Hace una década que el primer autor colombiano que obtiene el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas vive retirado en una cabaña frente al embalse de Guatapé, en Antioquía, desde donde reflexiona sobre su silenciosa trayectoria que suma lectores y reconocimientos, con novelas como Primero estaba el mar y La luz difícil. El martes 21 de octubre su editora recibirá en su nombre el galardón en el Palacio Pereira, en Santiago.
por Javier García Bustos I 16 Octubre 2025
Lector atento de poesía, instruido en el budismo, Tomás González ha practicado por varias décadas la meditación. Sus versos, como su narrativa, son concentrados episodios de realidad que reflexionan y colocan en evidencia la precariedad de la existencia humana. Nacido en Medellín en 1950, es autor de una veintena de novelas y relatos, generalmente estructurados en capítulos breves. A lo largo de cuatro décadas ha construido una obra que apunta a las fracturas de la sociedad, explora los límites de los afectos y las consecuencias de nuestros actos. Sus libros están traducidos al inglés, francés, alemán e italiano, entre otros idiomas.
“El tono de González es muy propio, lo mismo el ritmo sereno de sus narraciones, y esas imágenes tan precisas donde conviven, en rara armonía, el dolor y la plenitud”, ha dicho Alejandro Zambra del autor colombiano.
La crueldad y el fin de la utopía están presentes en la novela Primero estaba el mar (1983); en Para antes del olvido (1987) habla de la tragedia del amor y la memoria; en Abraham entre bandidos (2010) aborda la violencia de su país; en La luz difícil (2011) explora el tema de la eutanasia, y en Temporal (2013) piensa en el lugar que ocupa el patriarcado en medio de una travesía en alta mar. Además, es autor de un libro de poemas que no concluye, Manglares, volumen que en cada nueva edición es modificado.
Desde su retiro voluntario, González explica: “Un libro me ha llevado a otro y después a otro, y de pronto, luego de años de escritura y mirando el conjunto, se ve que cubre una época y tal vez tres generaciones, pero no fue por diseño sino de manera… digamos natural, casi como crece una planta”.
En agosto pasado, el jurado que le otorgó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2025 —antes otorgado a autores como Rubem Fonseca, María Moreno, Juan Villoro, Ricardo Piglia y Margo Glantz— aseguró que “desde que publicara su primer libro, hace más de 40 años, su trabajo ha indagado en la naturaleza, los afectos y la vida íntima de hombres y mujeres comunes para hilar, con transparencia y profundidad, historias inolvidables”.
El acta del jurado, conformado por Mariana Enriquez, Pilar Quintana, Camila Fabbri, Diego Zúñiga y Marcelo Mellado, además expuso que “su obra es una de las más sólidas y contundentes de la literatura colombiana contemporánea y un tesoro hasta ahora escondido de las letras hispanoamericanas”.
El Ministerio de las Culturas informó que la ceremonia de entrega del Premio Manuel Rojas será el martes 21 de octubre, en el Palacio Pereira, en Santiago. Tomás González no viajará a recibir el galardón por problemas de salud. En su representación, lo recogerá su editora Carolina López.
Tomás González fue el penúltimo de ocho hermanos de una familia paisa. Estudió algunos años la carrera de filosofía en Colombia. A comienzos de los 70 vivió en Francia y a inicios de los 80 emigró a Miami, donde por las tardes arreglaba bicicletas en un taller. Por las mañanas escribía.
A los pocos años de llegar a Estados Unidos, se instaló en Nueva York, donde ejerció labores editoriales de traducción y corrección. Pero los traslados se detuvieron: tras los atentados del 11 S en 2001 y el complicado estado de salud de su mujer, Dora, afectada de una enfermedad neurodegenerativa (falleció en 2014), regresó a Colombia y se retiró a vivir lejos de la ciudad.
¿Cómo es su vida en una cabaña junto al embalse de Guatapé, en Antioquía?
Hace 10 años vivo en una casa de madera frente al embalse, que es como un mar en miniatura, un pequeñísimo mar. Nos trajo la belleza del sitio. Hasta hace muy poco tuvimos, además, y durante casi cuatro años, una casabote en la que salíamos Marta Inés (su compañera) y yo a recorrerlo y nos quedábamos varios días en las bahías más alejadas y selváticas, donde ya no se siente el bullicio de la parte turística y el silencio es total, a no ser por el chillido del martín pescador o el de los gavilanes durante el día y el canto de los búhos por las noches.
¿Y se complementa con la escritura?
Salíamos a pescar el almuerzo muy temprano en la mañana y también pescábamos al final del día. A veces pasaban hasta 15 días sin que oyéramos más voces humanas que las nuestras… La casabote la vendí el mes pasado porque me estaba quitando un tiempo que prefiero dedicar al proyecto de escritura en que estoy trabajando. Para concentrarme.
Una vez señaló que de joven leía a Nicanor Parra. ¿Ha leído a otros autores chilenos?
Leí mucho a Pablo Neruda y lo oí, además, pues tenía el disco con sus Odas elementales y me sabía de memoria sus poemas. Trataba de imitarlo, pero era como tratar de imitar la voz de Bob Dylan. Yo era joven. También leí a Nicanor y a Violeta Parra, buenísimos poetas los dos. Leí El lugar sin límites, de José Donoso, que tiene uno de los títulos más bellos de novela que existen. Y hace muy poco, por casualidad, me encontré una frase de Raúl Zurita: “Todos somos arroyos de una sola agua”. Es lo único que he leído de él. En una sola frase ya está contenido todo. Lo de él y lo de todos y lo de todo.
Manglares es un libro que usted ha ido modificando con los años. ¿Por qué ese deseo, esa necesidad, esa labor de ampliar, modificar, reescribir?
La primera versión la publiqué en una editorial universitaria, treinta y pico de poemas, un folletico. Entonces sentí lástima de que se me hubiera terminado y pensé que no había ninguna ley que prohibiera modificar libros publicados y seguí trabajando en él. Y me di cuenta de que en realidad no estaba terminado: con una palabra de más allí, una coma de menos aquí, un poema nuevo de vez en cuando, o uno menos, el libro podría quedar mucho mejor. Publiqué otras dos versiones en editoriales comerciales con intervalos de varios años. Y le fui agarrando el gusto al hecho de que esos poemas fueran, en realidad, interminables. En mi caso un solo libro de poemas bastaba y sobraba, y más uno con estas características. Decidí que el libro me iba a acompañar toda la vida y que sus poemas cambiarían a medida que yo mismo cambiara, y que iba a ser de esa forma una especie de autobiografía. Le tengo el cariño que se le tiene a un texto en borrador.
Su obra de ficción no deja de tener un sustrato biográfico. ¿Qué reflexión le surge al respecto?
La verdad y la realidad son inasibles como peces. Cuando alguna cosa ocurre, un acontecimiento, casi de inmediato las circunstancias se empiezan a confundir y a borrar. De lo que realmente le pasó a mi hermano Juan en el Golfo de Urabá ya nadie sabe nada. De lo que pasó realmente, quiero decir. Del hecho solo va quedando lo que escribí en Primero estaba el mar, y si la novela contiene más verdad que la realidad es solo porque es lo único que va quedando y lo único que va a quedar durante algunos años tal vez, dos años, veinte, doscientos, un rato corto, en cualquier caso, antes de que la novela, como todo, también desaparezca. La ficción da una permanencia que no tiene la realidad. O una ilusión de permanencia, debería decir, pues se cierra el libro y de inmediato la historia se empieza a modificar en la memoria y en la subjetividad del lector.
En general la narrativa colombiana es más desbordante y descriptiva. ¿Cómo ve usted esta aparente dicotomía con la tradición literaria de su país?
Lo único que yo podría decir sobre esto, pues no soy académico, es que la influencia más grande de un colombiano me llegó de García Márquez. Y en mi caso no fue tanto por la textura y el estilo como por la visión de fondo. Esa concepción filosófica aparece con mucha fuerza en la última frase de Cien años de soledad: “Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la Tierra”. Allí está ese espíritu trágico que señala el final de la humanidad y que para mí está en el destino de los seres humanos y en el de todo lo que existe. El sol, el mar, la luna, las moscas, las estrellas… Todo aquello que se puede nombrar lleva ya en sí mismo el germen de su disolución. Si yo pudiera mantener en cada instante de la escritura la conciencia sobre este hecho irrefutable, lograría la mayor profundidad posible en el arte de escribir.
Imagen de portada: Gentileza del autor.
La luz difícil, Tomás González, Sexto Piso, 152 páginas, $21.000.