Qué hay tras el velo del paisaje

por Rosabetty Muñoz I 2 Junio 2025

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Ya salió una vez la culebra dormida desde las profundidades marinas y persiguió a los nuestros. Toda su entraña líquida, la enormidad de las olas, reventó contra el territorio, abriendo heridas que aún hoy laten y escuecen a pesar de la dulzura de las lomas que levantó Tentén Vilú para protegernos. A pesar de la mansedumbre. El tiempo es solo un espejismo: mientras la modernidad hunde su punta de lanza en la carne expuesta de esta isla, la antigua disputa de las serpientes Treng y Caicaivilú se sucede en sorda y constante lucha. Esta es la esencia del amasijo que somos: una comunidad que habita la superficie amable de un lugar inestable, que convive cotidianamente con la palpitante presencia del mal y que presiente, como una tenaza sobre el pecho, la pequeñez de los seres frente a la grandeza de los elementos.

1. Ausencia del agua

Lo bello del desierto es que en algún lugar esconde un pozo”.
Antoine de Saint-Exupéry

Estuve una vez en el desierto. Solo una. Pero puedo hablar de él desde el revés, de espaldas al sur que habito, desoyendo a Gabriela Mistral que pide no volver los ojos atrás por el riesgo a quedarnos convertidos en estatuas de sal. Correré la ventura de cerrar estos ojos húmedos para adivinar ese otro mundo duro y recóndito.

Presiento leves partículas de polvo que caen unas sobre otras formando la sequedad según un ritmo lento, lentísimo, que obedece a otro tiempo, no al nuestro. Esta tierra y su resquebrajadura duermen esperando ser despertadas por el agua. Arenales, pendientes, riscos. Amenazantes figuras hieráticas se han ido elevando al compás de giros siderales, se siente el ulular de vientos que han pulido las superficies y tallado excepcionales guardianes de la luz, pétreos vigilantes de estos espacios enormes.

Como ciertos recursos conmovedores de la naturaleza, la superficie es solo un juego de ocultamiento, así se han creado estos bultos cerrados, dura columna de huesos protectores.

Se adivinan allá abajo, muy al fondo, reservas líquidas oscuras, pobladas de habitantes ciegos. Todo sucede —se me ocurre— en las profundidades. La vida se aquieta mientras el sol se instala en la mitad del cielo y deja caer tanta luz que los seres nocturnos huyen, herida su natural tendencia hacia el recogimiento.

En las noches, el desierto se puebla de organismos que estuvieron aletargados durante el día; saltan desde las rocas ardientes animales sigilosos que han capeado el sofoco, se mueven silban susurran, se desplazan con suaves movimientos desperezando los miembros. En la noche. Dejan que el aire más fresco se meta en las junturas de los huesos, van de un lugar a otro cruzando las enormes explanadas, y sus colores ocres esperarán al amanecer esa acumulación de aire nocturno que tal vez cuajará en rocío y beberán, por fin. ¡Ah! ¡Cómo les tiemblan los labios! Cómo se agitan membranas secas esperando esas gotas hinchadas que les devolverán la tersura por algunos momentos. Cristales oscuros son los ojos que permanecen inmóviles en las ranuras de las piedras. (Qué pedrería). Las huellas de desplazamientos sinuosos, los colores terrosos desérticos cambian, en fiesta nocturna, a brillos esmeralda, azules profundos, todos los tonos del rojo más oscuro, tantos como la sombra puede pintar. Los seres rastreros adquieren otra dimensión en este mundo que ante el sol duerme.

Hay que hacer un esfuerzo para ver los movimientos de los seres vivientes, sus trajines lentos, su escamoteo del cuerpo. Es tarde cuando empiezan a salir de los amables resquicios sombríos. Despiertan. Bullen, atraviesan las horas desenrollando su extensión, para humedecer los ojos, la boca, todos sus orificios en el estanque negro de la noche.

Todo ocurre bajo la superficie del polvo que va y viene en suaves movimientos, todo ocurre en el interior de las piedras: las variedades de azul, los cristales, minerales, entraña ardiente de la piedra. Interiores de fabuloso transcurrir.

(Una pálida luz ha entrado en la ranura, se extiende por las paredes rocosas y desvela el latido transparente del cuarzo).

Porque las piedras llevan una conversación milenaria a través de sonidos sordos, murmullos tan íntimos que corren por caudales subterráneos en una corriente interior donde la palabra no tiene alcance. Allá, en ese territorio pétreo, la comunicación es otra, la lengua que usamos no sirve. (Reptiles se arrastran formando figuras; mensajes cifrados, la disposición de las piedras). Golpes de sol sobre la fiebre. Golpes de fuego. Agua que falta y este peligro que se olfatea tras el silencio de abismo. Arena, siento la arena que amenaza con una asfixia del verbo.

Misterio.

En la superficie lucha la palabra por tener algún sentido, pero las formaciones rocosas erguidas sobre sí mismas, vigilantes en su largo devenir endurecido, retardan la ondulación de los sonidos. Cuesta nombrar, se escapan las nominaciones de colores, estados, materia. Nombrar los millones de seres que pululan en las arenas. Seres cuyo aparato respiratorio está también atravesado por el ardor, la sed permanente. Vivir con sed.

El paisaje, ahora, es un pájaro dormido sobre su cuerpo que yace a este lado de la cordillera. En vuelo estático conserva las alas desplegadas: una en el sur, sobre el plumaje verde y turgente crecen seres transparentes, aguados. La otra ala ha quedado alzada cerca del sol quemante, tanto, que la ha dejado seca en apariencia.

Sobre el sueño de este pájaro tendido percibo los contrastes. Aun con los ojos cerrados. Cuando Gabriela dice cerros está pensando en rotundas elevaciones terrosas; yo digo cerro y dejo en la página un lomaje pausado, suave. Cuando ella dice piedra uno ve elevarse enormes densidades en el poema, asentadas quizás por cuantos siglos, concentrada la materia hasta extremos pétreos; cuando digo piedra, en cambio, estas caben en el puño, hinchadas de mar y se buscan transparentes, modeladas por su larga conversación con las olas. Ninguna oquedad aquí permanece sin su agua. Cuenco lleno, boca colmada.

Las oquedades allá sedientas, llenas de ranuras, resquebrajados los bordes, seduciendo a las nubes escasas. Su lengua áspera retiene las gotas de camanchaca y hace anidar a veces, con esa humedad, algún pequeño organismo.

De espaldas, entonces, respiro un intenso deseo. Porque presiento un orden total que supera cualquier experiencia de los sentidos. En mí, contenidas la sed y el agua. El pájaro, el desierto, la humedad.

Oleadas de calor mantienen los campos en sequedad. A través de los cercos se observan las bestias boqueando con hilos de baba goteándoles desde las trompas. Desde el aire, el amable aspecto de las islas se reduce a cercados cuadros café. Árboles estáticos y tardes de insectos zumbones. La dicha del agua se evapora en columnas.

2. La dicha del agua

Ninguna oquedad permanece aquí sin su agua.

La memoria, una y otra vez, remite a imágenes húmedas: agua en el cuenco de la mano; agua en los ojos que desbordan; delicadas tramas acuosas pegadas a los vidrios, deslizándose en las ventanas; agua chorreando por el pelo. Tiestos llenos, bocas colmadas, calles acanaladas, casas, historias cercadas por la bruma de inviernos perennes.

Se perciben aguas murmurando palabras primordiales, hilos subterráneos formando el tramado que sostiene el mundo. Este mundo.

En los días mejores, uno mismo es un río —piel escamada, sangre a borbotones, pelo desplegado— que busca con ansiedad su desembocadura. Cada cuerpo, un cauce traspasado de afluentes; nada estorba el torrente de los deseos, ni los embates pedregosos, no las honduras negras, ni los restos de madera que arrastra. Ahondando su cauce constantemente, este río pone al descubierto rocas enormes que provocan saltos y cataratas; toda la materia líquida cayendo en explosión, una materia tumultuosa teñida por el légamo que ha raspado del fondo, y deja, en el momento de calma, un regusto mineral. Aprendemos de nuestras aguas el sabor del origen.

Rodeados de extensiones marítimas, la vocación de isla se ha fijado en cada uno de nosotros como un verdín calcáreo, por eso, mientras el mar interior se mece acariciando los bordes uterinos, aprendemos a sospechar del oleaje cada vez más intenso, cada vez más cercano, cada vez más compacto de los espesos lomos salados que tratarán de arrasarnos. Es la misma revelación que nos invade cuando se contempla el movimiento continuo de las fuerzas naturales allá afuera: el azote de las frágiles ramas de los ciruelillos jóvenes, sus hojas asidas a toda nervadura para resistir el viento y la violencia del cielo que desatan nubes oscuras fundiéndose unas en otras hasta formar una gran tela que envuelve con su textura aguada y nos enseña a respirar entre líquenes.

Tan criaturas húmedas somos, que soñamos con volver a internarnos en la materia del agua, pero —lo sabemos— los pulmones no resisten la densidad del origen; el intento de volver túnel atrás, techados por un firmamento de criaturas inexplicables (muchas de ellas nunca vistas), obedecemos al impulso primario de salir a la superficie perseguidos por el agua que se cierra tras el cuerpo y nos expulsa. La compulsión es ver el cielo, este de aire ahora, y respirar con avidez.

Los húmeros hinchados, los abiertos poros que aspiran a abrirse y recibir en la boca florida, en el recipiente ávido de los labios, toda esa lengua.

Una memoria así de turgente, así de esponjosa, teme perder su fiesta fresca. Una vez soñé que algo me succionaba todo fluido y quedaba convertida en un miserable montoncito de polvo. Otra vez desperté en un pueblo sumergido, pude recorrer sus calles anegadas abriéndose en una huella que acogía el ajeno cuerpo que soy. Y los sueños se pueblan de imágenes en duermevela, se teme ahora los veranos desquiciados, cada vez más cercanos: oleadas de calor mantienen los campos en sequedad. A través de los cercos se observan las bestias boqueando con hilos de baba goteándoles desde las trompas. Desde el aire, el amable aspecto de las islas se reduce a cercados cuadros café. Árboles estáticos y tardes de insectos zumbones. La dicha del agua se evapora en columnas.

El océano, enorme masa líquida que parecía invencible, nos deja oír, cada tanto, nos avisa el fin de la fiesta. Así, oímos que en la costa del Pacífico se estaban divisando ballenas azules, fenómeno totalmente ajeno a nuestras costas. Cuando varó la primera, se sucedieron los grupos a verla. Nosotros nos instalamos en un balcón de madera sobre el acantilado: una lengua estirándose sobre el vacío. El mar reventaba furioso en los flancos de la moribunda mientras las familias se acercaban con termos de café, provisiones de paseo. Pobres enormes cuerpos desorientados en pos de una reserva de algas microscópicas. Terminan así, con las barbas encajadas en la arena, pinchado el lomo por la curiosidad de unos niños.

Binoculares en ristre, una vez más, asistimos al fracaso del deseo.

Ninguna oquedad permanece aquí sin su agua.

Y este pájaro hará cualquier cosa para llegar a la fuente.

3. Se acerca el desierto

Decir agua es dulzura humedecida. Es contemplar el movimiento de este reino de niebla y bruma.

Decir agua es llenarse la boca de deseos. Es separar con las manos ese velo que cubre el paisaje, mirar los camiones aljibe que recorren los campos y a los animales que boquean tras los cercos.

Decir agua es volver la mirada hacia atrás cuando suelos, bosques y humedales almacenaban esa agua para liberarla en los meses secos de verano.

Decir agua es tener nostalgia por los pomponales de originales humores, cada hebra dotada de células con poros gigantes. Bocas ardientes y generosas.

Decir agua es desprenderse de la abundancia mientras los propios vecinos sacan el esponjoso pompón repleto de agua lluvia y lo venden por toneladas a precios exiguos. Allí están, campesinos pobres a la orilla del camino contando los billetes de la injuria.

Decir agua es recordar por qué se teme el puente que cortará la garganta del Canal. Nos preparamos para ver cómo aumenta el flujo de enormes vehículos llevándose el manto vegetal que arropa a la isla.

Decir agua es respirar las verdeantes sombras recogidas en el légamo. Dejar que nos inunde la humedad de hojas y hojas sorbiendo los filamentos cargados de la finitud aguada.

Decir agua es presentir, intuir cómo la densa materia líquida se ha enturbiado. Se rompe así el orden natural de las cosas, sus intrincadas leyes.

Decir agua es mirar cómo se acerca la sequedad y nos obliga a soñar sueños ajenos.

 

Imagen: Lago mar (2024), de Luisa Rivera, acuarela y técnica digital.

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