Imposible dar cuenta de cada poema donde, en pasajes más o menos desarrollados, más o menos elípticos, aparecen las desapariciones de los más de mil hombres y mujeres que fueron secuestrados por agentes de la dictadura. De algún modo, la poesía chilena —y buena parte de la mejor poesía desarrollada en la segunda mitad del siglo XX— es una refutación de la célebre frase de Adorno: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”. Sí es posible, dicen los versos de Parra, Zurita, Hernández, Millán, Uribe, Hahn, Lihn, Zondek, Vicuña y tantos más que se han atrevido a mirar en lo oscuro para dar cuenta del horror.
por Vicente Undurraga I 14 Septiembre 2023
La muerte habitualmente deja restos, cenizas, ritos, duras certezas. La desaparición, solo desesperación, un abismo de conjeturas y espanto. Nada que tenga fin porque la desaparición no deja nunca de acontecer.
De todas las cuestiones de la vida pública que la poesía chilena ha abordado, la de la desaparición es de las más recurrentes. Se abre una paradoja, en cierto sentido, si se asume que la poesía es un arte de la aparición, de darle forma a intuiciones y posibilidades, a conexiones impensadas entre las cosas, los seres y los tiempos: una ocasión, diría María Zambrano, “tendida hacia lo que no logró ser, para que al fin sea”. Que ese arte verbal de las apariciones, luminosas u opacas, definidas o difusas, se haga cargo de la desaparición forzada de personas produce tensiones que redundan en poemas de inmensas cargas de sentido y nuevas formas.
“De aparecer apareció / pero en una lista de desaparecidos”, escribió con negra hondura Nicanor Parra en los años 80. En artefactos y textos así, bajo máscaras de predicadores y energúmenos, Parra hablaba de los desaparecidos. En “La sonrisa del Papa nos preocupa” se lee: “S. S. debiera preguntar / por sus ovejas desaparecidas / (…) fue para eso que los Cardenales / lo coronaron Rey de los Judíos / no para andar de farra con el lobo”.
Otro modo directo, tan feroz como feraz, se da en la poesía de Elvira Hernández, que enfrentó desde el comienzo el desafío de cómo hablar explícitamente del horror. Lo hace siempre quebrando algo en la palabra misma, y esa es la verdadera noticia de sus versos, que espejean el otro quiebre, el civil, el humano detrás de toda desaparición. En el primer poema de El orden de los días (1981) se describe cómo un sujeto es arrancado de la realidad, subido a un taxi, donde “le borran la boca los ojos con scotch”, a plena luz de día, mientras “el carabinero de la esquina bosteza hacia los cielos”. El poema, que no puede acercarse más, que no puede abrazar al secuestrado, se queda en la indeleble imagen de cómo “desde la ventana de las micros asoman rostros / lámparas extinguidas”.
Poco después, en el primer poema de ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), Hernández describe a alguien que no levanta, como quería el régimen, la cabeza al cielo para mirar el espectáculo del cometa fugaz, atareada con los trabajos de la escritura y la sobrevida, pero a cambio deja caer una comparación devastadora: “Dicen que era como una cabeza degollada apareciendo / sin nunca querer desaparecer”. Ese breve poemario es al espectáculo del cometa lo que La aparición de la Virgen de Lihn a la noticia de la Virgen de Villa Alemana: un desmontaje. Y en los 2000, en “Restos”, Hernández hace un directo encaramiento del estado fantasmal del destino de tantos huesos ya en posdictadura:
¿Encontraremos los pelos de la vergüenza
las escamas óseas de una verdad agrietada
la vértebra de nuestra historia?
(…)
Los arrojaron al mar
y no cayeron al mar
cayeron sobre nosotros.
Tiene eco con el poema “Huesos” que Óscar Hahn publicó en Apariciones profanas (2002), donde refiere la obstinación ósea y cómo imprevistamente las desapariciones pueden cobrar presencia y hasta voz, desarmando todo ocultamiento: “Un día la picota que excava la tierra / choca con algo duro: no es roca ni diamante / es una tibia un fémur unas cuantas costillas / una mandíbula que alguna vez habló / y ahora vuelve a hablar”.
Verónica Zondek conjetura en “Detenido desaparecido” un punto de vista inquietante, el de una testigo sin nombre que narra el momento en que es arrojado un cuerpo desde las alturas, mientras “abajo muge el vaquerío” y arriba “la hoja del corvo está helada. / El monosílabo ejecuta la orden” y entonces “el plomo cae por los aires en azul vértigo y rojo”. Esta escena podría ser la que desemboca, en una secuencia narrativa del espanto, en la escena que otro poeta, Gonzalo Millán, expone en La ciudad (1979), cuando con el puro filo de su decir objetivo refiere la aparición en la playa de un cuerpo que se intentó hacer desaparecer mar adentro (lo que remite al caso de Marta Ugarte, asesinada por la Dina y aparecida en Los Molles en 1976): “Apareció. / Había desaparecido. / Pero apareció. Meses después. / La encontraron en una playa. / Apareció en una playa. / Meses después con la columna. / Rota y un alambre al cuello”. Es notorio en un poema tan breve, de versos ellos mismos quebrados, el recurso de la repetición, uno de los más antiguos que tiene la poesía para fijar, para hacer aparecer. En un momento cúlmine de ese libro, Millán narra los hechos en reversa, imaginando así que “aparecen los desaparecidos”, abrigando el viejo anhelo humano de volver sobre sus pasos.
Imposible dar cuenta de cada poema donde, en pasajes más o menos desarrollados, más o menos elípticos, aparecen las desapariciones durante los años 70, 80 y 90. Desde Omar Lara y Carlos Cocina, que ya en 1981 escribía en Aguas servidas con fina lucidez sobre “el acto de nacer la muerte de los desaparecidos”, hasta el hermoso “Salmo de los desaparecidos” de Alfonso Alcalde: “Todo lo que fuiste se lo tragó la tierra. / Ni masticando el polvo encontrarán / la huella del último grito”.
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El 28 de abril de 1976, a Ana González le arrebataron a sus hijos Manuel Guillermo y Luis Emilio y a su nuera, Nalvia Mena, embarazada. Esa noche el Puntito, el hijo de dos años de estos últimos, fue dejado afuera de la casa por la Dina. Y al día siguiente secuestraron al marido de Ana, Manuel Recabarren, quedando el Puntito sin abuelo ni padres ni tío ni hermano. Ya adulto, dedicado en Suecia a la danza, diría: “Yo siento que mis padres viven en mi cuerpo”. Muerta en 2018, el destino trágico de Ana, griego, teje un relato de intensidad único en la historia nacional, al trenzarse con el carácter férreo, magnánimo y luminoso que siempre mostró. “El odio no me ciega. El odio no me echa a perder”, dice en el documental Quiero llorar a mares. Ahí, filmada en Villa Grimaldi a 20 años de esos secuestros, Ana le cuenta al recuerdo de su marido que la casa está siempre llena. La mujer que supo estar a la altura de su desesperante espera, que encabezó la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que se paseó por centros de detención y morgues buscando a los suyos, esa chilena que enfrentó la vida con ira y pena, como reconocía, pero sin miedo y sin odio, como enfatizaba, hizo ese y otro gesto vital que fueron poemas absolutos, insuperables: nunca dejó esa casa en la que vivió con su marido y sus hijos, pero cerró para siempre el portón por el que una mañana salieron para jamás volver.
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Para una antología colectiva publicada en Nueva York hace poco, la traductora de Cecilia Vicuña le hizo llegar un poema perdido que la poeta le había mandado décadas antes por fax y que trata justamente de todo esto y de cómo la palabra misma desaparece, letra por letra, y todo ha de volver a recomponerse: “¿Cómo hablar / si las sílabas / caen al mar?”, se lee en el potente poema, que dos veces hace suya la pregunta clave “¿dónde estás?” y que termina así: “Los lanzaron / de adré / dejándonos sin hablar”.
Dejándonos sin hablar, pero con un habla que hay que recuperar como sea. Que no se podía escribir poesía después de Auschwitz, dijo Adorno, pero toda la poesía de la segunda mitad del siglo XX es una revocación de esa sentencia. Inocentemente no se puede, pero la poesía no es inocente. Y todos los horrores y desapariciones son un grito que se comunica, como cuando Vicuña, contando en “Lola Kiepjá” la historia de la última yagana, escribe: “Los Selk’nam / fueron los primeros / desaparecidos / en Chile”, haciendo visible la conexión de los exterminios.
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El 2022 apareció El cuaderno azul, los poemas de María Cristina López Stewart, militante del MIR de 21 años, secuestrada en 1974, en Las Condes, por agentes de la Dina y hecha desaparecer hasta hoy. En el poema que escribió justo un año antes de su captura deja ver la intuición de su destino:
Tengo un miedo intensamente lejano,
como la luz del sol,
a ratos se transforma en suave angustia,
la angustia que producen las sirenas
en las noches,
la angustia que provoca la certeza
de un peligro incierto.
Más allá de la notable comparación de un miedo que, como el sol, era entonces “intensamente lejano”, sus poemas acusan otra desaparición: la de un inmenso cuerpo creativo, de cosas en curso que hubo que abortar y de cosas que quedaron, como el canto de Víctor Jara, brutalmente truncadas.
Eso vuelve doblemente asombroso que el 19 de julio de 1973 haya escrito López un poema donde ya no solo adivina el peligro, sino que imagina y le habla a una ausencia: “No me miras porque no tienes ojos / no me hablas porque no tienes boca / no puedes caminar; no tienes piernas / me quieres abrazar, no tienes brazos / pero estás allí / Como un acompanante interminable”.
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Esa palabra que se recupera de su aniquilación —porque también se hizo todo por desaparecer a la palabra, por amordazarla, como escribió Millán—, esa palabra, porfiada, tomó muchas formas. La metafórica, el hablar de una cosa diciendo otra, o la metonímica, que es hablar de una por sus costados, son formas indirectas que constituyen otro modo en que la poesía ha referido el desaparecimiento. La nueva novela (1977), de Juan Luis Martínez, puede leerse como un tratado de la desaparición de un autor que reúne, monta y hace aparecer sentidos desde su ausencia. En su excepcional poema “La desaparición de una familia”, todos se extravían de la nada.
Armando Uribe, que había debutado en 1954 con el extraordinario Transeúnte pálido y que había escrito tres libros más hasta 1971, quiso tal vez encarnar en su propia figura poética la desaparición, borrándose de escena durante los 17 años de dictadura. Cumplió así, sin alardes, la promesa que no cumpliría García Márquez: no publicar mientras Pinochet no dejase el poder usurpado. Uribe siguió lanzando diatribas políticas, cartas abiertas, pero poesía no. Luego, vuelta la democracia, reapareció con 35 poemarios. En su afán de combatir las atrocidades de la dictadura, “¿no se siente un poco solo?”, le preguntaron en la TV en los 90 y la colérica respuesta de Uribe no tardó: “Mire, yo estoy con las decenas de miles de personas que fueron torturadas, con los miles de detenidos, con los cientos de miles que fueron desterrados, y creo que con muchos más también”. Ese poeta que desaparece es cifra o senal de un país que fue borrado por una contrarrevolución que no solo eliminó personas sino también un entramado social, encuentros, sueños y colaboraciones. Se hizo desaparecer una historia, una utopía entera y de raíz: todo un Chile. Por eso José Ángel Cuevas “desprendió un país entero de sus ojos” y ha escrito en democracia una incomparable y desafiante obra como un ex poeta que se refiere una y otra vez al ex Chile.
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Los versos centrales del Canto a su amor desaparecido, de Raúl Zurita —“Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas al mar a las montanas”—, están tallados en el memorial que lleva grabado el nombre de todos los ejecutados y desaparecidos en el Cementerio General de Santiago. Endecha alucinada, ese poema es un gran llanto y canto a la tragedia de lo que desaparece, una vida que es siempre un amor. En su versión incluida en La vida nueva, el poema está antecedido del testimonio de hijos que recuerdan a los suyos y le imploran al poeta “Recuérdalos tú también”. Zurita pone su escritura y su cuerpo para esa petición. No como un mero dato, si bien en un primer plano consigna hechos y nombres y crímenes y aberraciones a la manera de un cronista. Pero la desaparición cobra vida en sus versos sobre todo como sustrato y como duelo. Sus poemas son nichos.
En su ensayo “Poesía y nuevo mundo”, Zurita rastrea en la propia lengua antecedentes donde la desaparición es lo esencial. Se remonta a La Araucana, al episodio donde, tras una batalla campal, un soldado de guardia distingue un ruido y al abalanzársele descubre que es una mujer, Tegualda, que le implora recuperar el cadáver de su hombre. Es un gesto decisivo: cómo un soldado, que es también el poeta que escribe, revierte la desaparición de un cuerpo: “La grandeza de este acto matricial —escribe Zurita—, arquetípico, ya presente en la Ilíada y que cruzará el arco completo de las obras que se escribirán en nuestro continente, radica en que es el poeta mismo, Ercilla, el que permite realizar el acto del entierro. De allí en adelante la misión del poeta no será otra que la de darle sepultura, a nombre de sociedades que no han querido o no han podido hacerlo, a toda esa fila interminable de cuerpos”.
Zurita fue detenido en Valparaíso el 11 de septiembre, llevado al Estadio Playa Ancha y conducido en un camión, amontonado con decenas de otros prisioneros, hacia el buque carguero Maipo, donde pasó días entreviendo apenas un pedazo de cielo por una escotilla. Experiencia que no aparece, sin embargo, de manera directa en los libros de poesía con que debutaría años después, Purgatorio y Anteparaíso. Pero ya en este último el horror emerge de a poco, vencido: “Yo sé que tú vives / yo sé ahora que tú vives y que tocada de luz / ya no entrará más en ti ni el asesino ni el tirano / ni volverán a quemarse los pastos sobre Chile”.
Ya en 1985 aparece todo de una manera directa en el Canto a su amor desaparecido y en 1994, en La vida nueva. Pero en 2003, cuando la atención hacia Zurita era mezquinada, la desaparición se hace absolutamente central en su libro INRI, esa cifra del calvario de Dios hecho hombre. El libro trata básicamente del arrojamiento de cuerpos (“Sorprendentes carnadas llueven desde el cielo. / Sorprendentes carnadas sobre el mar”) y es la materialización más clara de esa poética que Zurita había anunciado en un temprano manifiesto, “El Mein Kampf de RZ”, donde proponía un arte no como representación de la vida sino como corrección del dolor, de la experiencia. Los peces en esos poemas de INRI son tumbas para esos cuerpos arrojados, “cruces hechas de peces para los Cristo”.
Pero esa corrección es ya imposible y el primero en saberlo es el poeta, que en el epílogo anota que “No”, que fue solo un sueño que hubiera “un océano subiéndolos salvos desde sus tumbas”. A diferencia de Ercilla, ya la poesía nunca podrá reparar esa ausencia, pero al menos puede anotarla y soñar con corregirla o revertirla. Ese anhelo mueve la poesía inmensa de Zurita, que el escritor argentino Marcelo Cohen describió como de un “animismo macabro, gótico… demencial en su ambición de unir lo real y lo simbólico”. Esa poesía que ya bien entrados los 2000 culmina en el libro Zurita, de 800 páginas y donde el poeta, en un notable giro de “estilo tardío”, según diría Edward Said, lleva a cabo una renovación del carácter, la energía y las formas, ahora muy influidas por la narrativa norteamericana, como la de Cormac McCarthy. Ahí, engranada con lo autobiográfico y los paisajes, entra ya de manera definitivamente explícita la desaparición, lo execrable. En Zurita ocurre todo a la vez, en un día infinito, lleno por igual de horror y de amor imborrable: lo metafórico, lo simbólico y lo directo, poniendo incluso las voces de los victimarios en escenas de total brutalidad, y llegando a lo más concreto al listar a algunos desaparecidos con nombre y apellido, “lirios cercenados”, para culminar en la desaparición de ciudades enteras; desaparecen Buenos Aires y Santiago y la poesía nos deja entonces en las alturas, las mismas desde las que tantos fueron arrojados.
Imagen: arriba: Raúl Zurita (1950) y Gonzalo Millán (1947-2006); abajo: Elvira Hernández (1951) y Armando Uribe (1933-2020).
por Pedro Pablo Guerrero