Quizás la mayor pista acerca de cómo Donoso observó la rearticulación política de la oposición en las postrimerías de la dictadura de Pinochet esté en La desesperanza, de 1985. La novela narra el regreso a Chile de un cantante que ha perdido la fe ya no en la revolución, sino incluso en la política y que, en función de su experiencia al reencontrarse con Chile, la recupera. Sí, la recupera, porque queda claro que Mañungo se alineará con la futura Concertación. Dicho así, el asunto parece redondo y edificante. Pero la verdad es que el libro —como sucede siempre con Donoso— es bastante más complejo y no podemos reducirlo a un solo sentido: hay fugas oníricas, un paisaje fantasmal y detalles, muchos detalles.
por Héctor Soto I 12 Septiembre 2024
José Donoso volvió a Chile en 1980, después de residir por más de 15 años en España. En ese momento ya había publicado las que, según muchas opiniones, eran sus novelas fundamentales: El lugar sin límites, que escribió mucho antes, en 1966, cuando estuvo viviendo entre Estados Unidos y México; El obsceno pájaro de la noche (1970) y Casa de campo (1978), ambas del período español. Después de eso, Donoso se concedió un cierto recreo, si se quiere, con relatos menos tortuosos: La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), que es una notable novelita del género porno-sentimental, por llamarlo de alguna manera; El jardín de al lado, un relato en el cual vació parte de sus expectativas y desilusiones respecto del éxito editorial, y las nouvelles que componen Cuatro para Delfina.
El novelista volvería a sus densidades después, y ese retorno se llamó La desesperanza. El libro fue acogido como una novela política, en estricto rigor la primera y quizás la única de su vasta producción literaria. Ahora sabemos, por el segundo tomo de sus Diarios, que para él Casa de campo era poco menos que “la” novela del golpe militar, pero vaya que sobredimensionó los alcances de su alegoría. De hecho, nadie o muy pocos la descifraron en esos términos. Lo concreto es que de todos los escritores del Boom, es un hecho que Donoso fue el menos político. No es que careciera por completo, como ciudadano, de conciencia a este respecto. Pero no cabe duda de que la política le interesaba poco. Lo que ocurría es que, en su caso, la literatura capturó no solo por completo su imaginario creativo, sino que, además de ser su escuela de sensibilidad, fue también el horno donde se disciplinó intelectualmente y quizás si el único lugar donde se preparó para la vida. “La literatura —le dijo una vez en una entrevista a Ana María Larraín— es lo que me ha dado mayor placer en la vida. Me ha servido para ver el mundo, para hacer trascender a la gente. Yo aprendí a relacionarme con la literatura y en la literatura con las personas; por ella supe lo que era una mujer, no tanto por el pololeo. El amor lo aprendí en Romeo y Julieta. Y la sicología femenina, en Madame Bovary. La vida, en síntesis, la veo por la literatura”.
Siendo así, no es tan extraño que 38 años después de su publicación, el perfil político que en otro tiempo se le asignó a La desesperanza se haya atenuado un poco para jerarquizar otras dimensiones de la novela, que por supuesto siempre estuvieron ahí, pero que no se enfatizaron como debían y que llevan la inconfundible marca de su autor: un escritor complejo, intrincado, de prosa muy encarnada en sus dolores y traumas, y con frecuencia bastante oscura. No hay muchos escritores como Donoso. La literatura era lo único que le gustaba, pero difícilmente se podría decir que respondía al modelo del novelista que lo pasara bien escribiendo. Al revés, son muchas las evidencias que señalan que, en el ejercicio de su oficio, Donoso lo pasaba más bien mal.
La desesperanza es un relato que tiene lugar el día en que su protagonista está volviendo a Chile. Se trata de un cantante de protesta que ha hecho toda su carrera en el exilio, que ha tenido en algún momento una fama mundial semejante a la de un rockero, y que llega a Santiago justo cuando ha muerto Matilde Urrutia, la tercera esposa de Neruda, musa inspiradora sobre todo de Los versos del capitán, y con quien el personaje tiene una enorme deuda de gratitud, porque tanto el poeta como ella lo apoyaron en los inicios de su exitosa carrera. Quizás esta sea la primera genialidad de la novela: situar la historia el día justo del fallecimiento de Matilde Urrutia, con toda la carga simbólica que tuvo en los años de la dictadura, puesto que a partir de ese momento comenzaría el lento declive del Chile del poeta y del peso no solo político que él había tenido en nuestra escena cultural. No está de más recordar que el momento en que fallece Matilde Urrutia —diciembre del 85—, el régimen está recién saliendo de una de sus fases más críticas (protestas generalizadas en las poblaciones, derrumbe de la economía, estado de sitio, alto desempleo, creciente rearticulación política de la oposición) y que posiblemente nunca después volvería a extremos tan críticos como los que marcó por esa época.
Cuando el protagonista (Mañungo Vera) acude a La Chascona, la casa junto al cerro San Cristóbal donde están velando a Matilde Urrutia, La desesperanza pasa a desplegar el elenco de sus principales personajes. Por un lado está Judit Torre Fox, la chica guapa de familia tradicional y que abrazó la causa de la resistencia; Lisboa, un sujeto que opera como comisario del PC para los efectos de las exequias; dos o tres mujeres del entorno de doña Matilde y, también, Lopito, el patético poeta y estudiante de derecho de otra época, el hombre que nunca encontró su destino, que consumió su vida en bares y decepciones opositoras, que no tiene a esas alturas contención alguna y que ha paseado por décadas su fracaso, su alcoholismo y sus frustraciones en la melancólica bohemia santiaguina. Frente a ellos están doña Fausta y don Celedonio, ambos del ámbito de las letras, representantes ya mayores del viejo establishment cultural, amigos de Pablo y Matilde y garantes de su legado y de la Fundación Neruda, que está a punto de nacer. Roles menores cumplen otras figuras, como el hijo chico de Mañungo, Jean Paul, que no habla una palabra de español; Freddy Fox, un gordiflón enriquecido y desagradable, pariente de Judit, que pertenece al círculo de civiles cultos y pillos cercano a la dictadura, y, no en último lugar, don César, un cuchepo de sombrero calañés que se las sabe todas, que oficia de jefe de una red de cartoneros nocturnos que más parece una trenza omnipotente de resistencia, de control e información en esa ciudad sometida, lóbrega y desconectada, que es como el autor presenta a Santiago.
Como Donoso no es del tipo de escritores que escribiera sobre un tema que se pueda despachar en dos líneas, y como tampoco sus libros se proponían mandar mensajes a quien fuere (a la patota, a la tribu, al país o a la posteridad), al menos en algún sentido se podría decir que La desesperanza es la historia del regreso a Chile de un cantante que ha perdido la fe ya no en la revolución, sino incluso en la política y que, en función de su experiencia al reencontrarse con Chile, bien o mal, la recupera. Sí, la recupera, porque queda claro que Mañungo se alineará con la oposición. Dicho así, el asunto parece redondo y edificante. Pero la verdad es que el libro va por varios otros lados.
Va por sus fugas oníricas. Va por su densidad fantasmal. Va por esa red cartonera completamente irreal, pero al mismo tiempo completamente fascinante y reveladora de la capacidad con que Donoso conectaba lo monstruoso con lo secreto y lo deforme con los infiernos y la abyección. El libro va también por los detalles. Muchos detalles. Para Donoso la novela se jugaba en esa pista, en el problema auditivo que tiene el protagonista, en Carlitos, el penoso león despelucado del zoológico del San Cristóbal, en los perros pulguientos que acompañan a los cartoneros, en la perra en celo que los tiene desesperados, en el ruido de las marejadas del sur que Mañungo escucha cuando no debe, en la mitología de los barcos funerarios y malditos de Chiloé, en la descripción de la dentadura de Lopito, calamitosa, hedionda y destruida tanto por el vino como por la derrota personal.
A la inversa, donde la novela falla o no termina por convencer es donde se vuelve consabida. El personaje de Judit, por ejemplo, además de no tener mucha carne, parece hecho de oídas. En algún momento Ju estuvo detenida. No fue violada como sus otras compañeras provenientes de las poblaciones, pero sintió en sus muslos que una mano mofletuda y asquerosa la toqueteó. Y por eso anda buscando venganza. Sus pulsiones repiten la vieja historia de la niña bien, varias veces formateada por novelas chilenas de distinto espesor, niña bien y elegante que se interna en los pasillos del extremismo donde, bueno, sin quererlo, entre otras cosas porque nadie más que ella se avergüenza de su clase, hará siempre la diferencia frente a caras más morenas, modales más toscos, tejidos más ordinarios y prontuarios bastante menos aventajados que el suyo. Este arquetipo junta por de pronto muchas leseras. El problema es que son leseras engastadas en una retórica de la militancia que fue siempre poco interesante y que en rigor envejeció mal.
No obstante que en su comentario de la novela el crítico argentino Luis Chitarroni habla de una “cuidada mansedumbre formal”, porque efectivamente el libro no tiene la radicalidad de otros trabajos suyos, en La desesperanza está más presente que nunca el escritor que renuncia por definición a cualquier facilismo. Nada de frases cortas. Donoso le tenía horror a la prosa fácil y de best-seller, que a fuerza de obviedades y verdades consabidas progresa rápido, directo, al hueso y todos felices. Aquí no hay nada de eso. Aquí está al mando un escritor trabajoso, de frases largas y recovequeadas, tironeado por distintos demonios o dioses, en pugna constante con las posibilidades del idioma y que a Dios gracias no ha sido tocado por el rayo de la elocuencia y tampoco por la inspiración súbita. Donoso fue un obrero de sus libros. Se los ganó palmo a palmo, con trabajo obsesivo, con revisiones maniáticas, con reescrituras transpiradas, con estándares que no eran tales si antes no le generaban una úlcera o una depresión. Es cierto que hay mucha neurosis, masoquismo y obsesiones maniáticas en todo esto. Vaya, sin embargo, que es respetable como rechazo al modelo del escritor happy. ¿Quedarán a estas alturas escritores así, se pregunta uno?
Dice el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael en una página especialmente gloriosa: “En él todo es trabajo, y trabajo pesado: ir y venir por la piedra de Sísifo. No tuvo el encanto fácil y un tanto frívolo que arruinó a Cortázar, canchero e irresponsable como pocos por una facundia que sería muy fácil despachar, al estilo del conde Keyserling, como propia del rioplatense, peor aun cuando va y viene de París. No fue, obviamente, un genio de la prosa como García Márquez, que durante décadas todo lo que tocaba se transformaba en oro (literario y del otro), ni un geómetra de la novela como Vargas Llosa, quien da la impresión de trasladar al papel lo que su mente ya elaboró, generalmente de manera impecable. Tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera ‘este manuscrito no, querido Carlos’”.
Un aspecto no menor del libro es la evidencia que aporta en orden a que Donoso conocía mejor Chile y tenía más cables a tierra con la realidad de lo que la cátedra le concedía. Roberto Bolaño, que tenía de la literatura un concepto bélico, a partir del cual lo importante no era tanto enarbolar las banderas en que creías como identificar al enemigo contra el cual te quisieras definir, fue manifiestamente injusto al subestimar a Donoso como el autor de dos o tres libros importantes y después pare de contar. Lo vio como la vaca sagrada de una literatura inerte, anclada en el pasado y que seguía girando en banda mientras en Chile estaban ocurriendo cosas. Cosas como la emergencia de una nueva generación de escritores, ciertamente más salvajes. O como el prematuro desgaste creativo y editorial de los escritores agrupados bajo el paraguas de la Nueva Narrativa. La verdad es que más que disparar contra el autor de El obsceno pájaro de la noche, Bolaño disparaba sobre todo contra los alumnos de su taller, pero igual las esquirlas terminaron por herirlo, no obstante estar muerto.
Siempre supimos que había sido un novelista que entendió al país y, porque lo entendía, llegó a aborrecerlo en distintos momentos. Sobre todo, a ese país inculto, pueblerino y silvestre, asfixiado por circuitos familiares tóxicos y cerrados, basado en las apariencias y sensible al qué dirán, decrépito y decadente. Aunque también al país que conoció al regresar a Chile en los 80, puesto que en La desesperanza hay anticipos casi proféticos de lo que fue la transición. Necesariamente tendría que venir un período de acomodos que iba a dejar descontentos a ambos lados del espectro político. Ese proceso iba a ser complicado y nadie diría que el escritor lo miraba con muchas expectativas. El título de la novela lo dice todo: Donoso vio al Chile de esos años secuestrado en las trampas de una lógica política demencial, porque la represión retroalimentaba el extremismo y el extremismo generaba todavía más represión. Sabemos que Chile fue capaz de romper ese círculo vicioso, pero para quien miraba el país básicamente desde la pura literatura, el optimismo fatalmente era un insumo vedado.
Fotografía: José Donoso de vuelta en Santiago, en 1982.
La desesperanza, José Donoso, Debolsillo, 2017, 432 páginas, $13.000.