Mientras la carrera de Jon Fosse entra en su quinta década y el año pasado fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, Septología, su obra cumbre, se une a un cuerpo de trabajo ya asombroso. Escrita en siete partes, es una novela muy hermosa y conmovedoramente extraña, que contiene casi mil páginas en total, todas ellas englobadas en una única y larga frase. Aunque se ha dicho que es un Beckett del siglo XXI, para el autor de esta crítica el rey que planea sobre sus páginas es Ingmar Bergman.
por Wyatt Mason I 24 Abril 2024
Hace cinco millones de años, en la costa más meridional de África, a unas 200 millas de Ciudad del Cabo, se formó una cueva, muy probablemente por las olas que golpeaban la piedra. En la actualidad, la boca de la cueva, llamada Blombos, se abre ampliamente, a 30 metros sobre el nivel del mar y a unos cientos de metros de lo que hoy es la playa. Los arqueólogos han determinado, a partir de restos excavados durante los últimos 30 años, que estuvo esporádicamente ocupada entre 70 mil y 100 mil años atrás.
La cueva era un taller, y sus ocupantes hacían cosas más hermosas y complejas de lo que creíamos que era posible en esa época. Están los artefactos esperados —hojas de piedra, cuentas, herramientas de hueso— de una fineza incomparable. Entre los objetos únicos de Blombos se encuentran varias piezas de ocre. Seis de ellas miden una pulgada de largo, datan de más de 70 mil años y presentan conjuntos intencionales de marcas grabadas, la más hermosa de las cuales tiene formas de diamante inscritas en la piedra. Son el ejemplo más antiguo de representación abstracta que tenemos, y son anteriores a los objetos de sofisticación similar encontrados en otras partes del mundo hasta por 60 mil años.
Luego hay otra pieza de piedra, una más pálida, de 1,5 pulgadas de largo y con forma de hoja de haya. En su superficie se encuentra el dibujo más antiguo realizado por una mano humana. Con 73 mil años de antigüedad, se habría hecho con un proto-crayón —Blombos rojo en la caja de lápices de cera de la prehistoria— y mejora nuestra comprensión de lo que nuestra especie ha estado haciendo con su tiempo, desde que apareció. No sabemos qué provocó las marcas dejadas con Blombos rojo en el pedacito de piedra. Solamente sabemos lo que vemos allí: nueve líneas rojas que se cruzan.
“Y me veo de pie, mirando el cuadro con las dos rayas, una morada y una marrón, que se cruzan en el medio”, comienza la novela Septología, del escritor noruego Jon Fosse. “Un cuadro alargado, y veo que he trazado las rayas despacio y con un óleo espeso, y se ha corrido, y donde se cruzan la línea marrón y la morada el color ha producido una bella mezcla que corre hacia abajo y pienso que esto no es un cuadro, pero que al mismo tiempo el cuadro es como debe ser, está terminado, no cabe hacer más, pienso, y tengo que apartarlo, no quiero tenerlo más en el caballete, no quiero seguir mirándolo”.
Y mirarán al narrador, durante otras 81 mil palabras, tan solo en la primera parte, sin lugar para un punto. Septología es una novela muy extraña, hermosa y conmovedoramente extraña, que consta de siete partes que se publican en tres volúmenes, casi mil páginas en total, todas ellas englobadas en una única y larga frase. El primer volumen, El otro nombre, que contiene las partes uno y dos, apareció en Noruega en 2019; el segundo, Yo es otro, con las partes tres a cinco, y el tercero, Un nuevo nombre, con las partes sexta y séptima, han sido publicados con posterioridad.
Mientras la carrera de Fosse entra en su quinta década, Septología se une a un cuerpo de trabajo ya asombroso. Desde 1983 ha publicado 48 novelas y colecciones de ensayos, poesía y cuentos, así como, y quizá fundamentalmente, teatro, más de 30 obras. Se dice que es el dramaturgo vivo más escenificado en Europa, con más de mil representaciones hasta la fecha. Hagamos los cálculos y el promedio es alucinante: una de sus obras se ha estrenado en algún lugar cada 13 días, durante 35 años. Mientras que Karl Ove Knausgård se ha convertido en los últimos años en la cara arrugada de la escritura noruega en el mundo de habla inglesa, Fosse ha sido uno de los escritores más destacados de Noruega durante décadas, y ostenta la distinción (ironías aparte) de haber sido el profesor de escritura creativa de Knausgård hace unas tres décadas. Quizá aún más ennoblecedor es que recibió, en 2011, una residencia permanente en los terrenos del Palacio Real de Oslo.
A menudo se describe a Fosse como el Beckett del siglo XXI, una acusación que parece injusta para ambos escritores. Sí, la primera obra teatral de Fosse, Alguien va a venir, fue una especie de respuesta a Esperando a Godot, y sí, tanto los dramas de Fosse como los de Beckett avanzan con una especie de sencillez depurada, poblada más de voces que de personajes en el sentido convencional. Y las novelas de Fosse, como las de Beckett, están impulsadas por un angostamiento del enfoque y una rigidez formal. Pero la metafísica de Beckett, al estilo irlandés, equilibra la gravedad con la ligereza, mientras que la obra de Fosse —al menos según mi recorrido a saltos por el corpus (cinco novelas, cinco obras de teatro, algunas memorias, cuentos y poesía)— no parece abrumadoramente interesada en el humor. Un estudio del teatro de Fosse menciona la palabra “comedia” una vez, “reír” una vez, “gracioso” y “diversión” ninguna.
Esto hará que la obra de Fosse —que de hecho es taciturna, que está absolutamente atormentada por la muerte, que sin lugar a dudas está ambientada en una fría Escandinavia del alma— suene vagamente a una parodia de un sombrío mundo nórdico en el que Bergman sería el rey. Es más, Septología muestra a un protagonista estático que mira fijamente una pintura, buscando su significado mientras reflexiona sobre su propio pasado. El libro suena, en resumen, terrible: pretencioso, solemne, insoportable. Esto hace aún más destacable lo maravilloso que es. El libro elude todos esos escollos para convertirse en algo bastante distinto de lo que podría parecer, algo que, como toda gran novela, de algún modo supera nuestra idea previa de lo que es una novela. Naturalmente, los placeres de la trama y los personajes, el tema y el escenario nos atraen hacia las novelas en términos generales, pero una gran novela nos atrae hacia un relato en las sombras que está en su centro: la historia de su estilo. Con Septología, Fosse ha encontrado un nuevo enfoque para escribir ficción, diferente de lo que él ha escrito antes y —es extraño decirlo, ahora que la novela entra en su quinto siglo— diferente de todo lo que se ha escrito antes. Septología se siente como algo nuevo.
La voz en primera persona de Septología —una voz cerebral, no un registro escrito— pertenece a un pintor llamado Asle. A lo largo de la novela, Asle volverá repetidamente a mirar la pintura de las dos líneas que se cruzan. Es una pintura que Asle siente que está hecha, hecha y perfecta, demasiado perfecta para venderla; o, en realidad, hecha pero no perfecta; o, tal vez, simplemente es una pintura fallida sobre la cual debería pintar algo nuevo. Asle pinta, se nos dice, en parte por autoconservación, porque “lo único que puedo hacer es pintar, pintar para tratar de borrar las imágenes que se han agarrado a mí, nada más, borrarlas una a una pintándolas”, incluso si no sabe cuándo “la imagen que se me ha agarrado se disuelva y desaparezca”.
Gran parte del drama de la novela proviene del lento desarrollo de las fuentes del malestar de Asle. Al principio tenemos muy poco con qué continuar. Asle vive solo, en una vieja casa fría y con corrientes de aire, en la costa suroeste de Noruega, en un pequeño pueblo de pescadores llamado Dylgja. Aunque no es rico, Asle ha encontrado la manera de vivir de su arte. Trece cuadros de gran tamaño están listos para una próxima exposición. Y luego está el lienzo sobre el caballete, un decimocuarto, aquel en el que “la raya marrón y la raya morada se cruzan”, un cuadro que Asle y su vecino Åsleik, un pescador y el único amigo verdadero de Asle, miran juntos de vez en cuando a lo largo de la novela: “Veo a Åsleik acercarse al cuadro que tengo en el caballete, está en medio de la sala, y para ser mío es un lienzo bastante grande, y es alargado, y primero pinté una raya oblicua por casi toda la superficie del cuadro, una raya marrón, con un óleo bastante espeso, viscoso y chorreante, y luego pinté la raya correspondiente en morado, que cruzaba la primera más o menos por el medio, y así salió una especie de cruz, una cruz de San Andrés, creo que se llama, y veo a Åsleik mirar el cuadro y también yo me acerco al cuadro y lo miro y veo a Asle sentado en su sofá, y no deja de temblar, y piensa que ni siquiera es capaz de levantar la mano, y siente que solo decir una sola palabra es demasiado esfuerzo, piensa”.
Sí, algo extraño está pasando aquí. Al principio parece que estamos firmemente instalados en la primera persona, el narrador de pie con Åsleik, mirando la pintura de las dos líneas que se cruzan. Y luego, sin previo aviso, el narrador mira a “Asle sentado en su sofá”, lo que sugiere que hay un segundo Asle en la habitación. Entonces parece que nos adentramos en la cabeza del nuevo Asle, colocándonos en la tercera persona, dentro de este otro Asle, que no parece estar en ningún caso en la habitación del narrador. Este ir y venir —¿una historia de dos Asles?, ¿el segundo Asle es una invención del primero?, ¿un relato en primera persona?, ¿uno en tercera persona?— continúa en los cientos de páginas que siguen. Vamos a la deriva, principalmente en la mente del Asle que mira fijamente su pintura de las dos líneas que se cruzan, a veces deslizándonos hacia la mente de un aparentemente otro Asle a quien ese Asle puede, o puede que no, estar imaginando. Inicialmente, este modo narrativo resulta desorientador. Y, sin embargo, después de unas pocas decenas de páginas el lector se instala como lo haría ante un cuadro abstracto que el ojo absorbe pacientemente, uno de dos líneas, dos Asles, que se cruzan. A medida que se construye la narración, Fosse evita proporcionar cualquier resolución, lo que nos permite vivir en ese terreno intermedio según la novela se va desenvolviendo. Pero más que simplemente dejarnos suspendidos allí, Fosse también empuja al lector a buscar pistas que puedan resolver el misterio de estos dobles y triples. En este sentido, la novela también, a pesar del método de arte elevado y sus preocupaciones, es una especie de novela negra.
Cada una de las partes de Septología ha comenzado y concluido de la misma manera. En sus inicios, Asle mira el cuadro de las dos líneas que se cruzan y se pregunta qué ve allí, si es un cuadro bueno o malo, si está terminado o no. Al final, Asle reza: reza en latín, le reza a Jesús, a María, a Dios Padre, los ritmos y repeticiones de la plegaria se acumulan y se reiteran.
Entre esos puntos fijos, pintar y rezar, Asle realiza viajes hacia y desde la lejana Bjørgvin. Estamos a finales de diciembre, el final del periodo de Adviento. Se supone que él llevará las 13 pinturas a su galería de tres décadas para lo que su galerista, Beyer —quien descubrió a Asle como un muchacho talentoso y lo ha representado durante toda su vida—, llama el espectáculo navideño de Asle. Pero Asle no trae los cuadros consigo en su primer viaje unos días antes de Nochebuena, sino que piensa en visitar al otro Asle, pero finalmente no lo hace. Una vez de regreso, por razones que se le escapan a él mismo, se da la vuelta y conduce de regreso a Bjørgvin para ver a Asle, y lo encuentra borracho y desmayado en la nieve, tan borracho que cuando Asle lo despierta e intenta llevarlo a un café, se desploma dos o más veces. Asle y algunos otros hombres lo ayudan a levantarse por tercera vez, Asle lo lleva a un hospital, donde lo ingresan, luego se dirige a casa para recoger sus lienzos y conduce nuevamente hasta Bjørgvin para dejarlos en su galería, lo que de hecho hace. Asle, entonces, intenta visitar a Asle en el hospital, solamente para descubrir que Asle se encuentra en una condición demasiado delicada para ser atendido. Fragmentos de estos acontecimientos se encuentran dispersos a lo largo de las partes de la novela: Asle piensa en lo ocurrido, regresa a esos momentos, los amplifica y los resuelve una vez más en un estado de plegaria.
Ahí está, sentado en casa mirando el cuadro; sentado en su mesa en casa mirando por la ventana al mar; mirando por el parabrisas mientras conduce sobre la nieve hacia y desde Bjørgvin; sentado frente a su galería esperando a Beyer. Asle entra y sale del pasado, entra y sale de la historia de su vida, su infancia, su rechazo a sus padres y su religión, su camino para convertirse en artista, convertirse en borracho, en marido, en católico converso, en un bebedor reformado y luego en un solitario. Las novelas han entrenado a los lectores durante mucho tiempo para esperar el desarrollo cronológico de las vidas de sus protagonistas —desde Moll Flanders hasta David Copperfield y Los Buddenbrook—, para que podamos comprender su sufrimiento y saber qué es lo que sucedió que los llevó a ser tales. Fosse juega con esta expectativa. Aunque nos cuenta estos eventos, ellos no son esenciales y solamente importan en la medida en que sugieren una necesidad que se instaló en Asle, desde muy joven, de encontrar una práctica para mantener a raya los recuerdos. La pintura es una de esas prácticas, y el cuadro que Asle mira fijamente es el primer cuadro que ha hecho y que, como lo ve el pescador Åsleik, “se parece a algo real, por una vez he pintado un cuadro que se parece a algo, porque se parece a una especie de cruz”, un cuadro que siente terminado, un cuadro que Asle ha bautizado como cruz de San Andrés, un cuadro que lo ha llevado, finalmente, a abandonar la pintura por completo.
El lector toma la lupa y escudriña el lienzo en busca de pistas. La cruz de San Andrés es una X, que lleva el nombre del primer apóstol de Jesús, un pescador que Jesús dijo que sería un pescador de hombres y que, predicando a los griegos, encontró el martirio. La historia es que Andrés insistió humildemente en que no fuera crucificado como lo había hecho Jesús, cambiando la cruz de la T a la X. ¿Por qué la pintura de Asle es una cruz así? Fosse desdibuja a Asle y Asle; le da como amigo a Asle un pescador cuyo nombre es casi el suyo, Åsleik; hace que Asle se case con una mujer llamada Ales, las letras de sus letras, el nombre de su nombre. Todas estas A, estas aleph: aleph, la primera letra de los alfabetos hebreo y arameo; aleph, que en arameo parece una x y, en hebreo, si entrecierras los ojos, también se parece a una. Las exégesis talmúdicas nos dicen que la aleph representa los aspectos ocultos de Dios y su revelación en el mundo. Así leemos los signos: cómo Asle, a quien el narrador Asle encuentra tirado en la nieve, es levantado tres veces, como Jesús cuando iba camino a la crucifixión; cómo la pintura de Asle de dos líneas que se cruzan es su decimocuarto lienzo, que recuerda las 14 estaciones de la crucifixión, la última de las cuales es donde Jesús fue sepultado; cómo Septología es, en un sentido pictórico, un tríptico, tres libros con números alternos de partes —II, III, II—, dos paneles estrechos que flanquean a uno central, una pintura religiosa, con tres cruces en el centro como si estuvieran sobre una colina; y cómo, en las siete partes de la novela, al final de las cuales Asle ora, podemos escuchar las siete horas canónicas de la oración, o ver los siete signos en el Evangelio de Juan, o ver los siete sellos del Libro del Apocalipsis escritos en un pergamino, sin punto final a la vista.
Afortunadamente, estas características no cuadran de manera perfecta. Asle no es Jesús ni Lázaro, Åsleik no es Andrés, no aparecen los illuminati. Aun así, Asle está en una especie de viaje, sus pequeños viajes inútiles hacia y desde una ciudad durante los cuales ve, en su mente, la vida que ha vivido, sus encrucijadas. Después de todo lo que ve, regresa a casa para orar, cada parte comienza con Asle sentado ante la cruz y cada parte termina mientras agarra su rosario; cada parte de la novela, sin ambigüedades, es un camino hacia la plegaria.
Muchas novelas han intentado reconciliar, a través de experiencias en diversas tradiciones religiosas, las preguntas que surgen del sufrimiento humano en el mundo de Dios. Los hermanos Karamazov, Pedro el afortunado, La montaña de los siete círculos, Siddhartha, El guía, Los elegidos… Podría agotar el espacio que me queda enumerándolas todas. Cada una, a su manera, aborda cuestiones de teodicea. Como llegué al término a través de James Wood, proporcionaré su definición: “La justificación del buen gobierno del mundo por parte de Dios frente al mal y al dolor”. Esto está ligeramente en desacuerdo con el Oxford English Dictionary, que prefiere “vindicación” a “justificación”. Septología vive en algún lugar entre la justificación y la vindicación, mientras Asle intenta, a través de la reflexión y la plegaria, una reconciliación con la manera en que las cosas son, con lo que su vida le ha costado y perdido.
Gran parte del material que se desarrolla en Septología resulta familiar. La biografía de Asle se mezcla con los componentes de un bildungsroman —madres que no creen en las ambiciones de un niño, depredadores que contaminarían a la pequeña criatura mientras se acerca a la iniciación— y ciertamente, Septología es un retrato del artista, un género que durante mucho tiempo ha hecho de la forma novela un hogar. Septología es una novela sobre un pintor, pero es uno extraño, ya que en realidad no vemos a Asle pintando, y la práctica de la pintura en el libro está al servicio de algo bastante diferente de la pericia estética por ella misma.
“Pienso que esto de pintar no lo he hecho por mí”, piensa Asle, en algún momento.
“No lo he hecho porque yo quisiera pintar, sino para ponerme al servicio de un contexto más amplio, bueno, quizá, aunque a veces sí me atrevo a pensar eso, a pensar que mis cuadros están al servicio del reino de Dios, nada menos, y lo mismo pensaba antes de convertirme, y eso tiene que ser porque siempre he sentido como una cercanía de Dios, sea lo que sea eso, pienso, y lo llames como lo llames”.
No hay nada formalmente nuevo en las narraciones que despliegan la frase larga. Thomas Bernhard, que heredó su sonido de Joyce y de Woolf, persiguió la larga línea con la rabia en el corazón. W. G. Sebald fue considerado en el testamento de Bernhard, gastando su herencia en fines más melancólicos, examinando ruinas en busca de signos de vidas destruidas por el fascismo y la necedad humana. Javier Marías presta su patrimonio a historias de fantasmas, historias de asesinatos o suicidios o desapariciones. László Krasznahorkai es el más maníaco de los beneficiarios, sus frases cómicas gritan tan fuerte que el efecto es un horror ante el cual solamente se puede reír. Lo que Krasznahorkai ha dicho sobre su propio método se aplica a Fosse: “Cuando hablamos, pronunciamos oraciones fluidas e ininterrumpidas, y este tipo de discurso no necesita puntos. Solamente Dios necesita el punto, y al final Él usará uno, estoy seguro”.
Fosse parece ser al mismo tiempo el más evidentemente influido por Bernhard y el que más radicalmente ha seguido su propio camino. Pero lo que resulta más sorprendente del método de Fosse es algo que esta reseña solamente puede señalar. Puedo hacer afirmaciones sobre el efecto de una frase que se extiende a lo largo de 250 mil palabras sin un punto, pero no puedo citarla lo suficiente como para ofrecer una prueba. Puedo decir que la novela es una epopeya de lo pequeño, pero desde el Ulises ciertamente hemos comprendido que una cosa semejante es posible. Puedo decir que la novela de Fosse, su progreso vocal, es incantatorio o que la prosa se lee como una plegaria extendida, que suena bien como una nota encomiástica, y nunca mal, tan solo vacía y conocida. Al leer Septología, al observar a Asle progresar en la vida y, sospecho, en las partes sexta y séptima, hasta el final de ella, uno siente —yo sentí— el embrollo y el desperdicio de una sola vida solitaria, la necesidad, inexplicable, de orar.
“Es como dices. Estamos aquí para orar”, escribe Frederick Seidel en el último pareado de su poema “Del diario de Nijinsky”, uno que resonó en mi cabeza a medida que cada una de las partes de Fosse atraía al lector de regreso al rosario. No se nos lleva a un pensamiento de la plegaria, sino al acto mismo. Que sea un rosario lo que sostiene Asle no creo que importe mucho. Dudo que la mayoría de las personas que leen las Confesiones de san Agustín se conviertan al catolicismo cuando las terminan. En ese libro, uno llega a conocer el amor de san Agustín por Dios, pero no necesariamente sentiría ese amor si uno no hubiera estado previamente dispuesto a él. Sería demasiado sugerir que en Septología uno llega a sentir el amor de Dios, pero la manera en que Fosse maneja la forma de la novela produce algo estremecedor en nuestro corazón.
La forma es difícil de describir, algo muy diferente de la trama. Es el sistema nervioso de una novela, algo eléctricamente vivo. El uso que hace Fosse de la frase larga no parece en absoluto una técnica aplicada. Cada fuerza desarrolla una forma, en palabras de Guy Davenport, una fórmula de cómo una necesidad en un artista —intelectual, emocional, metafísica— produce un objeto cuyos contornos describen, ocultamente, la necesidad misma. La forma séptuple de Fosse hace esto: establecer una expectativa de que Asle orará, creando una resaca que se apodera del lector. Estamos aquí para orar, dice la forma. Y así nos movemos no hacia la oración, sino dentro de ella, cada uno contando las palabras del largo rosario de Fosse, cuenta por cuenta, palabra por palabra. Los Asles, Åsleik y Ales de Fosse se mezclan ortográficamente, llevando al lector a preguntas sobre su parecido, lo que en última instancia conduce a una difuminación de los límites, a una difusión, a una ausencia del ego.
Uno de los resultados tradicionales de la novela ha sido la tachadura momentánea del yo. “El cráneo es el casco de un viajero espacial”, dice el narrador de Pnin de Nabokov. “Quédate dentro o mueres”. Si cambiamos la o por la y, la novela como una forma evita que nos ahoguemos en el yo. Septología es, en ese sentido, solamente otra novela. Y, sin embargo, también es algo adicional, algo diferente, algo más. Al leer Septología, es como si dejara de ser una novela. No quiero decir con esto en el sentido de que sea una reacción a las ideas recibidas de la novela. No hay ningún indicio de un autor que haga declaraciones altisonantes sobre “la muerte del personaje” o “el hambre de realidad”. Lo que pasa es que al leer Septología resulta difícil, maravillosamente difícil, pensar que una novela podría escribirse de otra manera.
La práctica de la plegaria, la práctica de la pintura, los productos de la prosa: todos ellos nos mantienen a flote mientras vivimos y lo harán cuando aquellos a quienes amamos mueran —cuando lo hagan aquellos a quienes Asle ha amado—. Tal como todos los miembros de nuestra especie lo han hecho antes que él, Asle deja sus propias líneas inescrutables en el mundo, “ese cuadro interior”, dice, “esa imagen que intentan imitar todos los cuadros que he pintado, esa imagen interior que es como una especie de alma y una especie de cuerpo en uno, bueno, que es mi espíritu, bueno, lo que yo llamo espíritu”. Y con Asle, en esta notable novela, oramos: “Y sostengo la cruz marrón de madera entre el índice y el pulgar y luego digo una y otra vez en mi interior tomando aire profundamente Señor y soltando el aire despacio Jesús y tomando aire profundamente Cristo y soltando el aire despacio Apiádate y tomando el aire profundamente De mí”.
————
Artículo aparecido en Harper’s Magazine, en agosto de 2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.
Septología, Jon Fosse, traducción de C. Gómez Baggethun, Seix Barral/De Conatus, 2023, 792 páginas, $22.900.