Aunque la poesía ha cambiado mucho desde la Antigüedad –Platón fue su más ilustre enemigo–, la noción de que es una actividad algo irracional y las dudas sobre su eficacia para la enseñanza persisten hasta hoy. Y aunque la escuela sigue siendo uno de los lugares donde con mayor seguridad nos encontraremos con poemas, en la sala de clases solemos recitarlos latamente y analizarlos en la pizarra, con el fin de obtener “algo” que podamos declarar como materia pasada. El que los poemas mismos se resistan a ser apropiados de esta manera, que el resultado de esta pedagogía sea muchas veces la incomprensión e incluso el desprecio de lo poético, sugiere cómo la poesía puede mostrarnos algo sobre el lenguaje en general y la ideología educacional en particular.
por Andrés Anwandter I 26 Mayo 2020
Hay al menos dos maneras típicas de concebir la relación entre poesía y política. En un primer tipo, se utiliza el poema para referir un evento político o como vehículo de algún mensaje social más o menos urgente. Sea como arma o herramienta, la poesía ofrece sus supuestos poderes retóricos al servicio de una causa determinada. El poeta se suma a ella con lo que aparentemente sabe hacer mejor: usar el lenguaje de manera efectiva o efectista, como un experto de la comunicación, dándole forma a un contenido que viene del ámbito de la política. Se suelen desdeñar los productos de esta colaboración, ya sea por panfletaria, por evidente o carente de ambigüedad poética.
En Chile es un lugar común denunciar Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena como el peor libro de Pablo Neruda. Y es cierto que su crítica al “imperialismo yanqui” puede resultar ligera, pero no podemos saber cómo se leerán esos poemas en el futuro (asumiendo que la obra de Neruda es inmortal, como se dice), cuando ya nadie se acuerde bien quién era Nixon o qué eran los Estados Unidos. De pronto alguien vislumbre en esos versos algo que nuestro juicio actual, tan categórico, nos impide ver.
Cabe recordar, por ejemplo, que un poema tan reactivo y circunstancial como La máscara de la anarquía, de Percy Bysshe Shelley, escrito tras la masacre de civiles en Peterloo, Manchester, el 16 de agosto de 1819, y considerado en su época como algo muy menor, ha terminado inspirando –con su memorable estribillo ‘ye are many / they are fewʼ– numerosos movimientos sociales, desde los primeros sindicatos de trabajadoras textiles en Nueva York, pasando por las protestas de las plazas de Tiananmen y Tharir, hasta el laborismo de Jeremy Corbyn, aparte de ser citado por Thoreau, Huxley y Gandhi. A mí me parece lo más accesible de Shelley: es un poema de bolsillo, se lee de una sola sentada, y sus veladas alegorías –generalmente explicadas en detalle a pie de página– traslucen una indignación genuina y contagiosa.
La desconfianza hacia los poemas que se proponen movilizar políticamente alcanza a Bertolt Brecht, a quien por didáctico, impersonal o proverbial se lo lee con una especie de placer culpable. No se me ocurre otra obra reconocida que nos confronte tan abiertamente con ciertos prejuicios críticos vigentes sobre lo que “debe ser” la poesía. Tampoco me sorprende que, por esto mismo, vuelva todo el tiempo, como el célebre fantasma de Marx.
A mi juicio, una variación contemporánea de este tipo de asociación entre poesía y política es aquella que, más que intentar transmitir eficientemente un contenido contingente, busca efectuar una crítica ideológica a través de la manipulación de la forma del poema. Asumiendo que la ideología radica en la sintaxis o la gramática convencional, los asociados de la poesía L=A=N=G=U=A=G=E en Estados Unidos, por ejemplo, se han dedicado durante décadas a eludir cualquier convención lingüística para “abrirles la cabeza a mis estudiantes burgueses”, como señalara alguna vez el poeta Bruce Andrews. La intención de movilizar (más que solo conmovernos) es similar a la que trasunta la poesía política más tradicional. También comparte con ella la idea de que un poema no tiene por qué no asumir sin complejos una función social, hacerse útil para una causa no necesariamente poética. Esto, a riesgo de que mucha gente ni siquiera identifique este esfuerzo como “poesía”, para no hablar de comprenderlo como activismo político.
El otro tipo de relación poesía–política que se suele postular (y yo creo haberlo escuchado con mucha mayor frecuencia en mi vida) se puede resumir en la frase “toda poesía es política”, cualquiera sea su forma o contenido. Según entiendo este argumento, por ser más o menos inútil, por no dejarse instrumentalizar (ni por la política ni por nada), la poesía es un acto de resistencia ante un mundo utilitario y prosaico. Mejor, dedicarse a la poesía afirma un cierto estilo de vida de poeta, que puede ser bohemio, maldito, rebelde, romántico, místico o ascético, posicionándose siempre en los márgenes de la sociedad. Esta marginalidad es cuestionable, porque la producción de poemas no deja de ser parte de una especie de mercado literario, aunque imperfecto, y los poetas son tan despreciados como celebrados en la esfera pública. En este sentido, es posible que esta postura solo refleje cínicamente una incapacidad posmoderna de comprometerse con algún “gran relato”, como si la creación poética no tuviera otra que refugiarse en la escuela de la sospecha.
En El odio a la poesía, Ben Lerner sugiere que fue Platón quien dejó instalada hace siglos la inquietud de que los poetas son tipos medio antisociales, cosa que estos últimos nunca han querido denegar del todo. Las aprensiones del filósofo griego –que es sabido propone expulsarlos de su República– nos parecen exageradas hoy en día. No somos capaces de ver cómo la poesía amenazaría con destruir la comunidad política pero, por las dudas, no solemos revisar este argumento en detalle. O lo aceptamos con gusto: mal que mal, Platón es de los pocos autores que evidencia un temor genuino ante lo que percibía como “el poder” de la poesía, es decir, que le reconoce alguna influencia real sobre los seres humanos.
Vale la pena detenerse un momento aquí para pensar otro tipo de relación entre poesía y política, uno en el cual el poema no sea solo un medio para expresar una posición política ni un mero testimonio de una vida poética vivida más o menos a contrapelo de la sociedad. Para Platón, es lo que los poetas “hacen” con el lenguaje, no con sus vidas ni sus opiniones, lo que constituye una aberración. Los acusaba de hablar sin saber, sin buscar la verdad, seducidos por el mero sonido de las palabras, en lugar de discurrir filosóficamente. Esa era la pésima lección que dejaba la poesía. Y sus efectos nefastos sobre el orden social de la época le parecían evidentes. Hoy en día opondríamos, de manera similar, la ciencia –quizás la economía– a la poesía. Un poema ofrece justo lo contrario al empleo racional, o al menos razonable, de la lengua, pero no percibimos ninguna consecuencia social grave de esto. Así, la poesía “pasa colada”: es una materia escolar prescindible, pero que curiosamente insiste en asomarse en la enseñanza, sobre todo del lenguaje.
Si seguimos a Eric Havelock en su Prefacio a Platón, a finales del siglo V a. C. la poesía era la forma privilegiada para impartir la educación en Atenas. En un mundo predominantemente oral, los poemas ofrecían modelos de virtud y una forma algo aparatosa –sintética e inmediata– de almacenamiento de información que se activaba en el recitado, a través de una performance basada en la identificación acrítica con la palabra proferida. O algo por el estilo. Esta hegemonía de la poesía coincidió con la crisis y decadencia de la sociedad ateniense y el lento ascenso de la escritura como forma de registro cultural. Esta última permitía otra relación con el pensamiento, caracterizada por el análisis y la distancia crítica con respecto a sus objetos. Es por ello que Platón consideraba a la poesía –comparada con el texto filosófico escrito que él se encargó de desarrollar– ineficiente para la formación de los guardianes de su sociedad ideal. Pero también peligrosa, ya que los desviaba alegremente del camino que conducía a la verdad. Recordemos que cuando Platón habla de “poesía”, aunque incluye en ella la lírica, se refiere sobre todo a representaciones dramáticas, usualmente acompañadas de música, y con performers fuera de sí, en una especie de trance, que se esperaba que contagiara a la audiencia, volviendo la obra una experiencia de comunidad.
Aunque la poesía ha cambiado lo suficiente desde la Antigüedad como para revisar la crítica que hace Platón de ella –“las Musas también aprendieron a escribir”, al decir de Havelock–, la noción de que es una actividad algo irracional y las dudas sobre su eficacia para la enseñanza persisten hasta hoy. No obstante, como un atavismo, la escuela sigue siendo uno de los lugares donde con mayor seguridad nos encontraremos con un poema. Por cierto, las lecciones sobre poesía que recibimos tienden a minimizar su posible influjo, a reducir cualquier posibilidad de que ella misma nos enseñe algo sobre el lenguaje. Así, en vez de abandonarnos a la experiencia de un poema en la sala de clases, solemos quizás recitarlo latamente, pero con mayor frecuencia analizarlo sobre la pizarra, traducir en prosa lo que supuestamente quiere decir, clasificar su forma métrica, relacionarlo con la biografía de su autor, intentar obtener “algo” que podamos declarar como materia pasada. El que los poemas mismos se resistan a ser apropiados de esta manera, que el resultado de esta pedagogía sea muchas veces la incomprensión e incluso el desprecio de todo lo que suene poético, sugiere cómo la poesía –sin necesidad de que sintonicemos con ella– puede mostrarnos algo sobre el lenguaje en general y la ideología educacional al uso. Es quizás por esto mismo que a la poesía es preferible “tenerla segura” al interior de la escuela.
Ahora bien, una de las tendencias más marcadas que afecta a la educación a nivel global es la privatización. No me refiero solamente al traspaso de la función educacional desde el Estado a proveedores privados, sino también a la creciente comprensión del aprendizaje como adquisición individual de habilidades y conocimientos: transmisión de contenidos de profesor a estudiante, y certificación del éxito de este proceso a través de títulos de dominio, como son las notas o los grados. En este contexto, es de sentido común cobrar por la educación: se trata al final de la venta de una especie de propiedad, que podemos después adjuntar a nuestros nombres. De ahí la importancia de la adquisición de un “cartón” por sobre el esfuerzo en la búsqueda de la verdad o el desarrollo personal que habría perseguido la educación en un pasado más o menos remoto. Es el título académico lo que supuestamente abre oportunidades –y es en ese sentido “un bien de consumo”, como sugirió alguna vez el presidente Piñera– en función del estatus de la institución que lo concede y los campos a los cuales aplica. Es probable que en general no agregue mucho valor incluir entre estos últimos a la poesía.
Si el conocimiento se concibe como una serie de regiones disciplinarias dentro de las cuales debemos aprender a movernos usando sus códigos de manera apropiada, la práctica poética consiste muchas veces en ignorar los bordes entre ellas: el campo de la poesía no es una disciplina específica, sino el lenguaje en toda su extensión. Para el crítico Gerald Bruns, la poesía es “lenguaje que excede las funciones del lenguaje […] no puede ser adecuadamente conceptualizada, valorada, comprendida, o (mucho menos) producida al servicio de formas de la práctica discursiva”. Esto es lo que vuelve la poesía tan problemática de abordar en el currículo escolar: es necesario para ello obviar su naturaleza excesiva y tratarla como un tipo de discurso específico, con sus reglas, que se pueda estudiar y dominar. Por esto se prefiere la lectura a la escritura de poemas en el aula, porque la experiencia de crear con el lenguaje es capaz de poner en cuestión, en la práctica, todo el saber teórico que podemos adquirir “sobre” la poesía como género literario, o tipo textual, o cualquier otra categoría en la cual se intente confinarla.
En lugar de establecer un dominio discursivo, la práctica poética suele tomar el lenguaje como lo que es en realidad: un “bien común absoluto, dado a todos al nacer” (Badiou), un recurso compartido, virtualmente inagotable. Contra lo que la escuela nos quiere hacer ver, desde el punto de vista poético, el lenguaje no puede ser propiedad de nadie en particular, tenemos libre acceso a él y podemos en principio hacer lo que deseemos, ignorando los deslindes discursivos que reconoce la educación. Así es cómo la poesía, la producción literaria en general, va contra la lógica de la privatización y busca extender el espacio lingüístico con sus invenciones, para beneficio del colectivo. Crear un poema es una manera de reafirmar esta visión: mostrar que un poeta no es un mero usuario, sino una especie de comunero de la lengua. Alain Badiou argumenta, en un sentido parecido, que hay “un vínculo esencial entre poesía y comunismo, si entendemos comunismo en su sentido primario: la preocupación por lo que es común a todos. Un amor tenso, paradójico, violento por la vida en común; el deseo de que lo que debiera ser común y accesible a todos no sea apropiado por los siervos del Capital. El deseo poético de que las cosas de la vida fueran como el cielo y la tierra, como el agua de los océanos y los incendios de una noche de verano –esto es, fueran por derecho de todo el mundo”. Según Badiou, el poema es un regalo del poeta al lenguaje, un presente para toda la humanidad.
Este tercer tipo de relación entre poesía y política, aunque parezca simplemente mezclar elementos de los dos anteriores, no está basado como ellos en el desarrollo de una sensibilidad especial del poeta que le permita refinar la comunicación de una causa política o resistirse a un sistema social carente de poesía: se trata más bien de recuperar y compartir –a través de la práctica creativa– una actitud universal hacia el lenguaje, una que lo afirma como bien común, no como adquisición individual. Así, en lugar de limitarse a reproducir una lengua determinada, la poesía apunta a que produzcamos cada cual algo con ella: un poema que expanda otro poco el ámbito lingüístico y nos devuelva, aunque sea por un instante, lo que la socialización nos ha querido hacer olvidar, el poder de las “palabras de la tribu”, como diría Nicanor Parra. Una manera sutil de subvertir la enseñanza convencional del lenguaje y cuestionar de paso una Constitución política y un modelo económico fundados ambos sobre la noción de propiedad privada. Pero ¿cómo funcionaría esta poética en la práctica?
Es una especie de demostración, sugiere el poeta austriaco Ernst Jandl: “Escribir y hablar en una lengua venida a menos / es un demostrar”. Jandl no usa aquí el infinitivo para imitar una jerga medio heideggeriana, sino para acoger hospitalariamente el alemán tarzanesco de los inmigrantes en su poema. Una demostración en los distintos sentidos de esta palabra: cada poema en efecto “demuestra” lo que es posible hacer con el lenguaje, y puede ser al mismo tiempo una manifestación contra las políticas oficiales de la lengua que las escuelas intentan, a regañadientes, implementar. Una reclamación del derecho inalienable a crear con la palabra. Puede que todo esto suene exagerado, pero no es tan absurdo pensar que, en un futuro cercano, se intente privatizar de veras la lengua materna, como ya se ha hecho con el agua y otros bienes comunes. La única resistencia en ese entonces será tomarse a la fuerza el lenguaje en común, ocuparlo y producir con él modos alternativos de habitar la palabra. Quizás en eso la práctica poética tenga por fin algo que enseñarnos.