por Daniel Campusano
por Daniel Campusano I 30 Enero 2017
1- El Maestro de Go puede considerarse uno de los enigmas más atractivos en la obra de Yasunari Kawabata. En 1938, un diario local contrató al futuro Nobel para cubrir el último torneo de Shusai Honnimbo, el maestro de un juego que puede entenderse como el ajedrez del Oriente, promovido en Japón por las dinastías samuráis y originado tres mil años antes en China. Si bien Kawabata podía haberse limitado a informar las peripecias del encuentro, rápidamente intuye que en el último desafío del maestro late algo más trascendente que un resultado. Tal vez una nueva era. Después de siete meses de una lucha física y analítica (en un juego donde el movimiento de una pieza puede durar un día entero), Honnimbo es vencido por el joven Otake.
Ante la inminencia de fatales decisiones imperiales, y siete años antes del infierno de Hiroshima y Nagasaki, Kawabata advierte en 64 entregas que la derrota del maestro esconde un empuje doloroso e incontrarrestable. Los valores tradicionales se hacen inestables y una nueva generación (abierta a la occidentalización y la modernización) cambia las prioridades estéticas y pacientes por un ímpetu más competitivo, más decidido, menos dudoso. El viejo maestro es un anciano abstraído, “etéreo y frágil”; su adversario, en tanto, un joven “robusto y lleno de virilidad”.
Décadas más tarde, David Foster Wallace escarba en la sutileza de Pete Sampras y Roger Federer para describir su encandilamiento por la misma esencia que conmueve a Kawabata: lo etéreo, lo frágil, lo bello, lo misterioso. El primer ensayo de El tenis como experiencia religiosa reflexiona sobre el dominio de Sampras ante un incipiente jugador australiano; el segundo, en tanto, exalta la elegancia y naturalidad de Federer ante ese huracán endemoniado que es Rafael Nadal. En ambos casos, DFW contrasta los temples de Federer y Sampras con la energía desmedida de sus oponentes: jóvenes, vigorosos, excesivos y sin la pertinencia de la dosificación.
Aunque de Sampras le emociona su “despreocupación serena”, su capacidad de “desmaterializarse” en la pista y su “flexibilidad emocional”, el autor inclina su balanza por Federer, a quien considera el milagro más resplandeciente de este deporte y, entre otras divagaciones, no duda en sospechar que su existencia “encierra una verdad metafísica”. Es aquí donde se reconoce una similitud mística entre Kawabata y DFW. Para ambos autores, tan disímiles y fundamentales, los héroes desprenden una luminosidad misteriosa mucho más allá de la costumbre de ganarlo todo.
2- Los dos ensayos de El tenis como experiencia religiosa, concebidos como artículos periodísticos y escritos con una década de diferencia, despejan las fibras de este deporte que electrizan al narrador y, sin exagerar, lo dejan estupefacto. Porque sí, el mismo hombre atormentado por los vaivenes psiquiátricos (y que en el 2008 terminó ahorcándose en su patio), desentraña y comparte su paraíso personal. ¿Un oasis de belleza en medio de su angustia irremediable? No lo sabemos. Pero al leer estos textos proyectamos más al adolescente analítico que al novelista superdotado. El artista canonizado antes de los 40 años, parece ventilar ahora una mezcla de frescura y entusiasmo: un cariz coloquial que nos aleja de la imagen del autor luchando por erigir novelas monumentales.
En el segundo ensayo del libro, titulado “Federer, en cuerpo y en lo otro” (2006), DFW comparte la experiencia de ser dominado por un momento Federer o, como le describe el chófer de un autobús, una “experiencia casi religiosa”: un concepto que el autor entiende desde una dimensión vívida y filosófica.
Estos destellos sensoriales consistirían en asimilar los segundos posteriores a las genialidades del tenista suizo. Un punto extremadamente improbable. Una pelota dirigida por “un túnel de cinco centímetros”. Una marcha atrás abrupta e incomprensible antes de golpear un drive a contramano.
A partir de estos milagros biomecánicos, el autor desarrolla el término de “belleza cinética”, un tipo de manifestación estética que “no tiene nada que ver con el sexo o normas culturales” y, tal vez por esto mismo, permite una “reconciliación del ser humano con el hecho de tener un cuerpo”.
El momento Federer sería un pensamiento y a la vez una sensación. Un silencio desconcertante. Y en su afán de traducirlo, DFW se atreve a ir más allá y darle a estas jugadas una connotación espiritual de equilibrio y justicia. O en otras palabras, si algún tipo de deidad mueve la humanidad y, en su acción moralizante, envía enfermedades y sufrimientos, esta misma deidad tiene la pertinencia de producir a Roger Federer como compensación.
El ensayo parte con una descripción homérica de un punto del suizo frente a Andre Agassi. Cuando la jugada culmina, el comentarista John McEnroe se pregunta cómo diablos Roger hizo lo que hizo. DFW, a su vez, lanza un alarido desde el sofá y, sin entender cómo, termina arrodillado frente al televisor pisando sus palomitas ya esparcidas en la alfombra.
3- De la cercanía de DFW con el tenis ya existían antecedentes, partiendo, desde luego, por La broma infinita: su obra magna publicada en 1996, el mismo año que el primer ensayo de este libro. Es en esta obra inabarcable donde uno de los escenarios medulares es la Academia de Tenis Enfield y uno de los protagonistas es Hal Incandenza, hijo menor de la familia y una trastornada promesa del tenis. En una escena Hal reflexiona sobre la influencia del viento en la pista y en su propia existencia: “El mundo es frío y ventoso. ¿No es así? En la pista de tenis no hay viento frío. Adentro es un mundo diferente. Un mundo construido en el interior donde el viento frío exterior es eclipsado por el propio viento que protege al jugador”. Esta cita puede alinearse perfectamente a los atributos de DFW como tenista juvenil retratados en String Theory (2014), un compilado de sus artículos de tenis aún no traducido al español. Aquí cuenta cómo crecer en Illinois le permitió controlar la pelota en medio del viento. Consciente de que la mayoría de los jugadores suele detestarlo, DFW explica su adecuación casi robótica al soplido gracias a vivir y entrenar en una zona de tornados.
Asimismo, en la biografía del autor titulada Todas las historias de amor son historias de fantasmas (2013), el periodista T.D Max asegura que DFW fumaba marihuana en el bus que lo trasladaba a los torneos universitarios. Y si bien este tipo de pesquisas podrían tomarse como chismes o rellenos, cobran relevancia cuando apreciamos la intimidad con que el autor habla de este mundo. Las precisiones del juego no parecen aprendidas en un manual, sino en la experiencia directa. Y así no escatima en disparar su bagaje y aventurar tesis sobre la evolución táctica del deporte, el papel de la tecnología y sus exponentes más revolucionarios.
En una de sus digresiones, por ejemplo, DFW identifica dos aspectos que distinguen el juego moderno: la nueva materialidad de las raquetas y el desarrollo del top spin o efecto liftado, en palabras simples, tiros curvados que pasan muy encima de la red y aterrizan de prisa sin desviar su trayectoria. Para el autor, la masificación de este golpe fue facilitado por la ligereza de las nuevas raquetas y la anchura de sus cabezas. El jugador, de este modo, comenzó a tener una “área más óptima de disparo” y, por ende, un impacto más controlado. El golpe liftado despedía un tiro más seguro que uno clásico y plano: la pelota ya no planeaba gradualmente sino que podía bajar pesada y repentina.
Para DFW, el epítome de esta característica evolutiva la encarna Iván Lendl, el checo que a mediados de los 80 destronó el dominio de John McEnroe. La “velocidad abrumadora” de Lendl sintetizaría, precisamente, las nuevas direcciones permitidas por la tecnología de las raquetas y una nueva lectura estratégica del juego. El autor es enfático en señalar que el checo cambió para siempre “las leyes físicas del tenis”. El tiro liftado, a diferencia del estilo saque y volea, permitió intensificar el juego de fondo y abrir el campo del oponente mediante ángulos efectivos y agresivos. Para cerrar esta idea, DFW divaga en el tratamiento ofensivo de las pelotas cortas del checo y no duda en establecer un vínculo táctico (y de algún modo sentimental): aunque el juego de Lendl fuera “temible pero no bello”, es, sin duda, un precedente gráfico de la finura implacable de Roger Federer.
4- En el primer ensayo del libro, “Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos” (1996), se aventura la imposición definitiva del marketing en el espectáculo deportivo. El triunfo del neoliberalismo sobre el arte y, también, el asomo de un nacionalismo americano inextinguible. Como en su obra narrativa, DFW se apoya en numerosos pies de páginas para apuntar detalles hasta el paroxismo. Una enciclopedia de todo lo ocurrido en el complejo Flushing Meadows: una lista interminable y fosterwallaciana sobre la burda omnipresencia de los auspiciadores, el furtivo mercado de alimentos, las triquiñuelas de los diversos comerciantes, el precio de reventa de entradas y, acaso lo más interesante, un perfil sociológico del neoyorquino mientras contempla su paciencia para las colas y esperas, o su “combinación única de meditación y depresión clínica”. En todas estas descripciones, el autor se atreve a configurar un documento que solo podría atribuírsele a él mismo (y quizás, a Thomas Pynchon).
En sus observaciones, desde luego, siempre reserva un lugar para el juego mismo. DFW se divierte tanteando huellas sociopolíticas e históricas para reproducir el aura del enfrentamiento. En esta línea, aprovecha la ascendencia griega de Pete Sampras y Mark Philippoussis para imaginar una “Guerra del Peloponeso moderna”. El norteamericano representa el poderío naval frente al despliegue terrestre del australiano. Sampras ataca con sigilo, prepara su artillería y flota seguro, mientras Philippoussis muestra una prepotencia oligárquica sin mesuras. Para Foster Wallace, Philippoussis representaría la dictadura espartana mientras que Sampras abanderizaría la democracia ateniense: un maestro “más caótico” y, por ende, más “humano”.
El mismo ejercicio se aprecia en el segundo ensayo, al relatar uno de los encuentros más mitificados del último tiempo. Es la final de Wimbledon del 2006 y Roger se enfrenta al español Rafael Nadal: un casi adolescente “mesomórfico”, “marcial”, y la amenaza más punzante del genio helvético.
Considerando la potencia indomable del mallorquín, el espectáculo con Federer parece enunciar un brillante contraste táctico y visual: “Apolo y Dionisio”, “el bisturí y el cuchillo carnicero”, “el machismo del sur europeo contra el intrincado arte clínico del norte”. Finalmente, en esta batalla se impone el suizo por su refinamiento, pero también, por su cautelosa bestialidad: esa capacidad de ser “Mozart y Metallica al mismo tiempo”. Esa “armonía exquisita” e insuperable.
5- En estos ensayos de Foster Wallace apreciamos un lenguaje especializado pero, a su vez, un tono didáctico. Su claridad se convierte en una clase de tenis y, en la misma medida, una exhibición de escritura. Y no es algo que debe extrañar: nadie ha tenido tanto tenis en el cuerpo y, al mismo tiempo, tanta destreza operando el lenguaje. A veces corre el riesgo de extenderse en la preparación de los golpes, el arco formado por el brazo, los grados de flexión de rodilla, tipos de efectos, la inclinación de los botes, las variaciones de empuñaduras y los nuevos encordados. Una vez más, presenciamos a un narrador que no teme alargarse, ramificarse, insistir y, como es habitual en él, salir ileso en su grandilocuencia.
No adorna la realidad, sino que la fotografía de manera cuidadosa, hilvanada: la exposición de variables técnicas se convierten en el testimonio de que la refulgencia del tenis es, ante sus ojos, un fenómeno brutalmente real, nítido. Y por esto mismo, inabordable para las cámaras televisivas que no alcanzan a transmitir las dimensiones y el “susurro líquido” de los tiros. Y es que la pantalla es virtualmente incapaz de reproducir la ferocidad de los golpes y la agilidad de los jugadores: cómo frenan sus carreras, vuelven al centro y se acomodan para dirigir el blanco de sus ángulos. Para DFW, ver tenis por televisión y después presenciarlo en vivo es como probar el sexo real después de consumir pornografía durante muchas noches de verano.