¿Qué saben los animales de Kafka?

En sus narraciones protagonizadas por animales, el escritor checo se nutre de la literatura infantil, la fábula y de esa variante que en alemán se denomina Märchen (“cuento maravilloso”), pero lo que lo vuelve original es que en ellas no hay rasgos épicos ni moralizadores. Muy por el contrario, son historias desprovistas de sabiduría, enseñanza o consejo, cuentos que ni siquiera entregan un consuelo. En vez de buscar la libertad, sus personajes (sean perros o monos o insectos o humanos), solo aspiran a encontrar una salida.

por Diego Fernández H. I 26 Febrero 2024

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Aunque es imposible reconducir a una única idea el uso que Kafka hizo del animal a lo largo de su obra, existe una verdadera saga de interpretaciones acerca de la función literaria, filosófica, incluso teológico-política que cumple el animal en varias de sus narraciones. Cual sea la interpretación, estas harían bien en partir de un hecho simple, recordado por Reiner Stach en un breve ensayo que se adjunta a una compilación reciente sobre el asunto: Kafka se aferra a una tradición, para continuarla, reanimarla y a su modo subvertirla, al conferirle voz narrativa a un animal.

El interés de Kafka por los animales es puramente literario: solo en algunas ocasiones respeta mínimas reglas zoomórficas, mientras en otras se aparta decididamente de ellas para ofrecer alimañas anfibias (“Una cruza”) o directamente “cósicas” (Odradek en “La preocupación del padre de familia” o las bolas que perturban la tranquilidad del solterón “Blumfeld”). El carácter literario de este interés proviene, en lo fundamental, del hecho de que —salvo el caballo, y ni siquiera siempre— las alimañas kafkianas pronuncian discursos, cuentan su historia y, por sobre todo, dan testimonio de su existencia en la medida de sus modestas posibilidades: En “Informe para una academia”, el simio puede recordar apenas su vida anterior de simio, porque es el olvido el que media entre su anterior existencia simiesca y su presente, cuando pronuncia su discurso. A su modo, la posición del simio en el “Informe” es la posición del animal humano en cuanto tal: ingresar en la lengua es adquirir la posibilidad de una historia, pero con ello un pasado irrecuperable queda a nuestras espaldas. Las alimañas kafkianas están transidas por esta paradoja: pronuncian el discurso imposible que narra la historia de aquello que nunca se puede contar, y lo hacen recusando toda floritura, toda tentativa que haga pensar que hay algo del orden de la invención o de “literatura” (en el peor sentido de la palabra). Muy sobriamente, el discurso toma la forma de un reporte, un informe. “Señores míos —dice el simio—, en la medida en que ustedes puedan tener algo semejante en su pasado, no les puede resultar más lejano que a mí el mío”. El animal, digo, se sitúa en la imposible posición de ofrecer testimonio sobre aquello que no puede ser recordado. En otras ocasiones (“La transformación”), el animal inquiere reflexivamente acerca de su propia condición (¿humana?, ¿animal?), lo que tiene algo de paródico y risible (“¿Era realmente un animal puesto que la música lo emocionaba tanto?”).

El conjunto de los efectos literarios que desatan las narraciones de Kafka protagonizadas por animales tiene, no obstante, un antecedente insoslayable en la tradición. Stach remite a E. T. A. Hoffmann y a Marie von Ebner-Eschenbach, pero es probable que estos apelaran a un trasfondo todavía anterior: la literatura infantil, la fábula, y la variante única de estos que en alemán se denomina Märchen (traducido a menudo como “cuento maravilloso”). Todos nos hemos acercado de alguna manera a esta tradición, y a ella apelan en buena medida las narraciones de Kafka. Varios de estos relatos portan los rasgos fundamentales de los viejos cuentos infantiles. Antes que “literatura” —una palabra que Kafka siempre administra con extraordinaria reticencia, como si su pronunciamiento lidiara con lo sagrado, lo prohibido o lo imposible–, estas formas narrativas tienen por rasgo distintivo hacer reposar la expectativa del oyente o del lector en la obtención de consejo o enseñanza. La imaginación de quien la recibe se tensa para ponerse en disposición de obtener de esa historia un mínimo botín de sabiduría, incluso cuando la enseñanza es velada o debe terminar de ser elaborada por el que la escucha. Varias de las narraciones de Kafka protagonizadas por animales, especialmente las tempranas y a las que les llamamos —no sin cierta incomodidad— “cuentos”, adoptan deliberadamente el tono de la fábula. Más tarde, cuando las historias de animales tiendan a disminuir, Kafka se valdrá de las parábolas bíblicas, por regla general muy breves, con idéntico propósito.

‘Kafkología’ llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad.

Desde tiempos inmemoriales, se diría, un repertorio de fábulas y narraciones más o menos anónimas y protagonizadas por animales ofician de transmisores de la cultura de un pueblo y abonan, así, a su patrimonio y su linaje.

Esto tiene, además, rasgos únicos en Kafka, que apenas cabe comentar acá: escritor judío en Praga, en lengua alemana (por vía materna) en una Bohemia en la que el checo es la lengua mayoritaria, y el catolicismo y el protestantismo prevalecen con un marcado antisemitismo. Viejas historias se transmiten de manera más o menos clandestina, ajena a la cultura oficial y son preservadas en la memoria de quienes más tarde vuelven a contarlas.

Kafka adopta deliberadamente estas formas mínimas de transmisión, pero no ya para acentuar su “costado épico” (la sabiduría) —es acá donde tantas cabezas brillantes del siglo XX se dejaron caer en tentación—, sino para, apelando al trasfondo inmemorial de las historias anónimas, desproveerlas de toda forma de sabiduría, enseñanza o consejo. En una palabra, Kafka se vale de esa tradición, pero para subvertirla: la función psicopedagógica y sociopolítica que por regla general define a la fábula es vaciada de todo contenido en la apropiación que Kafka hace de ella. La sabiduría que es dable esperar de su forma se desplaza y se sustrae con la misma intensidad con la que se la busca, y con mayor razón ahí donde se cree haberla encontrado. No pocas cabezas sesudas creyeron hallar un sentido oculto en las narraciones kafkianas (la burocracia, el judaísmo, la alienación en la gran ciudad). “Kafkología” llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad. La “radiante serenidad” de Kafka —como Benjamin la llamó— emana de esta constatación: que no hay consuelo, o que la literatura al menos no está en posición de ofrecerlo, y consecuentemente, que el consuelo rara vez es otra cosa que “interpretación”. Y por eso “literatura” e “interpretación” a su modo se oponen.

Este mismo gesto se reproduce en la apelación kafkiana a la fábula, como un cierto repertorio de escucha o de legibilidad de sus narraciones. Si en la fábula el animal es un recurso destinado a abstraer ciertos rasgos morales (astucia, egoísmo, vanidad), en Kafka el mismo recurso es subvertido para expulsarnos fuera de la esfera de la moralidad. La “literatura” —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en “La condena”), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de “salida” la literatura contiene algo anárquico. Así, la voz del simio en el “Informe para una academia”: “No, no quería la libertad. [Quería] solamente una salida; a la derecha, a la izquierda, a cualquier lado; no planteaba otras exigencias; aunque la salida solo fuera una ilusión”.

La ‘literatura’ —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en ‘La condena’), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de ‘salida’ la literatura contiene algo anárquico.

En “La partida”, el señor que luego de haber ordenado ensillar su caballo responde a la interpelación de su criado acerca del destino de su viaje:

¿Adónde se dirige el señor?

No lo sé, dije, solo fuera de aquí, solo fuera de aquí. Siempre y decididamente fuera de aquí.

Aunque Stanley Corngold propuso dos momentos de la obra de Kafka —uno temprano, caracterizado por las “historias oníricas” (dream stories), y uno tardío, caracterizado por las “historias que piensan” (thought stories)—, toda su narrativa converge en una dimensión irrenunciable a la idea que este se hiciera, entonces, de lo literario y de la “literatura”: la experiencia de un radical extrañamiento, es decir, una “salida” (de sí, de la familiaridad y de la comunidad política); una salida que jamás se dejaría confundir con la chapucera idea de libertad.

La libertad, vieja cuestión kafkiana, porta en cambio los rasgos del pecado original. Aunque imposible, la “salida” en cambio es lo único por lo cual se podría acaso luchar: es lo que sabe el simio y que a su modo nos delega como testimonio en su “informe”.

El extrañamiento, la enajenación (Deleuze se valió de un término más enrevesado: “desterritorialización”), es así el hecho literario eminente. “Toda la obra de Kafka es un ejercicio sobre las numerosas gamas de la extrañeza”, sentenció Calasso.

Bajo un gesto similar observó Benjamin las narraciones kafkianas en torno al animal. Planteó que esa forma ancestral de narración (los Märchen o “cuentos maravillosos”), de la que Kafka es acaso el último exponente, reanimaba unas fuerzas capaces de contrarrestar el poder del “mito”. Y el mito no es otra cosa que el poder que se ejercita como domesticación de la vida: “Los poderes del mito —escribió Benjamin— han dejado de ser invencibles, y el cuento maravilloso (Märchen) es la transmisión del triunfo sobre esos poderes”. El animal kafkiano es portavoz de esa fuerza mínima procedente de un tiempo inmemorial, capaz de disolver el poder corrupto que liga a una comunidad política: “Casi cinco años me separan de mi existencia simiesca, un periodo quizá breve si se mide por el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope”.

No hay manera de remontar el origen, porque este no tiene nada que ver con el tiempo cronológico. De ese origen solo queda la mácula, la cicatriz o la espuma, y por supuesto, la palabra del animal para aquel que pueda escucharla.

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