Esther Kinsky: una mirada errante

Con más de un elemento que la emparenta con Sebald, la escritora alemana se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. Y si bien el material que trabaja en sus tres novelas (River, Arboleda y Rombo) es evidentemente autobiográfico, no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Por el contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico.

por Hernán Ronsino I 1 Abril 2024

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Esther Kinsky es una de las escritoras alemanas contemporáneas más destacadas y reconocidas. Su escritura no se teje sobre el espectáculo de sí misma, ni narra la inmediatez del presente, sino que elabora un tiempo y una poética que toma distancia de la urgencia del instante. Kinsky construye en sus novelas tramas complejas, morosas, que traen ecos de Sebald, por ejemplo, de una tradición que pone el trabajo con la lengua en una centralidad conmovedora.

En la lectura de Arboleda, River y Rombo, esta última su más reciente novela, se van trazando las continuidades de una obra; es decir, se puede contemplar el mapa de un recorrido. La idea de recorrido en la escritura de Kinsky no es casual. Diría que incluso la atraviesa. Un recorrido por paisajes marginales, desconocidos o visitados en otra época. Una narradora vuelve o descubre un lugar y comienza a habitarlo desplegando una sensibilidad que se concentra en el detalle, en los pequeños movimientos del día, en la luz o en el recuerdo. La idea que puede condensar esta búsqueda es, como dice la misma autora, la de zona fronteriza. Una escritura que habita la frontera.

En la frontera

River es la historia de una mujer que comienza una nueva vida en un suburbio de Londres. Elige un lugar que no remite a nada de su pasado, que desconoce por completo y reconstruye, desde allí, la relación que ha tenido con los ríos de su infancia y con los ríos de su vida. Traduzco un fragmento: “¿Cuáles eran mis recuerdos de los ríos, ahora que vivía en una isla cuyos pensamientos se dirigían hacia el mar, donde los ríos parecían poco profundos y bonitos, perceptibles solo cuando se deshilachaban en llanuras, o cortaban profundos canales mientras fluían hacia el mar?”.

En cada capítulo de la novela se evoca un río. Y, a modo de síntesis, irrumpe también la técnica de la fotografía. Un paisaje capturado que no necesariamente refleja lo que se narra. Es otra cosa. Es probable que de allí, y no solo por las fotos, venga la conexión con la búsqueda de Sebald. Pero también podría pensarse una relación con la escritura del argentino Sergio Chejfec. Hay un capítulo de River que es una larga caminata junto al río Lea (las caminatas son centrales en esa idea de recorrido del paisaje en Kinsky: caminata, evocación y captura del paisaje a través de la foto), la narradora documenta, retrata, por momentos se quiebra la distancia con los otros; todo eso trae el recuerdo de Mis dos mundos, por ejemplo, esa caminata que despliega Chejfec por un parque en Brasil y a partir de la caminata se disparan percepción y memoria, formas de la narración que construyen un ida y vuelta entre quien camina y el territorio caminado.

Lo mismo pasa en la escritura de Kinsky. Una contemplación reflexiva que se prolonga como modo narrativo de libro en libro. En la siguiente novela, Arboleda, el escenario es Italia. La idea de un recorrido por un territorio nuevo es parecida a la de River. Salirse de uno para encontrar en ese intervalo del viaje un destello novedoso.

Rombo, por su parte, mantiene el escenario, Italia, pero ahora la narración es construida de un modo distinto a las anteriores. Porque son las voces y los testimonios de otros los que articulan el relato a partir del terremoto ocurrido en Friuli, en mayo y septiembre de 1976. Un terremoto devastador, que se ensañó dos veces en el mismo año con una zona del norte de Italia, dejando más de mil muertos y enormes daños materiales. Siete voces que Kinsky reconstruye van tejiendo la historia que pone en el centro la pérdida, la destrucción de un lugar y la imposibilidad de volver a afianzar una identidad en un territorio que ya no será como era.

El mecanismo narrativo de Kinsky se constituye al estar en la frontera; estar en la frontera a partir de un cimbronazo: el exilio en River, el duelo en Arboleda o un terremoto en Rombo. Así se dispara la búsqueda. Dice Kinsky: “Me vino a la memoria el concepto de zona fronteriza, pues en aquella zona el tiempo transcurría de otro modo y regían otras leyes”.

La escritura de Kinsky (…) se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico.

Los vivos y los muertos

En las iglesias rumanas hay dos lugares para las velas. En uno están las velas para los vivos, en otro para los muertos. En uno está la esperanza, en otro el recuerdo. Kinsky comienza Arboleda a partir de esa evocación y así traza una línea fronteriza entre la tierra de los vii y la isla de los morti. Lo que le interesa es pensar en ese pasaje.

La narradora entonces hace un viaje, sola, por Italia. Había planeado y fantaseado hacer ese viaje con su pareja, pero M. muere y la narradora de todos modos decide dos meses después llevarlo a cabo. Es el mismo recorrido que habían pensado juntos. Ahora es un viaje solitario para enfrentar un duelo habitando pequeños pueblos interiores de Italia.

Arboleda está compuesta como un tríptico. Cada una de las partes lleva el nombre del pequeño pueblo en Italia que se explora: Olevano, Chiavenna y Comacchio. Pueblos que ocupan zonas distintas. Cuando la narradora llega a Olevano Romano, en el centro de la península, convive también en esa frontera que traza entre los vii y los morti. Entre la colina donde está el pueblo y la colina donde se ve, permanentemente, el cementerio, allí sucede el deambular del duelo. La mirada en esta parte inicial roza el objetivismo: hay una narradora atravesada por el dolor, que apenas nombra la pérdida y que se detiene en el afuera: muros, caminos, vegetación. Dice Kinsky: “La ausencia es impensable mientras haya presencia”. En Chiavenna, ubicada en la Lombardía, en cambio, la narración opera como evocación y la centralidad la tiene el padre de la narradora. Reconstruye así los viajes que hacía en su infancia por Italia. En Comacchio, un pueblo a orillas del Adriático, regresa al presente y es aquí donde la figura de M. sale de ese silencio largo y comienza a ocupar un poco más de espacio. Comienza a ser nombrado desde esa misteriosa inicial. Solamente como letra M. Y es también donde la reflexión sobre el duelo y la muerte sale de la frialdad y la quietud que prevalece en Olevano.

La escritura de Kinsky, de todos modos, se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico. Comprender, en ese viaje, el lenguaje cifrado de una arboleda, tal como dice Wittgenstein en la cita que abre el libro, es uno de los desafíos: “¿Tiene sentido señalar una arboleda y preguntar si se comprende lo que dice un grupo de árboles? En general, no. Pero ¿no podríamos expresar un sentido ordenándolos de determinada manera? ¿No podría ese orden ser un lenguaje cifrado?”.

Y casi al final de Arboleda leemos: “Había aprendido a marcharme, a borrar huellas, a guardar lo acumulado y recolectado, a establecer en la memoria una imagen de espacios interiores que nunca llegaría a imprimirse. Lo que acabará asentándose en el recuerdo es algo que nunca se sabe por adelantado, algo que se sustrae a todo propósito”. En este fragmento se puede leer también la famosa tensión planteada por Proust entre memoria voluntaria y memoria involuntaria. La memoria voluntaria operaría en forma mecánica, burocrática, como un álbum de fotos que muestra una y otra vez, insistente, el mismo recuerdo. En cambio, como se sabe, la memoria involuntaria irrumpe inesperadamente, sustrayéndose a todo propósito. Esa es la forma que despliega Kinsky en su escritura. Recoge para dejar sedimentar y que brote, así, lo inesperado. Pero para que eso suceda debe existir un paisaje a recorrer, un camino a transitar, y una mirada dispuesta a dejarse llevar. Como dice el verso de Charles Olson: “Tu ojo, el errante, ve más”. Kinsky utiliza ese verso para abrir su novela River. Pero podría ser también una buena condensación estética de toda su obra.

 


Arboleda, Esther Kinsky, Periférica, 2021, 336 páginas, $32.410.


Rombo, Esther Kinsky, Periférica, 2023, 256 páginas, 31.920.

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