Parte de la correspondencia del editor de Anagrama se reúne en Los papeles de Herralde, un intento por sintetizar la historia del sello, abarcando desde 1968 —un año antes de que empezaran a publicarse los primeros títulos— hasta el 2000. La selección, a cargo de Jorge Gracia, ilustra a Herralde en la intimidad de su oficio, dejando ver sus preferencias y modos de operar, como también sus disgustos y antipatías.
por Matías Hinojosa I 26 Octubre 2021
Llegó un día en que los libros amarillos parecían estar por todas partes. Tan rotundo fue el fenómeno que el fundador de editorial Planeta, José Manuel Lara, se refirió a él como “la peste amarilla”. Aquellos libros, por supuesto, eran los de la colección Panorama de Narrativas, rótulo bajo el cual, en 1981, Anagrama comenzó a publicar literatura traducida de autores contemporáneos y de grandes escritores cuyas obras estaban descatalogadas o se mantenían inéditos en lengua española. La colección se convirtió al poco tiempo en sinónimo de buen gusto y calidad literaria, fama que conserva hasta hoy. Pero el éxito de Panorama de Narrativas, que fue rápido y ascendente, no refleja la historia de éxito de Anagrama, cuyos primeros 10 años estuvieron marcados por los contratiempos y la inestabilidad.
Fundada en 1969 por Jorge Herralde, la editorial tuvo al comienzo un enfoque principalmente político. La empresa, con Franco todavía en el poder, implicaba riesgos y la censura fue severa desde el principio. Sin embargo, ante la prohibición de publicar ciertos libros e incluso el secuestro de varios de ellos, Herralde se las arregló para poner en circulación títulos hasta entonces impensados, como las Cuatro tesis filosóficas de Mao Tse-tung, que se convirtió en uno de los primeros éxitos de la editorial.
“Después de mi ‘audacia’, muchas editoriales se han subido al carro”, le escribe el editor a Jacqueline Lesschaeve, de Éditions du Seuil, en marzo de 1975. “Es evidente que en España existe un gran interés por la edición de textos políticos”. Y al año siguiente, en una carta al psicoanalista argentino Oscar Masotta, confirma la tendencia: “Actualmente, en España, prácticamente solo se vende el libro político”.
Ese interés de los lectores españoles, no obstante, comenzaría a retroceder tras la muerte de Franco y el fin del régimen. Herralde también responsabiliza de este vuelco a los “editores que inundaron el mercado con libros oportunistas y de ínfimo valor”.
“Fue decisivo el llamado ‘desencanto’, después de la muerte de Franco, con una democracia que pareció muy insatisfactoria para tantos jóvenes, digamos, ‘insurrectos’”, cuenta el editor. “Dejaron de venderse drásticamente los libros políticos, tan fundamentales de la editorial en la década de los 70. Colecciones como Documentos, Debates, Ibérica, Elementos críticos y otras, tuvieron que cancelarse ya que ‘era editar para nadie’. Solo sobrevivió Argumentos, que había empezado en 1969, con un espectro más abierto aunque a menudo politizado, y que se ha convertido en la colección más longeva de Anagrama, con 564 títulos”.
El nuevo contexto editorial forzaba a replantearse las cosas. Manteniendo el espíritu de agitación inicial, un camino fue apostar por las obras de punta que agitaban las aguas en el periodismo y la literatura. Un universo de lectores, principalmente jóvenes, empezó a responder con interés ante temas por mucho tiempo considerados tabú. La presencia secundaria que hasta entonces había tenido la literatura en el catálogo de Anagrama cambió con la aparición en 1977 de la colección Contraseñas, que de alguna forma mantuvo con vida al sello en esta etapa crítica. De allí saldrían autores insignes de la casa, como Tom Wolfe, Charles Bukowski o Hunter S. Thompson. Sin embargo, la consolidación como editorial literaria, llegaría con Panorama de Narrativas, los famosos libros amarillos.
“Estuve a punto de tirar la toalla, pero esto, después de años juveniles de intentos editoriales que no prosperaron, me resultaba imposible, como un suicidio. Lo más complicado fue que nuestros libros políticos de izquierdas fueran secuestrados por las autoridades del régimen de Franco en nueve ocasiones, sin poderlos distribuir y con los consiguientes perjuicios económicos”, recuerda el editor, cuya correspondencia vinculada al sello ha sido reunida por Jordi Gracia bajo el título Los papeles de Herralde, donde se abarca mediante estos documentos la historia de Anagrama desde 1968 —es decir, antes de que se publicaran los primeros títulos— hasta el 2000.
“Los que antes leían a Lenin, ahora leen a Highsmith”, le dijo la encargada de una librería a Herralde y, desde entonces, comenzó a repetir la frase para explicar ese momento. Aunque en Anagrama las ciencias sociales mantendrán siempre un espacio reservado, incluso importante, la editorial amplió con su apuesta literaria su base de seguidores, quienes, como escribe Jordi Gracia, “han delegado en el editor la confianza en el valor de la obra o el autor. Las tapas amarillas de la colección internacional y las tapas verdegrises de narrativa hispánica empezaron a difundir desde 1981 y 1983 las adictivas promesas de calidad literaria, imaginación crítica y fértil experimentación que cambiaron buena parte del paisaje de la lectura literaria en España”.
Patricia Highsmith y la serie de Ripley estuvo entre los primeros grandes aciertos de Anagrama en esta nueva etapa. También la publicación de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, cuyo éxito fue tan arrollador, como se relata en Los papeles de Herralde, que el editor pudo conocer por primera vez la histeria de los libreros, quienes ante la altísima demanda se volvieron locos al teléfono pidiendo reposición de ejemplares. Otro temprano motivo de orgullo fue la contratación, aunque llena de dificultades, de varios títulos de Nabokov.
Este último caso, como el de Highsmith, dejan ver asimismo un rasgo que definirá el modo de operar de Herralde, quien siempre buscará adquirir los derechos de la totalidad, o de la mayor cantidad posible, de libros de un autor. Su política en este sentido a veces funcionaba como una apuesta a largo plazo. Por ejemplo, en 2001, el inesperado éxito de Ébano, de Ryszard Kapuściński, consiguió estimular en los lectores la compra de todo su catálogo anterior, títulos que hasta entonces no tenían más que una circulación discreta. Por otro lado, también expresaba así un respaldo incondicional con sus escritores, publicando incluso títulos que no le terminaban de convencer. “Se trata de una obra menor de Barnes, no muy lograda y menos ‘barnesiana’ de lo deseable”, le comenta en 1994 al escritor Robert Saladrigas a propósito de una reciente publicación del novelista inglés, “pero ya sabes, la servidumbre de la fidelidad a un excelente escritor”.
Este respaldo a sus autores también se revela en sus airadas defensas contra los malos comentarios o la mezquina difusión por parte de la prensa. Los papeles de Herralde ofrece una buena selección de estos documentos, en los que se muestra la faceta más filosa, mordaz y también ingeniosa del editor. Igual de encendida es a veces su correspondencia con la agente literaria Carmen Balcells, con la que mantiene una relación pendular, yendo de la adulación al ataque directo. “A pesar de mi insistencia (que creía, equivocadamente, más pedagógica), veo que te sigues olvidando de Anagrama a la hora de ofrecer autores en lengua española”, le reclama el editor en marzo de 1993.
Un capítulo aparte en las broncas de Herralde lo ocupa su extenso y mediático quiebre profesional con Javier Marías, que, en palabras de Gracia, ha sido el más importante en la historia de la editorial en términos de alcance y acritud. Los ataques de uno y otro se arrastraron durante años en entrevistas, artículos y cartas abiertas. Según el autor, las cuentas no estaban claras y Herralde, por otro lado, tenía envidia de su éxito. El editor explicaba el asunto echando la culpa al ego “hipertrofiado” de Marías.
Con todo, los sentimientos amables son los que predominan en el conjunto de Los papeles de Herralde. En ese sentido, destaca por ejemplo su relación epistolar con Hans Magnus Enzensberger, a quien le escribe en enero de 1991 que una de sus mayores satisfacciones “es haber tenido la oportunidad de publicar tus libros”. Con Tom Wolfe tampoco el editor tiene problemas en disimular su total admiración. Uno de los mensajes más sentidos de todo el libro, de hecho, tendrá lugar a propósito de la decisión de Wolfe de cambiar de casa editorial hacia finales de los 80. “Es la noticia más triste que he recibido en mis 20 años como editor, la más inmerecida y la más injusta. Y también la más inesperada…”, le expresa Herralde por telegrama.
Con Roberto Bolaño, sin embargo, los halagos serán de ida y vuelta. En 1998, antes de que el escritor viajase a Chile, le envía a Herralde una carta en la que realiza una tipología del editor. Según su punto de vista, hay editores empresarios, tiburones, cubos de hielo o contumaces, pero también los hay capitanes: “El tipo de editor —apunta Gracia— en quien el escritor se confía y en quien confía, a quien busca como autor pero también como lector, al que sigue con fervor, con lealtad y con alegría”. Para Bolaño, Herralde encarnaba a este último. El cumplido será respondido por este reconociendo haber leído la carta “con las obligadas (snif) lagrimitas”.
Sin duda deben ser muchísimas sus satisfacciones al frente de Anagrama, ¿cuáles lo enorgullecen especialmente?
Cuando leo artículos o textos beneméritos que enfatizan sobre la importancia que ha tenido la editorial para jóvenes lectores que han seguido siendo fieles a las publicaciones de Anagrama. Y también cuando me lo afirma verbalmente gente desconocida en algún encuentro en un bar, por la calle, etc. Inesperadamente, tales cosas suceden.
¿Algo del espíritu que alentó a la primera Anagrama persiste hoy?
Ir a contrapelo de las modas y que Anagrama fuera un punto de referencia para sus seguidores a quienes no podía defraudar. Una apuesta insistente por autores nuevos y diferentes, tanto en no ficción (ensayo, crónicas, biografías) como en literatura. Y con ese espíritu seguimos, siempre teniendo en cuenta la calidad y también pertinencia de las publicaciones, siempre conforme al aire del tiempo.
¿Cómo logró hacer frente la editorial a la poca cobertura que a veces le daban los medios de comunicación más importantes, sobre todo en una época en que esa vitrina era determinante para el éxito de una obra?
Intentando, sin descanso, convencerles de su error o despiste. Fue una etapa muy específica de los primeros años 80, cuando Anagrama aún no se percibía como una editorial muy literaria. Luego, mi relación con la prensa, siendo buena en conjunto, pasó a ser óptima. Y hasta ahora.
Bolaño lo calificó como un editor “capitán”. ¿Cómo se definiría usted mismo?
Me horroriza la falsa modestia y más aún el autobombo. Preferiría que me definiera un juez imparcial. O quizá no tan imparcial: que fuera un devoto lector de Anagrama.
¿Qué lugar ocupa Bolaño como dentro de su catálogo?
Un puesto destacadísimo. Bolaño está en mi Olimpo particular de la mejor literatura, como Pitol, Piglia, Chirbes. También en el ámbito internacional, en la misma liga que Nabokov, Capote, Perec, Calasso, Carrère, Ford, Modiano, Magris o el Dream Team inglés, etc., etc. Y luego también pienso en un Olimpo, digamos, junior: Juan Villoro, Guadalupe Nettel, Alejandro Zambra (tan valorado por el propio Bolaño), Mariana Enriquez, Leila Guerriero, Marta Sanz, Sara Mesa, etc., etc.
¿Qué clase especial de individuo es un editor?
Como escribí en mi libro Opiniones mohicanas: “Pienso que el auténtico editor, al igual que el escritor, es un ser un tanto anormal, vampirizado por una profesión que es su vocación radical, y que consiste no solo en trazar las grandes líneas de su proyecto o en orquestar grandes maniobras o conspiraciones de alto nivel, sino también en cultivar la pasión por los detalles, los detalles artesanales, los benditos detalles, que invocaba Nabokov, con los que está amasada la pasta de la literatura y también de la edición”. Y lo sigo pensando.
La labor del editor, como usted mismo lo ha expresado, está llena de placeres. Pero, ¿cuáles son los aspectos menos gozosos a los que obliga el oficio?
Dejar de publicar a un autor con títulos en Anagrama, a menudo ya un amigo, por razones literarias insatisfactorias, quizá equivocadas (obviamente, los editores no somos infalibles). También es doloroso cuando un autor de la casa (quizá instigado por algún agente literario) no resiste a la tentación de un anticipo disparatado de algún gran grupo. No deja de ser comprensible, pero las maneras importan. Y no siempre han sido las mejores.
¿Qué cosa habría hecho distinta o cuáles considera que han sido sus mayores desaciertos como editor?
Quizá haber publicado a un autor que después de un trabajado éxito, apoyado sin desmayo por la editorial, desarrolló un ego hipertrofiado que resultó imposible de soportar.
Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama 1968-2000, Jordi Gracia (Ed.), Anagrama, 2021, 424 páginas, $20.000.
Imagen: María Teresa Slanzi