Vivir el código

¿Por qué Hemingway escribió mejores cuentos que novelas? ¿Por qué él mismo, a la hora de decir cuáles eran sus trabajos preferidos, se refería a “Las nieves del Kilimanjaro”, “Un lugar limpio” o “Colinas como elefantes blancos”? O quizá sea mejor preguntarse ¿por qué es el mejor cuentista del siglo XX? Estas son las interrogantes que subyacen al ensayo de Ricardo Piglia que reproducimos a continuación y que forma parte del libro Escritores norteamericanos, publicado recientemente por Ediciones UDP.

por Ricardo Piglia I 23 Marzo 2018

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Un atardecer de julio de 1918, en Fossalta di Piave, sobre la izquierda de la avanzada italiana en territorio austría­co, un camillero norteamericano recibió una lluvia de ace­ro cuando un obús Minenwefer casi le estalló en la cara. Yo morí entonces, dijo. Contra él estaban las piernas atrozmente mutiladas, casi separadas del cuerpo, de los tres sol­dados italianos de su destacamento. Dos de ellos, muertos. El tercero apretaba los dientes y aullaba. El camillero consiguió incorporarse y empezó a arrastrar al soldado hacia las trincheras. Un reflector austríaco lo sorprendió a mi­tad de camino. Una ametralladora empezó a tirar desde la oscuridad y el camillero se aplastó contra el piso, pero las balas lo alcanzaron en un pie y en la rodilla izquierda. Me incliné hacia adelante y me busqué la rodilla tanteando con la mano. Mi rodilla no estaba allí. Mi mano siguió buscan­do y encontró la rodilla en la tibia. Cuando consiguió lle­gar hasta el hospital de campaña, con el italiano colgando de la espalda, le arrancaron, sólo de su pierna derecha, 237 fragmentos de acero. El italiano estaba muerto.

Esa noche –contó después–, yo descubrí que solo se pue­de morir una vez, y el que muere este año está libre de morir el siguiente. Bajó un poco la cabeza, se limpió el sudor con la manga y cuando destapó los ojos, estaba sonriendo: Por eso hay que ser cuidadoso; lo mejor es un balazo en la boca. Un balazo en la boca es infalible.

El camillero norteamericano se llamaba Ernest Heming­way, tenía 19 años y acababa de descubrir el código: un modo de vivir probándose, peleando contra el miedo. El mundo nos hiere a todos, pero algunos aguantan y se fortale­cen en los lugares vulnerables.

Los personajes de Hemingway están en­frentados con su propia máscara, viven el esfuerzo por re­encontrar la realidad que se ha extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros compartimos fugazmente esas encrucijadas: como alguien que cruzara frente a una ven­tana y sorprendiese la forma de alguna cara, fragmentos de un diálogo que se va apagando mientras nos alejamos.

Endurecerse es un oficio como cualquier otro: hay que ensayarlo y aprenderlo. Es arduo pero vale la pena: elegir un papel es quedar oculto, cobijarse en los gestos vacíos. Los hombres de Hemingway son lo que hacen: si consi­guen disimular el miedo, ese mismo acto los definirá para siempre. Ser un valiente o parecerlo: en el fondo es lo mis­mo cuando se trata de sobrevivir.

Todo su estilo, despojado y sutil, está construido para reproducir esa ambigüedad: un hombre regresa o está por lanzarse a la acción. Hemingway lo congela, lo inmoviliza en ese tiempo muerto. Pescando como en “El gran río de los dos corazones”, mirando vivir a la gente como el cabo Krebs en “El regreso del soldado”, tirado en la cama, bo­rracho y dopado como el William Campbell de “Carrera de persecución”: los personajes de Hemingway están en­frentados con su propia máscara, viven el esfuerzo por re­encontrar la realidad que se ha extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros compartimos fugazmente esas encrucijadas: como alguien que cruzara frente a una ven­tana y sorprendiese la forma de alguna cara, fragmentos de un diálogo que se va apagando mientras nos alejamos. Nos queda la sensación de haber presenciado una comedia trunca: con esos datos leves y ambiguos tenemos que re­producir el resto de la historia, la calidad de esos destinos.

Ese tiempo de espera, cargado de presagios y de recuer­dos muertos, ese presente que por un momento coinci­dió con el nuestro, es la única anécdota que Hemingway ha querido narrarnos: por eso sus mejores creaciones son cuentos, una breve y dinámica percepción de la realidad, llena de matices y sentidos ocultos, envuelta en un estilo riguroso y tenso que reproduce el espesor del mundo.

Veinte años después de la retirada del Piave, la aventura de Hemingway ha terminado: está en España, aún no ha rozado la cúspide de su fama, pero ya ha dado lo mejor de sí mismo: ha inventado un estilo, un nuevo modo de en­tender la realidad. Es el mejor cuentista del siglo XX, está muerto y lo sabe.

A partir de allí, en los otros veinte años de su vida, se distrajo siendo más famoso que sus libros: con el truco inteligente de El viejo y el mar (pálida versión del formi­dable “After the Storm”) ha conseguido el Premio No­bel y la gloria. En 1938 reúne todos sus cuentos en el volumen The First Forty-Nine Stories; en el prólogo dice preferir algunos: “La breve vida feliz de Francis Macom­ber”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “La luz del mundo”, “Algo que vos nunca serás”, “Un lugar limpio y bien ilu­minado”, “Colinas como elefantes blancos”, “Carrera de persecución”. Está dictando su testamento. Nunca más volverá a escribir nada de ese valor; seguirá representan­do, viviendo en el código: la guerra, Marlene Dietrich, los elefantes, los daiquiris con Fidel en el Floridita. Con seguridad se distrajo más talentosamente que nadie, pero en el medio del pecho se le agazapaba la tristeza: Desde chico me gustó pescar y cazar. Si no hubiera perdido tanto tiempo habría escrito mucho más. Pero quizás me hubiera pegado un tiro.

Tal vez lo recordó, cargando el fusil Springfield para los búfalos, mientras el sol iba saliendo de a poco entre las colinas de Ketchum, alumbrando los montes y sus ojos gastados.

Un balazo en la boca es infalible, había dicho.

Se mató cuando ya no pudo soportar el código: De qué sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede hacer el amor. Pero se mató según el código: recuperó lo mejor de su es­tilo (pudoroso y viril) para terminar austeramente con la vida del más entrañable de sus personajes.

A nosotros, solo nos queda juzgarlo con la moral que él nos propuso.

 

Escritores norteamericanos, Ricardo Piglia, Ediciones UDP, 2018, 75 páginas, $10.000.

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