Este es el texto leído por Soledad Bianchi, el 29 de noviembre de 2024, cuando recibió de parte de la Universidad Diego Portales el título de Profesora Honoraria. Como su nombre lo sugiere, es un recorrido biográfico que arranca en Antofagasta y llega hasta el presente, es decir, abarca siete décadas en las que se produjo su formación como lectora, crítica y profesora de literatura, además de miembro del Consejo de Redacción de la revista Araucaria durante el exilio.
por Soledad Bianchi I 5 Marzo 2025
Casi no tengo recuerdos de Antofagasta, la ciudad donde nací, casi por casualidad, porque mis padres, santiaguinos, casi recién casados y casi recién llegados, vivían allí por razones de trabajo. En realidad, no tengo recuerdos propios. Sin embargo, descubro algunas imágenes que yo me fabriqué a partir de lo que me contaron de esos cuatro años que vivimos en el norte.
Hay dos que rescato, ahora: decía mi mamá que antes de que yo caminara, cuando me llevaban a la playa, yo gateaba hacia el mar, levantando la cabeza para no mojarme. De esos primeros “paseos” míos debe venir mi intenso amor al mar, porque nunca me canso de mirarlo y —cuando puedo— no me canso de bañarme. También, de ese primer acercamiento a esa inmensidad debe venir la inquietud por preguntarme, por conocer, por aprender, por comprender, por cifrar y descifrar: rasgos, todos, pienso, que debería tener cualquier intelectual y, por supuesto, el crítico literario, el crítico cultural.
Tampoco olvido una segunda imagen, tan nítida que, incluso, puedo mirarla. O debería decir, mejor, que: desdoblándome, me miro caminando rápido, sola —y bastante chica—, por el pasillo que lleva al escenario de un teatro antofagastino donde presentaban Caperucita roja. Nuevamente, en la voz de mi mamá, oigo que en el momento crucial en que el lobo se come a la niña, comencé a correr hacia los personajes-actores gritando: “Lobo feroz, lobo malo”. La ficción la transformé en realidad, cosa que no debe hacer un buen lector ni un buen espectador ni un buen crítico, como me enseñaron, muchos años después, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde, en 1965, ingresé a Pedagogía en Castellano.
Antes, en mis años escolares, fui una lectora común y corriente y —confiésome, Padre— muchas veces prefería oír la radio. Como una escritura-lectura con las perillas, el dial iba y venía, de izquierda a derecha y viceversa, privilegiando músicas como el rock (con Bill Halley o Elvis, The King) o los “lentos” (con Brenda Lee o Paul Anka), también otros programas más narrativos, como Cine en su hogar, la noche del domingo, con la Compañía de Elba Gatica, o Declarémonos con música, de Radio del Pacífico, que podría pensarse como precursor del Rumpi, aunque moderado, a pesar de que, para esos tiempos, era algo atrevido.
Estoy segura de que elegir estudiar en el Pedagógico es una de mis mejores —y más trascendentales— decisiones. Sin duda, conocerlo y vivirlo me marcó para siempre y no solo por lo que aprendí en mis estudios de Castellano.
Cuando entré a la Universidad de Chile recién comenzaba el gobierno de Eduardo Frei Montalva. En 1965, para su primera Cuenta Pública, dos jóvenes la interrumpieron, gritando y lanzando panfletos. Eran: Lumi Videla y su marido: Sergio, el Chico, Pérez que, al día siguiente, en el Pedagógico eran felicitados como héroes. Desde lejos, yo miraba, con no poco temor. Todavía diviso sus caras de alegría que se superponen a sus dramáticas historias de presos políticos: ella murió en tortura, a los 26 años, y él, de 31, es detenido desaparecido, hasta hoy. Yo envejezco, nosotros envejecemos, pero ellos siguen jóvenes, detenidos, también, en el tiempo. Al nombrarlos, quisiera saludar a los centenares de estudiantes y miembros del Pedagógico que fueron víctimas de la violencia cívico-militar: en especial a mi compañero de curso durante los cinco años de carrera: Bartolomé Salazar, el Tolo, hecho prisionero mientras enseñaba en una sala del Liceo de Niñas de Chillán, y silenciado para siempre a balazos. Por mi parte, prefiero verlo como entonces, jugando fútbol y gritando goles, animoso y risueño.
Y estas “olas de memoria” revientan en chispazos, en gotas dispersas con figuras o escenas dentro (así como en esos almanaques de mal gusto: estética que, reconozco, me fascina y colecciono), y veo al señor Doddis (como le decíamos), profesor de Literatura Española Medieval y Clásica, a quien no le gustaba tomar exámenes en diciembre y dejaba a todo el curso para marzo. Sin embargo, no lo menciono solo por esta curiosa rareza, lo menciono porque desde que fui ayudante de las áreas de Literatura Hispanoamericana y Chilena, en 1968, don Antonio, gran conocedor de literatura y de librerías de viejo, por iniciativa propia, se dedicaba, con inmensa generosidad, a buscar libros que él consideraba fundamentales para mi formación, lo que yo jamás me hubiera atrevido a pedirle.
En el Pedagógico conocí poco a Alfonso Calderón, del Instituto de Literatura Chilena. Por la Reforma Universitaria que en la Universidad de Chile se logró imponer en 1968 (y en la que tuve la suerte de participar), a los miembros de los Institutos de Investigación —este y el de Literatura Comparada— se les exigió enseñar y tener una mayor cercanía al Departamento de Castellano. A Alfonso lo frecuenté más tarde, tal vez en el exilio. Nunca olvido su apoyo y sus impulsos para que me atreviera a escribir. Era un erudito y era de una modestia digna de imitarse, sobre todo en estos tiempos en que tanta falta hacen, tanto Alfonso como la humildad. Me como una “magdalena” y recuerdo su regocijo cuando lo llevamos a Illiers-Combray, las tierras de Marcel Proust, de quien sabía todo. Nos chofereaba Guillermo Núñez, mi compañero de vida, que ya hace seis meses dejó de acompañarnos y a quien quiero traer a la memoria aquí y en este momento.
De una gota a punto de caer se sostiene, en 1970, Nicanor Parra cuando, sentado en un banco frente al edificio de ladrillos de Francés y Castellano, como desde un confesionario, se excusa una y otra vez, alega, consulta, explica, dice y contradice y se contradice, respondiendo a los jóvenes estudiantes que le enrostran haber tomado té con la señora Nixon, en plena Guerra de Vietnam. A mí me molestó su actitud, creía que se degradaba en este parloteo entre confesión y confusión. Hoy pienso que, como siempre, se entretenía en y con su persona-personaje más allá del bien y el mal: “La Izquierda y la Derecha unidas, jamás serán vencidas”.
Estas “olas de memoria” se resisten a dejar el Pedagógico, y me recuerdan que entre las Gramáticas, los cursos de Latín y los Ramos Generales, la Literatura demoraba en ser materia preferente, lo que (me) desilusionaba, pero ya en tercer año se producía el “feliz encuentro”. Los estudios de Literatura Chilena e Hispanoamericana (y no Latinoamericana), que comenzaba con Colón, sin Brasil ni Caribe no hispano, y sin producciones de los pueblos originarios, se ordenaban con un método rígido —el de las generaciones— que borraba fluctuaciones, heterogeneidad, amplitud y diálogos. Este se acompañaba de un enfoque estructuralista intrínseco que exigía una permanencia estricta en el escrito, muy compartimentado, al que se le borraba todo lo de inexplicable, sustancioso, asombroso y casi secreto, es decir: lo humano que tienen la literatura y el lenguaje, donde nos conocemos, reconocemos y desconocemos; nos alejamos, aprendemos, nos diferenciamos y, aunque nos quedemos sin respuestas, después de una lectura nos sentimos más preparados para interrogarnos e interrogar la realidad, una y otra vez, una y mil veces. Según el comparatista español Claudio Guillén: “Las respuestas no duran; las preguntas, sí”.
Entonces, yo no era tan consciente de las barreras simplificadoras de este acercamiento, del que Álvaro Bisama, con toda razón, se burló, hace un tiempo, colocándolo en un intríngulis casi policial al preguntarse “qué hubiera pasado” si en lugar de este modelo de Cedomil Goic (profesor a quien yo le debo mucho), se hubiera escogido otro que partiera de: Para leer el Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Y yo añadiría un artículo de Ariel (profesor mío y amigo que no cesa de animarme): “El Patas de perro [de Carlos Droguett] no es tranquilidad para el mañana”, de 1970, que rompía los tiesos e inflexibles moldes con los que, como ayudante, yo también enseñé.
Si no fuera un chiste cruel, diría que aprendí de Golpe. Sí, porque con posterioridad al golpe de Estado, además de ser exonerada, no pude continuar en el Pedagógico los cursos para mi doctorado, y me vi obligada a seguir mis estudios en el Departamento de Estudios Humanísticos, lo que, comprenderán, no fue un gran castigo: “Hacer de la derrota, victoria”, y esta consigna —de Fidel Castro— no puede ser más pertinente para mi situación en ese momento. Las fronteras disciplinarias y de métodos y enfoques se burlaban en esos seminarios semanales, a los que asistían todos los profesores: era un gran aprendizaje oírlos intercambiar pareceres y ayudó a resquebrajar mis rumbos críticos tan lineales, que terminaron de derrumbarse durante mi exilio en Francia, donde no me creían que en Chile yo hubiera leído a Lacan, como había sucedido en Estudios Humanísticos.
Fue allí, cuando enseñaba en la Universidad de París 13, Villetaneuse, que supe de profesores que dictaban cursos sobre canción o analizaban discursos políticos, corriendo márgenes y ampliando la concepción de literatura. Fue allí, en el exilio, cuando, sin conocernos, José Joaquín Brunner respondió a mi envío de un artículo personal, sugiriéndome integrar el contexto y otros grandes detalles. ¡Gracias, José Joaquín, por favor concedido!
En Francia: nuevas lecturas, seminarios de doctorado, nuevo contexto, nuevo ambiente cultural, todo influía en conformar nuevos modos de ver y de acercarse a la realidad, y también a la realidad personal y profesional. Mi director de tesis, el poeta y profesor Saúl Yurkievich, relativizaba y daba vueltas desde el lenguaje y la teoría hasta cualquier formalidad. Además, escribía bien y con cuidado, como temiendo que de estar mal ubicada una palabra pudiera quebrarse o un estilo pudiera quebrarse.
Lejos y envuelta por otro idioma, comencé a escribir con cierta frecuencia. Cuando, desde Francia, visité Perú en 1981 y entré a una librería, me paralizó ver los miles y miles de libros en español.
En Francia, durante unos años, integré el Consejo de Redacción de la revista cultural Araucaria y pude conocer bastante de lo que se escribía en el exilio y algo de lo que se escribía en Chile. En una ilusión de unidad y cercanía, queriendo borrar distancias, mi interés, curiosidad y añoranza cotidiana me llevaron a escribirles a decenas de escritores, casi siempre poetas y casi siempre inéditos, tanto de Chile como de algunos de los 50 rincones del exilio, pidiéndoles que me enviaran obras para publicarlas en Araucaria y/o para estudiarlas, así armé dos antologías.
Regresé a Chile en 1987, después de 12 años, con un proyecto de investigación sobre poesía chilena. Tuve la suerte de coincidir con la realización, ese mismo año, del Primer Congreso de Literatura de Mujeres: recuerdo haber presentado, allí, un estudio sobre Cecilia Vicuña. Con posterioridad, varias interesadas seguimos estudiando la escritura de mujeres y optamos por enfocar a las autoras chilenas como prioridad. Fue muy interesante ese momento en que las críticas coincidíamos con las poetas y estudiábamos su producción, casi recién elaborada. Yendo más allá de estos encuentros, rescato muy en especial la importancia del intercambio de pareceres, las conversaciones entre amigas y amigos, sobre libros, sobre lecturas, sobre todo… y nada, en cualquier momento.
Otra investigación que me propuse fue esclarecer algo sobre los grupos literarios de la década del 60 en Chile, y entrevisté a cerca de 60 intelectuales: la mayoría, poetas. Este material está ahora, íntegro, aquí, en la Universidad Diego Portales, y es mucho más extenso, por supuesto, que lo aparecido en el volumen La memoria, modelo para armar, que me publicó la Biblioteca Nacional.
Quiero manifestar mi reconocimiento a esta Universidad por el interés que han manifestado sus autoridades y miembros de la comunidad por ir rescatando y conservando partes y elementos del patrimonio cultural de Chile y elaborando archivos. Entre ellos: la recuperación de las casas de este barrio. También, el interés que han puesto en la Editorial que ha publicado a tantos autores, no siempre tan accesibles, y esa apertura que significan los cursos online al público en general y, sobre todo, quiero agradecer que, desde ahora, me consideren parte de la Universidad como Profesora Honoraria. Muchas gracias.
Santiago, noviembre de 2024