Plasmar el tiempo

El tiempo nos acecha día tras día, en ese camino sin retorno que nos lleva a la muerte. El tiempo nos marca cotidianamente: se nos impone a partir de su volatilidad pero también desde su insoportable peso. Y la literatura ha sido un espacio privilegiado de su representación y significación. Virginia Woolf, Thomas Mann, Germán Marín, Vladimir Nabokov o J. M. Coetzee son algunos de los escritores que han indagado en las múltiples variantes de este tema –“el” tema–: el aburrimiento, la recuperación de la juventud, la inminencia del desastre, la banalidad del presente y la siempre misteriosa relación entre los objetos y la memoria, es decir, entre el presente y el pasado.

por Andrea Kottow I 19 Junio 2018

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La literatura requiere tiempo. Para ser escrita y para ser leída. Nos hace sentir la temporalidad. El tiempo no pasa volando, como se dice comúnmente, cuando estamos inmersos en un libro. Tras leer durante varias horas, el tiempo se vuelve una experiencia corporal, como si la lectura se inscribiera en el cuerpo. Se trata de un tiempo cargado; un tiempo que se vuelve palpable desde su densidad.

Probablemente es por ello que solemos recordar más en qué circunstancias leímos tal o cual novela, y no tanto el contenido mismo de la historia. Hay obras cuya rememoración nos catapulta hacia atrás, a un cierto momento y un determinado espacio del pasado. Recordamos cuándo y dónde leímos algo, cómo nos sentíamos, qué efecto nos produjo. La lectura se funde en una experiencia espacio-temporal que nos remite a nosotros mismos en este peculiarísimo acto de estar a solas, simultáneamente abandonándonos en pos de participar de la vida de otros seres, hechos tan solo de palabras.

Ni Dioses inmortales fuera del tiempo, ni animales sin conciencia temporal: los humanos estamos sujetos a ese reloj definitivo que mide aquello que nos distancia más o menos de nuestro fin.

No obstante esta suerte de encarnación del tiempo, se puede afirmar que el tiempo también se suspende mientras estamos leyendo. No porque deje de percibirse, sino más bien por abrirse una grieta diferente en su transcurso, una especie de paréntesis que hace emerger otra temporalidad. La genialidad del cuento de Cortázar “Continuidad de los parques”, no radica tanto en su brevedad y condensación, sino en la capacidad para mostrar esta superposición de tiempos que ocurre durante la lectura. Admirable es la forma en que Cortázar retrata la lectura como experiencia corporal: el cuerpo, aquí, se acomoda para leer de la manera en que más le place; para producir de la forma más óptima esa posibilidad de suspensión y apertura de la temporalidad. Y es sobresaliente el modo en que el texto refleja cómo los tiempos finalmente se enredan y fusionan. Pues, hay un solo tiempo, y ese es el que irremediablemente, tal como en “Continuidad de los parques”,  avanza hacia la muerte.

Sin tiempo, no habría muerte. Sin muerte, no habría vida. El tiempo es, entonces, lo que nos hace humanos. Ni Dioses inmortales fuera del tiempo, ni animales sin conciencia temporal: los humanos estamos sujetos a ese reloj definitivo que mide aquello que nos distancia más o menos de nuestro fin. La lucha contra el tiempo no termina siendo sino una batalla, perdida de antemano, contra el advenimiento de la muerte.

¡Qué tristes y cómicas son a la vez las descripciones que dibuja Thomas Mann en la parte final de La muerte en Venecia! Gustav von Aschenbach, ya entregado al prohibido amor hacia el joven Tadzio y conociendo el secreto de una Venecia arremetida por un brote de cólera, se convierte en asiduo visitante del peluquero del hotel. Busca rejuvenecer, tiñéndose el pelo y volviéndose, por primera vez en la vida, vanidoso, consciente de las huellas que el tiempo ha dejado en él. Anhela estar a la altura de la belleza del púber del que se ha enamorado perdidamente, fijando en su retina cada detalle de la piel de Tadzio, de las azulosas venas que esta transluce y los suaves pelillos rubios que se ensortijan en sus hombros y en el cuello. Tal como estos signos corporales son una metonimia de la juventud que Tadzio encarna, apenas asomándose de las fronteras que lo separan de la infancia, el maquillaje en Aschenbach no hace sino subrayar su avanzada edad y la imposibilidad de vencer al tiempo en una inútil y desgastante batalla. Una que termina irremediablemente en la muerte, con la que justamente finaliza el relato de Mann.

En Desgracia, de Coetzee, el narrador desespera al sentir las diferencias de su cuerpo envejecido frente a la tersura de la piel de su estudiante, y la vida que ella tiene por delante y él de alguna manera por detrás, buscando no obstante una especie de redención en el encuentro erótico.

Quizás un personaje literario de la escena local que haya puesto en escena un gesto igualmente desesperado, al mismo tiempo entrañable e irrisorio, es Germán Marín en su novela Ídola. El alter ego de Marín –un escritor entrado en años que regresa a un país que no reconoce como suyo y que le niega un lugar reconocible para él en sus coordenadas– comienza un romance con una mujer más joven que él. La relación, marcada por un vínculo sexual fuerte pero también peculiar –dado que el hombre termina siendo penetrado por una mujer mucho más vigorosa y decidida que él–, se degrada y no deja de ostentar el último intento de un hombre que entra a la vejez por demostrar su vigencia.

La literatura se ha interesado en más de una ocasión por amores entre viejos y jóvenes, y probablemente uno de los puntos de fuga que guía estas descripciones tenga que ver con esa vaga e ilusoria esperanza que representa para el viejo el amor de un/a joven. Es, de alguna forma, el signo de Lolita de Nabokov, donde la fijación de Humbert Humbert por Dolores Haze se traduce en un largo y despiadado monólogo de él, que termina por excluir los posibles motivos de Lolita para involucrarse con un hombre mucho mayor que ella. Pero también en Desgracia, de Coetzee, el narrador desespera al sentir las diferencias de su cuerpo envejecido frente a la tersura de la piel de su estudiante, y la vida que ella tiene por delante y él de alguna manera por detrás, buscando no obstante una especie de redención en el encuentro erótico.

Pero volvamos un momento a Thomas Mann: no solo estaba obsesionado con el tema de la enfermedad, presente en cada una de sus obras. También volvió una y otra vez sobre el tópico del tiempo. En La montaña mágica, el joven Hans Castorp –quien junto a subir a las alturas de los Alpes suizos al sanatorio de Davos también deja atrás lo que para él se convierte rápidamente, en compañía de los tuberculosos, en una existencia pequeñoburguesa gris y aburrida– pierde en algún momento la noción del tiempo. La novela hace transcurrir en tan solo una oración siete años de la vida de Castorp. Y el texto nos invierte y/o enriquece una intuición muy arraigada en el imaginario cotidiano: cuando estamos entretenidos, el tiempo supuestamente vuela, mientras que el aburrimiento nos parece estancar su transcurrir.

Thomas Mann plantea que más bien la monotonía invisibiliza el tiempo; cuando un día es igual a otro, la semejanza hace imposible la distinción, y el tiempo pasa sin que apenas nos demos cuenta. Así, una vez que Castorp ha asumido las rutinas cotidianas para un enfermo de tuberculosis –desayunos, almuerzos y cenas en el comedor del sanatorio junto a los otros enfermos, chequeos médicos regulares, terapias consistentes en estar recostado al aire libre en unas camillas envuelto en frazadas que protegen del frío pero permiten los efectos curativos del aire fresco, paseos por los alrededores del sanatorio, conciertos nocturnos–, deja de ser consciente del tiempo, de su medida o de su transcurrir. La magia de la montaña es, de esta forma, la magia de la detención del tiempo. Solo el estallido de la Primera Guerra Mundial rompe el hechizo para Hans Castorp y lo impulsa a reintegrarse al mundo –y el tiempo– de los sanos. Cuando se agolpan los eventos, el tiempo se densifica y obliga a hacerse cargo de él.

Thomas Mann plantea que más bien la monotonía invisibiliza el tiempo; cuando un día es igual a otro, la semejanza hace imposible la distinción, y el tiempo pasa sin que apenas nos demos cuenta.

¿Y qué decir de ese tedio infinito que arremete contra Emma Bovary cuando se da cuenta de que su vida, junto a su esposo Charles, consistirá en ver siempre los mismos paisajes de Rouen al mirar por la ventana de su casa, y a los mismos vecinos; al farmacéutico Homais con su mujer? Es como si esa monotonía provocara la suspensión del tiempo o su absoluta condensación, hasta la muerte. El tedio es, en el caso de Emma, el miedo a morir sin que ninguna cosa haya sucedido antes. Como estar muerta en vida. Su búsqueda de amoríos es, asimismo, una lucha contra la muerte. O más bien, contra una vida que se parece demasiado a ella. Que Emma muera víctima de las trampas que ella misma se ha puesto no es sino otra de las grandes ironías del implacable Flaubert.

Otra maestra en el tratamiento del tiempo, en sus alcances y en su complejidad, es Virginia Woolf. Pueden haber transcurrido tan solo unos pocos minutos dentro de la historia –famoso y comentado es el ejemplo de Miss Dalloway, que sucede en unas pocas horas del día en que ella organiza una fiesta en casa, o los zapatos que Mrs. Ramsay amarra a su hijo en las primeras líneas de Al faro–, pero son páginas y páginas las que se colman dentro de la novela, pues escenas mínimas sirven de trampolín para catapultar hacia atrás y hacia delante, hacia el pasado y el futuro, generando un tiempo denso, interno, íntimo, imposible de compartir con otros y difícil de calzar con aquel tiempo objetivamente medible.

El golpe magistral que atesta Woolf en su novela Al faro se registra en el segundo capítulo, esa parte intermedia, harto más breve que la primera y tercera partes de la obra, en la que no sabemos quién narra, pues abandonamos la conciencia de cualquier personaje. Repentinamente han pasado 10 años, Mrs. Ramsay ha muerto y la casa de veraneo que sirve de marco espacial yace abandonada, vacía, cual testigo mudo del brutal e impasible paso del tiempo. Si la muerte no tiene ningún sentido –y mueren las almas nobles igual que las de los villanos–, la vida tampoco lo tiene, y solo existe la materialidad en su indiferente insistencia.

La fama de Proust no proviene tanto de la lectura de esta saga –probablemente pocos la hayan leído completa–, sino de una escena, la de la magdalena untada en el té, cristalización perfecta del vínculo entre los sentidos y la memoria.

Los vínculos entre el tiempo y los objetos –o cosas– son asimismo motivo de escrutinio de la gran obra literaria acerca del tiempo: En busca del tiempo perdido. La fama de Proust no proviene tanto de la lectura de esta saga –probablemente pocos la hayan leído completa–, sino de una escena, la de la magdalena untada en el té, cristalización perfecta del vínculo entre los sentidos y la memoria: la galleta remojada transporta al narrador a las tardes de su infancia en Combray, en uno de los arranques más memorables de la historia de la literatura. En busca del tiempo perdido está colmado de este tipo de escenas en las que una cierta percepción echa a andar, involuntariamente, un proceso mnemotécnico que se impone sobre lo que quiera recordarse o se pretenda olvidar. ¡Qué ganas de poder recordar y olvidar a destajo! ¡Y qué ansiedad nos puede producir un olor, un sabor, la textura de una tela, las notas de una melodía que creíamos olvidada! ¡Cuán conmovedor es encontrarse como lector con estas descripciones tan particulares como acertadas y sensibles en una novela!

Quizás por ello, Patricio Marchant habla de la literatura como una “cuestión de realidad”. El autor de Sobre árboles y madres insistió en más de una ocasión en el potencial reflexivo de la literatura, y uno de sus ensayos gira precisamente en torno a las aproximaciones de Marcel Proust al problema del tiempo. Donde la filosofía con su intrínseco afán de generalizar debe renunciar a la peculiaridad, la literatura inicia su camino exploratorio. No debiéndose disciplinariamente a la taxonomía ni a la consistencia, su espacio es el de la unicidad. Una en la que nos podemos, no obstante, reconocer.

El tiempo nos acecha día tras día, en ese camino sin retorno que nos lleva indefectiblemente a la muerte. El tiempo nos marca cotidianamente: se nos impone a partir de su volatilidad pero también desde su insoportable peso. Y la literatura ha sido un espacio privilegiado de su representación y significación. Arte del tiempo, quizás podría  afirmarse que no hay más que un problema literario verdaderamente serio: el tiempo.

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