir bien qué es: ¿produjiste movimiento?, ¿produjiste que la cosa ocurriera, que la cosa exista? Sí, bien, chapeau!

¿Algún libro chileno del dos mil en adelante que logre dar con ese movimiento que a ti te interesa?
La Paulina Flores. Y punto. Le pega una patada en la raja a todo el resto. Le creo las cosas porque adentro de su escritura hay movimiento. O sea, el personaje baja la escalera, sale a la calle y cuando sale a la calle se cruza con alguien y después sube de nuevo y dice algo. Ya, eso, mínimo, ¿o es mucho pedir?

 

Jaguar. Conversaciones con narradores chilenos 1990-2019, José Tomás Labarthe y Cristián Rau, Ediciones UDP, 2021, 304 páginas, $19.000.

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