Tres palabras de Nicanor Parra

por Matías Rivas

por Matías Rivas I 23 Enero 2018

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El editor del poeta, fallecido esta noche a los 103 años, recuerda en este texto cómo eran los encuentros en Las Cruces, donde el humor y la inteligencia se entrecruzaban a la hora de analizar los discursos, la poesía, el habla coloquial y los detalles de la vida cotidiana a los que Parra siempre prestó especial atención. “Su poesía -escribe Rivas- solo considera al lenguaje cuando está despojado de florituras y se presenta libre, suelto, atendible por el oído; o sea, cuando es plausible de ser escuchado claramente por cualquiera y mostrar, así, la voz de un sujeto imaginable tras los versos”.

por matías rivas

He compartido con Nicanor Parra algunas tardes en su casa en Las Cruces, muchas veces junto a Alejandro Zambra, a propósito de la publicación del libro Lear rey & mendigo. Conversamos –en esos encuentros– de los diversos temas que salían al ruedo, eso sí, sin demasiadas preguntas, ya que Nicanor las considera –con cierta razón– interrupcio­nes que obstaculizan el flujo del habla.

Parra enhebra prodigiosamente el diálogo, acompañando sus palabras con una especial acentuación y con gestos pro­pios de un actor de fuste. Su ladino sentido del humor, su desparpajo y su cultura, se mezclan con envidiable natura­lidad en lo que asevera. Especulamos, en varias ocasiones y con entusiasmo, con la idea de realizar un volumen que contuviera todos los chistes de Don Otto que tanto le inte­resan. En una ocasión oí responderle a un periodista agu­jón, que le sugirió eliminar los pinos que animan su vista al mar, que jamás los cortaría porque tenía presente los versos célebres de Paul Valéry que dan comienzo al poema “El ce­menterio marino”.

Nicanor Parra es un maestro a la hora de hacer verónicas: las hace, sobre todo, con sus frases agudas, con sus repentinos cambios en el diálogo o con su indiferencia chillaneja. De ahí su boca cerrada ante las cámaras cuando lo persiguen para homenajearlo, así como su actitud franca y sagaz ante sus interlocutores, por muy poderosos o miserables que sean.

Tres son las palabras que Nicanor Parra dejó clavadas en mi cabeza. La primera es “plausible”, que para él es clave a la hora de analizar un discurso, de escuchar un poema o de especular sobre lo cotidiano o lo patafísico. Plausible es lo verosímil, lo que suena a habitual aunque sea algo extraño, lo que creemos posible. Se trata de una palabra resistente, pero que encierra en el caso de Parra mucho más que un puñado de significados. Es una posición vital: su poesía solo considera al lenguaje cuando está despojado de florituras y se presenta libre, suelto, atendible por el oído; o sea, cuando es plausible de ser escuchado claramente por cualquiera y mostrar, así, la voz de un sujeto imaginable tras los versos.

Entonces, me atrevo a señalar que Parra mira y escucha la realidad desde la perspectiva de lo plausible, con absoluto desdén por lo improbable o lo fantástico.

La segunda palabra está vinculada a un poema de Antonin Artaud que comienza con el enfático verso: “Toda la poesía es una basura”. Este verso, traducido por Parra, dice aun con más fuerza: “Toda poesía es una mierda”. La palabra mierda –en este caso– está cargada de sentido hasta el ex­tremo de convertirse en un gesto similar al de Alfred Jarry cuando la utiliza en el comienzo de su obra Ubu rey para sacudir al teatro de comienzos del siglo XX del letargo y la afectación que lo consumían. El interés de Parra en este poema de Artaud radica, por lo tanto, en la forma tajante de rechazo hacia aquella cultura de viejucas de salón que trata de imponerse desde el pedestal de la ignorancia, dándoles las espaldas a la vida y sus oscuridades, a las bajezas que nos incumben a todos por igual. En definitiva, “mierda” es, fi­guradamente, una palabra revolucionaria y recurrente, que comprende una forma de enfrentar el mundo sin remilgos y sin impostura.

Por último, recuerdo con una sonrisa levemente cínica que aprendí de Parra, sin que él me lo enseñara directa­mente, que en las discusiones acaloradas, en los encuen­tros desastrosos y en los momentos de nerviosismo inútil, había que librarse de la pesadumbre por medio de una verónica. Esta palabra hace alusión a la elegante pirueta del torero cuando lo embiste la bestia y él la deja pasar con un movimiento sutil que descoloca al bruto y permite salir del peligro al artista. Nicanor Parra es un maestro a la hora de hacer verónicas: las hace, sobre todo, con sus frases agudas, con sus repentinos cambios en el diálogo o con su indiferencia chillaneja. De ahí su boca cerrada ante las cámaras cuando lo persiguen para homenajearlo, así como su actitud franca y sagaz ante sus interlocutores, por muy poderosos o miserables que sean. Tras la filosofía de la verónica, seguro que se esconde un afán por buscar la distancia precisa para poder escuchar y sobrevivir, fra­guando los poemas más salvajes y conmovedores escritos en Chile desde hace más de 50 años.

 

Este texto aparece en el libro Interrupciones. Diario de lecturas (Hueders, 2016).

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