¿Por qué John le Carré se convirtió en espía?

por Juan Manuel Vial

por Juan Manuel Vial I 15 Octubre 2016

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La sombra del padre, un timador insigne –en términos económicos y sentimentales–, se cierne sobre las páginas de Volar en círculos, la colección de encuentros personales que John le Carré acaba de publicar a modo de autobiografía fragmentada. “El espionaje no me introdujo en el secretismo”, afirma el autor de El espía que surgió del frío. “La evasión y el engaño fueron las armas necesarias de mi niñez. En la adolescencia todos somos de algún modo espías, pero yo ya era un experto. Cuando el mundo secreto requirió de mí, fue como regresar a casa”.

por juan manuel vial

Los recuerdos más impactantes de John le Carré, nombre de pluma de David Cornwell, no provienen de sus años como espía al servicio de la Corona británica, ni de la reunión clandestina con Yasser Arafat durante los peores momentos de la guerra en el Líbano, ni de los viajes a innumerables infiernos de África y Asia a la siga de imágenes convincentes para sus novelas, ni de las jornadas entregadas al consumo de opio en un antro de Vientián, ni de su abierto desprecio por su colega y compatriota Kim Philby, el famoso doble agente que desertó a los rusos, desprecio que le significó una amarga disputa pública con Graham Greene y Hugh Trevor-Roper. Tampoco provienen de la ocasión en que se negó, claro que con amabilidad, a ser condecorado por Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, ni de los angustiosos instantes que pasó hundido en una trinchera a orillas del río Mekong mientras las balas se incrustaban en un montón de barro que tenía al frente.

Los recuerdos más impactantes de John le Carré, o de David Cornwell, que para el caso da igual, provienen de su padre, un sujeto imposible de describir en pocas palabras, ni siquiera en cientos de palabras, pero que es, con certeza, el personaje más atractivo de Volar en círculos, la colección de encuentros personales que John le Carré acaba de publicar a modo de autobiografía fragmentada. Consciente de ello, el autor optó por relegar a Ronnie, su progenitor, a la última parte del libro. De no haber actuado así, una vez más, incluso desde la ultratumba, Ronnie se habría robado la película. “El espionaje no me introdujo en el secretismo. La evasión y el engaño fueron las armas necesarias de mi niñez. En la adolescencia todos somos de algún modo espías, pero yo ya era un experto. Cuando el mundo secreto requirió de mí, fue como regresar a casa. ¿Por qué fue así? Esto es mejor dejarlo para un capítulo al final, titulado ‘Hijo del padre del autor’”.

De buenas a primeras, cuesta creer que Ronnie Cornwell no sea un personaje de ficción. Pero cuando uno le da un par de vueltas al asunto, esta vez con mayor detención, se hace evidente que la existencia de Ronnie no podría haber sido inventada, al menos no en su magnífica singularidad, ni por el más febril de los novelistas. Tunante fenomenal, sinvergüenza atildado, pillastre internacional, apostador majestuoso, mujeriego irredento, presidiario ejemplar, emprendedor incansable, matutero hábil, fantaseador dedicado, manirroto glorioso, pedigüeño insigne, chantajista sentimental, víctima inocente, dandy respetable, candidato parlamentario, centro delantero avispado, todo esto llegó a ser, claro que dicho de modo un poco atarantado, el inigualable Ronnie Cornwell. Encanto, apostura y labia le sobraban, virtudes clásicas si de embaucar al prójimo y sin piedad se trata. Según Tony Cornwell, el hermano de Le Carré, Ronnie era capaz de ponerte una mano en el hombro, la otra en el bolsillo, “y ambos gestos eran igualmente sinceros”.

Mientras recopilaba antecedentes en Hong Kong para El honorable colegial, Le Carré se topó por casualidad con un sujeto que había sido el carcelero de Ronnie durante una de las tantas condenas que cumplió en el extranjero: “‘Míster Cornwell, señor, su padre es uno de los hombres más distinguidos que he conocido. Fue un privilegio vigilarlo. Me voy a retirar muy pronto y cuando regrese a Londres él me va a ayudar con un negocio’. Incluso estando en prisión, Ronnie se encargaba de engordar a su carcelero para después tirarlo a la olla”.

Le Carré aborda la figura de su padre con cierto humor resignado: “De los tratos de Ronnie con el crimen organizado, si los hubo, lamentablemente sé poco. Sí, se le vio hombro con hombro con los famosos gemelos Kray, pero puede que solo haya andado a la caza de celebridades (…) ¿Pero una asociación criminal permanente? No el Ronnie que yo conocí. Los timadores son estetas. Usan buenos trajes, tienen las uñas limpias y son bien hablados todo el tiempo. Los policías en los libros de Ronnie eran camaradas de primer orden abiertos a la negociación. Lo mismo no podía decirse de ‘los muchachos’, según los llamaba, y si te metías con los muchachos era a tu propio riesgo”.

Y un poco más adelante: “No creo que Ronnie hubiese podido vivir de algún otro modo. No creo que quisiera. Era adicto a la crisis, adicto a la performance, un desvergonzado orador de púlpito y un acaparador de escenarios. Era un encantador delirante y un seductor que se veía a sí mismo como el niño bonito de Dios, y les arruinó la vida a muchísimas personas. Graham Greene nos dice que la infancia es el saldo a favor del escritor. Bajo ese estándar, yo nací millonario”.

Pero las pruebas de que Le Carré se pasó la mitad de su vida intentando escapar de esta figura extravagante y dañina se apilan no tanto más allá del humor resignado. Varias de sus novelas abordan el tema, en especial Un espía perfecto. Y el mismo libro del que ahora hablamos, Volar en círculos, da cuenta de la ubicuidad del padre: los 32 capítulos que anteceden al de Ronnie no constituyen competencia alguna para un tipo como él. “Matarlo fue una preocupación temprana en mí, y ha persistido con mayor o menor intensidad incluso después de su muerte”. Ronnie acostumbraba a golpear a sus mujeres. Fue después de una zurra que Olive, la madre del autor, abandonó a sus dos hijos mientras dormían y escapó de una vez por todas de Ronnie. Le Carré tenía cinco años y no volvió a ver a Olive hasta los 21.

Convencido de que la educación lo era todo en esta vida, Ronnie pagó caro, aunque no siempre a tiempo, por darles lo mejor a sus dos hijos. Él mismo, sin ir más lejos, se pulió cuanto pudo, y a punto estuvo de disolver por completo el basto acento de Dorset. “Los ingleses, nos dicen, son catalogados por su lengua, y en aquellos días ser bien hablado te podía reportar un cargo militar, un crédito bancario, el trato respetuoso de parte de la policía y un trabajo en la City de Londres. Una de las ironías de la vida mercurial de Ronnie es que, al cumplir su ambición de enviarnos a mi hermano y a mí a colegios distinguidos, él quedó ubicado en un estrato social más bajo que el nuestro según los crueles estándares de la época. Tony y yo pasamos soplados a través de la barrera de clase del sonido, mientras que Ronnie quedó atrapado al otro lado”.

Ronnie Cornwell a mediados de los 50.

Tras ver un documental en la televisión acerca de la vida de su hijo famoso, Ronnie constató que existía una difamación implícita en el hecho de que Le Carré no hubiese mencionado que se lo debía todo a él. No le quedó otra opción, por lo tanto, que demandar al escritor. “Cada vez que me siento tentado a admirarlo, recuerdo a sus víctimas. Partiendo por su propia madre. (…) ¿Cómo se explicaba a sí mismo todo esto, en caso de que efectivamente intentase hacerlo? ¿Las carreras de caballos, las fiestas, las mujeres, los Bentleys que adornaban su otra vida, al tiempo que les birlaba dinero a personas tan perdidas en su amor hacia él que no podían negarse? ¿Calculó alguna vez Ronnie el costo de haber sido el niño bonito de Dios?”.

La omnipresencia fue otra de las peculiaridades de Ronnie. En 1963, Le Carré viajó a Nueva York a promocionar esa gran novela que es El espía que surgió del frío. Era la primera vez que visitaba Estados Unidos y su editor lo invitó al 21 Club para agasajarlo con una cena de categoría. “Apenas el anfitrión nos muestra la mesa, veo a Ronnie sentado en una esquina. Por años hemos permanecido alejados. Yo no tenía idea de que estaba en Estados Unidos”. Ronnie había seducido al editor estadounidense para orquestar la sorpresa. Y si bien al principio se muestra reticente, maestro a fin de cuentas del fingimiento, finalmente acepta sentarse a la mesa de su hijo. Al momento de la despedida, ya en la calle, ambos se abrazan y Ronnie irrumpe en sollozos (“algo que hace a menudo”). Le Carré le pregunta si anda bien de dinero, “a lo que sorprendentemente responde que sí”. Y entonces Ronnie lanza su frase: “Puede que seas un escritor exitoso, hijo mío, pero no eres una celebridad”. Dicho eso, desapareció en la noche.

Al día siguiente Ronnie llamó al departamento de ventas de la editorial, se presentó como el padre de Le Carré, “y por supuesto como íntimo amigo de mi editor”, y solicitó 200 copias de “nuestro libro”, las que debían cargarse a la cuenta del autor. Una vez recibido el paquete, lo abrió y firmó cada uno de los ejemplares para repartirlos en calidad de tarjetas de presentación. “Con el correr del tiempo, muchos de los dueños de aquellos libros me los han enviado pidiéndome que agregue mi firma a la de mi padre. La versión más común dice así: ‘Firmado por el Padre del Autor’, con una P extra grande para Padre. Y la mía, la que va de vuelta, dice así: ‘Firmado por el Hijo del Padre del Autor’, con una H extra grande para Hijo”.

Otro episodio de la eterna omnipresencia ocurrió en Viena. Hace años que Ronnie ha muerto, pero aun así Le Carré prefiere no alojarse en el lujoso Hotel Sacher, no vaya a ser que los mozos todavía recuerden a Ronnie cayendo estrepitosamente sobre una mesa y a él cargándolo a la rastra como peso muerto. Opta en consecuencia por cualquier hotelito al azar. El anciano portero que esa noche está a cargo observa en silencio mientras Le Carré llena la correspondiente tarjeta de ingreso. “Entonces se dirige a mí en un suave y venerable alemán vienés: ‘Su padre fue un gran hombre’, dice. ‘Usted lo trató de una manera abominable’”.

El título en inglés de este libro, The Pigeon Tunnel (El túnel del pichón), alude a un pasatiempo grotesco que presenció el autor de adolescente en Monte Carlo, adonde llegó invitado por su padre a una de sus monumentales farras en los salones de juego. Cerca del viejo casino, informa Le Carré, se ubicaba el club deportivo. Allí había una superficie de pasto y un campo de tiro frente al mar. Bajo el prado corrían pequeños túneles paralelos que desembocaban en fila al borde del océano. Un empleado introducía por los túneles pichones vivos que habían sido atrapados en el techo del casino. Y cuando estos salían por el otro extremo, un grupo de “bien almorzados y deportistas gentlemen” les disparaban a placer. Las aves que no resultaban abatidas o que solo sufrían heridas menores, “hacían lo que hacen los pichones: regresaban a su lugar de nacimiento en el techo del casino, donde los aguardaban las mismas trampas”.

Le Carré intentó con persistencia que alguna de las 23 novelas que escribió se titulara El túnel del pichón, pero siempre hubo un editor cretino o temeroso que se negó. Lo mismo ahora en castellano, razón por la que hemos de contentarnos con algo un poco vago, como Volar en círculos. La imagen, por lo demás, no es tan difícil de dilucidar: Le Carré reúne aquí a decenas de personajes llamativos que conoció de cerca a lo largo de su vida (los hay de las más diversas cataduras). Cada uno ocupa un capítulo, por lo general breve, a excepción de Ronnie. Y eso está muy bien: “Hijo del padre del autor” es una obra maestra. Además, muchos de los convocados figuran ligera o enteramente distorsionados en varios libros del autor. “En 1987, dos años antes de que cayera el Muro de Berlín, yo estaba de visita en Moscú. Durante una recepción dada por el Sindicato de Escritores Soviéticos, un periodista de media jornada con conexiones en la KGB llamado Genrikh Borovik me invitó a su casa para que me reuniese con un viejo amigo y admirador de mi trabajo. Su nombre, cuando pregunté, era Kim Philby. Hoy tengo plena certeza de que Philby sabía que estaba muriendo y confiaba en que yo lo ayudaría con el segundo tomo de sus memorias. (…) Ante esa posibilidad, me negué a verlo”. Y para finalizar, un dato crucial: Le Carré publicó esta autobiografía fragmentada solo meses después de que se publicara su biografía autorizada, escrita por el insigne Adam Sisman. El juego ha quedado en consecuencia espléndidamente dispuesto para el lector. Solo es llegar y dispararles a los sucesivos pichones que irán saliendo por el túnel correspondiente.

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