¿Por qué se dice que una chancha no hace nada?

por María Sonia Cristoff I 27 Agosto 2021

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Hace poco era verano y me había instalado yo en una chacrita de la Mesopotamia argentina. Mucho río, mucho verde: la idea era tomarme dos meses para descomprimir de tanto encierro urbano y, sobre todo, para terminar de revisar una novela cuyo final no me convencía. Solamente me preocupaba el hecho de que, por la pandemia, no estarían alrededor esos amigos con los que a la hora del trago solemos charlar acerca de lo que estamos escribiendo, y fundamentalmente acerca de lo que no estamos escribiendo, de lo que se nos resiste. Pero estaba la pila de libros con la que había viajado, esos otros interlocutores infalibles. Pensé que con ellos alcanzaría y pensé que sería un verano más silencioso. Me equivocaba en los dos pronósticos.

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Y hace mucho, preparando uno de mis viajes previos a esta misma zona mesopotámica, me había reído con ganas al leer los comentarios a una posada en la que algún exhuésped se quejaba porque los cantos de los pájaros no lo habían dejado dormir en toda su estadía, especialmente a la hora de la siesta. Me había parecido insólito eso de ir a la naturaleza para quejarse de sus supuestos desbordes, esos pájaros que no sabían ubicarse. Una muestra más del antropocentrismo empobrecedor que nos caracteriza. Pero no había registrado el hecho de que a mí esos pájaros mesopotámicos nunca me habían molestado porque jamás los había escuchado. Jamás. Habían estado siempre ahí y yo simplemente no los registraba. Otra versión del antropocentrismo. Pero en el cono de silencio por la ausencia de amigos que se abrió este verano del que hablo algo cambió, algo en mi percepción se abrió a la multiplicidad de rituales y cantos y colores de todos esos pájaros que siempre habían estado ahí. Y se extendió a otras especies. El mismo ámbito, otras voces, diría, parafraseando.

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Así fue que un día, deambulando por los alrededores mientras buscaba opciones para ese final de novela, quedé capturada por una escena en la cual una mujer de pelo muy blanco y muy electrizado, una especie de versión rural de la melena Argerich, ordeñaba una vaca sentada en un banquito, con la vista perdida en el horizonte. Era la vecina del lado derecho de mi chacrita, la había visto pasar un par de veces caminando por la calle de tierra. Estaba con su vaca bajo un árbol frondoso cuyo nombre nunca supe, y cerca de ellas no parecía haber ninguna otra cosa que canteros cuidados en círculos. Algo en la escena emanaba una intimidad que me pareció mejor no interrumpir. Me quedé parada mirando, inmóvil. Cuando al rato mi vecina, llamémosla Martha, empezó a acercarse hacia la puerta de su casa con un balde repleto de leche que le hacía estallar las venas de unos brazos flacos, balbuceé alguna cosa como para acercarme. Lo primero que se me vino a la mente fue una película magnífica que acababa de ver, First Cow, esa de Kelly Reichardt en la cual dos prófugos muertos de hambre se las arreglan para ordeñar a escondidas a la única vaca que el gran gobernador colonial ha llevado para exclusivo consumo personal a esas tierras salvajes del Oeste. Martha desestimó sin esfuerzo mi entusiasmo cinematográfico, me dijo que su vaca se llamaba Luna, y con un par de frases me convenció de que, en estas épocas de pestes y barbijos, me convenía reducir a toda costa las idas al pueblo más próximo y comprarle a ella, en cambio, la leche y los quesos.

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¿Solamente la leche y los quesos?, pregunté una tarde, admito que en afán puramente inquisitivo, porque mi alma ruin puede comer no solo lácteos sino incluso vacas, pero siempre y cuando no las haya mirado antes a los ojos, como me había pasado ya con Luna. La respuesta de Martha, hablando de ojos, todavía me atraviesa las noches de insomnio. Tuve que volver ese día y otro más, tuve que pedir disculpas de todas las maneras posibles, como en peregrinación, para que se me volviera a admitir en la cola de tres o cuatro personas vecinas que siempre se armaba a la tardecita, la hora estricta del ordeñe. Luna no admitía otra hora para ese ritual, supe después. Tampoco admitía que anduviera nadie más que Martha cerca suyo en ese momento. Sobre todo después de lo del novillito, que había nacido muerto hacía solo unos meses. Mugía de pena por las noches, contaban. Se entera una de muchas cosas haciendo cola todos los días. Más allá, esperaban también un grupete de gatos, pero ellos nunca se me acercaron.

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Fue haciendo una de esas colas que se me cruzó por la cabeza un libro de Vinciane Despret, ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas? Varias veces me he preguntado por qué lleva título tan inmerecido ese libro tan extraordinario, que más que interrogar a los animales se interroga acerca de nuestra relación con ellos, lo cual no es otra forma de decir que se interroga acerca de nuestra relación con el planeta y con los modos de subsistencia y con los modos de producción y los modos de convivencia y la posibilidad de un futuro en común, deseable. Lo del título sigue siendo un enigma, y solamente aclaro acá que no es problema de Sebastián Puente, su traductor al castellano. Más o menos evitada la tentación de la digresión, entonces, me acordé de ese libro, decía, más específicamente de ese capítulo que se llama “¿Por qué se dice que las vacas no hacen nada?”, en el cual Despret asume la dificultad intelectual de pensar si las vacas trabajan y, entre varias otras cosas, analiza la diferencia de actitud entre las vacas que se encuentran en los grandes establecimientos industriales a gran escala, donde “los animales ocupan el lugar de un subproletariado oscuro, ultraflexible, esclavizable y destructible a voluntad”, y las vacas que viven en un contexto de producción más artesanal, donde, si bien están lejos de estar en una utopía, tienen más margen para ser activas y partícipes en el proceso de producción, para abrir el juego o para desbaratarlo, para establecer un vínculo de cooperación con sus criadores, para conformar una identidad, una vida. Pensemos que esta vaca que yo miraba desde lejos porque ella así lo quería no era “una res”, como se llama eufemísticamente a sus congéneres en los grandes establecimientos ganaderos, dejando que la etimología solita haga énfasis en la cosificación, sino que era Luna, una vaca con nombre y con historia. Estoy siguiendo en esto a Despret, como decía, cuya argumentación acerca del trabajo y las vacas retoma los ensayos de Jocelyne Porcher y de Christophe Dejours, sería vano e imposible extenderme acá en eso: solo sí dejar constancia de que, mirando a Luna y a Martha en ese momento cotidiano del ordeñe, entendí hasta qué punto lo que ahí sucedía era algo hecho de a dos, una productividad compartida, una actividad que no solo las sostenía económicamente sino que las organizaba, que les daba sentido a sus vidas. Y que además las ligaba, que vinculaba sus existencias, que armaba compañía.

Fue haciendo una de esas colas que se me cruzó por la cabeza un libro de Vinciane Despret, ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas? Varias veces me he preguntado por que lleva título tan inmerecido ese libro tan extraordinario, que más que interrogar a los animales se interroga acerca de nuestra relación con ellos, lo cual no es otra forma de decir que se interroga acerca de nuestra relación con el planeta y con los modos de subsistencia.

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Las derivas en mi cabeza venían menos por el tema de la vaca, aclaro, que por el del trabajo, porque precisamente sobre ese tópico gira la novela que estaba tratando de terminar en esos días, sobre el trabajo en tanto instrumento de manipulación, en tanto generador de alienación y muerte, y la negrura absoluta hacia la que me iba llevando no me convencía. Me había ido en gran parte a ese verde mesopotámico buscando alguna vuelta de tuerca. Y justo estaba entusiasmándome con lo que veía a partir de Luna, con esa versión del trabajo cooperativa y optimista, el trabajo en tanto práctica revitalizante, generadora de identidad y de lazos, cuando conocí a Blanquita. Y cuando conocí a Blanquita tuve una de esas experiencias epifánicas de la escritura, uno de esos momentos en los que se produce el clic del que habla Barthes en La preparación de la novela.

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Primero escuché un griterío, unos chirridos que electrizaron la hora de la siesta. Salí a la calle y vi que un hombre flaco le cortaba el camino a otro que desde una camioneta destartalada vociferaba frases que no se entendían. Había una desproporción de fuerzas en la escena, algo de aquel hombre de la plaza de Tiananmén, pero sin el menor atisbo de épica. Otro de los de siempre, dijo el hombre flaco que, después supe, se llama Tincho, cuando me hizo pasar a su patio y me ofreció un tarro de pintura puesto al revés como asiento. Este es uno que vive allá yendo hacia el río, dijo, uno de los más insistentes en eso de carnear a Blanquita, su chancha. Pero vienen de todos lados, agregó. Cómo puede ser que tenga esa chancha ahí tomando sol, le dicen, para cuándo el asadito, para cuándo los chorizos. A todo chancho le llega su San Martín, quién es él para interponerse. Si al menos le diera lechoncitos. La verdad es que no soportan que mi chancha se la pase bien todo el día al sol, igual que yo. En el fondo tienen más envidia que hambre. Tincho hablaba sobre todo para él mismo, me pareció, como si esa fuera una ristra estable de cosas que repetía después de cada uno de esos asedios.

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En ese instante apareció la chancha más barrosa y simpática que alguna vez haya visto. Me apoyó el hocico en el muslo, como si me saludara, como si me sondeara, y me miró con unos ojos que me hicieron acordar a una prima lejana que nunca tuve, como a algo familiar sin el peso de la genealogía y la sangre, digamos. Se está haciendo tarde para su almuerzo, dijo Tincho, y desapareció dentro de una casucha desvencijada. Yo aproveché para cerciorarme de que ese balde de pintura no se hundiría con mi peso y para mirar un poco alrededor. Ese patio era una especie de museo de las últimas cosas, comprobé, o más bien un rejunte a la sombra de dos ceibos. Había también un puñado de gatos que dormían entre las cosas y que acá tampoco se me acercaron. Estaba por llamarlos cuando sentí que Blanquita apoyaba ahora la cabeza sobre mis pies, como si estuviéramos retomando un ritual muy conocido, y se tendía de costado, como adelantando su siesta. La tensión de mi pierna fue cediendo con cada una de las inspiraciones pausadas a las que se entregó de inmediato. Soy de las que creen, por haberlos vivido, en los flechazos amorosos. Puedo jurar que ese fue uno.

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Perros no, me dijo Tincho al volver, Blanquita no los soporta. Pregunté si era buena guardiana. Acá no hay nada que guardar, respondió, y me invitó a seguirlos. A ella le gusta comer en su charco. Los seguí sorteando cacharros. Blanquita iba adelante, un poco como esas divas que de pronto se acercan a la multitud en su momento demagógico. Por lo general, a esta hora, afrechillo con maíz picado. El agua tiene que estar tibia, eso sí. Muy caliente o muy fría y ya no lo come. Y después no dijo más nada durante un buen rato, como si no quisiera interrumpirla en su almuerzo.

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Desde ese día volví varias veces a participar de los rituales del mediodía de Blanquita. Había algo de su masticar al sol, de su embadurnarse en el barro, de sus siestas espontáneas, que tenía para mí un efecto reparador. Una versión gozosa de esa vida desnuda, básica, que la pandemia nos enrostró a todos. Un sabotaje a la productividad, a las falsas urgencias. Un golpe de gracia al trabajo, una forma dichosa de sacarlo del centro de la escena. Me ponía un sombrero de ala ancha y me tiraba también al sol, como ella, me le acercaba como propiciando un contagio. Incluso alguna vez inventé un truco eficaz para ahuyentar a los merodeadores de siempre. Y así fue como un día yo, lejos como todavía estoy de acceder a esa sintonía dichosa, neuróticamente imposibilitada como estoy de dejar de trabajar siempre, en una de mis madrugadas de escritorio, eliminé el capítulo final que había llevado para corregir, ese zigzag de negruras, y escribí otro, un final feliz, o por lo menos liberador. Lo justifiqué con un epígrafe que hace referencia al concepto del gasto improductivo de Bataille, pero en realidad eso vino después. El clic se lo debo a Blanquita, y a todos los animales que fueron mis interlocutores en este último verano.

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