Casi siempre con muletas, muchas veces con el rostro hinchado y enrojecido por el lupus, desde los 25 años la gran escritora del sur estadounidense salió en pocas ocasiones de la granja que administraba su madre. Se despertaba con el canto del gallo e iba a misa; volvía a casa y trabajaba entre las nueve y el mediodía frente a su máquina de escribir; antes de dormir, leía sagradamente a Tomás de Aquino. Incomprendida todavía, ya sea por católica o por ser considerada racista, su obra posee una cualidad inusual: busca el misterio y la gracia a través de historias extrañas, graciosas, aterradoras y crueles, de esa crueldad que requiere atreverse a explorar lo humano y lo que esta más allá de nosotros.
por Sebastián Duarte Rojas I 8 Agosto 2025
Al momento de su centenario, Flannery O’Connor sigue siendo una figura incómoda: una escritora decididamente católica, pero cuya obra es demasiado brutal y misteriosa para ser reducida a cualquier interpretación dogmática; a un tiempo trágica y cómica, graciosa no (solo) por su capacidad de hacer reír, sino por su búsqueda desvergonzada de la gracia divina; una autora que entró al canon de manera póstuma, pero que sufre intentos de cancelación en su país, mientras para los lectores hispanohablantes permanece como la menos conocida entre quienes definieron el gótico sureño estadounidense, a diferencia del totémico e ineludible William Faulkner, o de Carson McCullers, con quien O’Connor tiene tanto en común que es probable que por eso ambas hablaran mal de la obra de la otra.
En los últimos años ha tenido varios resurgimientos: la publicación en 2024 de los fragmentos conservados de su tercera novela, ¿Por qué se amotinan las gentes?, de la que en vida había puesto en circulación apenas unas páginas como adelanto; el estreno de la biopic Wildcat, dirigida y coescrita por Ethan Hawke, quien intentó mezclar la vida de la autora con sus cuentos; o la película Ficción estadounidense, de Cord Jefferson, en cuya escena de apertura el protagonista, un escritor negro interpretado por Jeffrey Wright, está dando un curso universitario sobre literatura del sur de EE.UU. y una estudiante blanca se indigna por ver en la pizarra el título del cuento “El negro artificial”, que en inglés se escribe con la innombrable N-word.
Para lo que más se habla de O’Connor en la actualidad es para acusarla de racista. Como una escritora blanca de un contexto definido por la segregación y el racismo, es cierto que en su vida personal encontramos argumentos para inculparla si es de lo que andamos en busca, pero también tiene momentos que enlodan esa afirmación, sobre todo en su obra, que es lo que debiera importarnos. En cuanto a la abundante presencia de aquel peyorativo en su narrativa, ese alegato se le hizo en vida, como cuando publicó por primera vez “El negro artificial” y un editor quiso cambiar esa expresión por una políticamente correcta, pero como ella explicó más tarde: “La gente sobre la que escribía jamás habría utilizado otra palabra”. Ese cuento, además, es una aguda exploración acerca de cómo se enseña el racismo y su germen en la ignorancia, el miedo y la vergüenza —en su libro El origen de los otros, Toni Morrison lo usa para analizar la construcción de la otredad— y, como dijo la propia O’Connor y lo muestra esa escena de Ficción estadounidense, “hiere mucho más la sensibilidad de los blancos que la de los negros”.
Si seguimos retrocediendo, nos encontramos con las cartas inéditas compiladas en Lo bueno llega de Nazaret (2019), aparecido solo meses después del excelente documental Flannery, de Mark Bosco y Elizabeth Coffman; el íntimo y breve Diario de oración (2013), un cuaderno temprano en que anotaba sus rezos y le pedía a Dios la fuerza para escribir como deseaba hacerlo, y Tiras cómicas (2012), que rescata las ilustraciones que O’Connor hacía en la universidad, donde ya mostraba su habilidad para la caricatura y el oscuro sentido del humor que caracterizarían su obra. Entonces llegamos a la biografía escrita por Brad Gooch (2009), un libro que, además de dar cuenta acuciosa de la vida de la autora y los diversos guiños que podemos encontrar en sus textos, muestra que Gooch es lo que todo buen biógrafo de escritor debiera ser: un gran lector e intérprete de su protagonista.
Como se indica al final de aquella biografía, un punto crucial en la consagración de O’Connor en su país fue la aparición de sus Collected Works (1988) “en la colección Library of America como la primera escritora de posguerra”, poco antes de lo cual se habían publicado The Presense of Grace (1983), con sus críticas de libros, sobre todo de teología; El hábito de ser (1979), su primer epistolario, publicado el mismo año en que John Huston estrenó su gran versión cinematográfica de Sangre sabia; Cuentos completos (1971), que recibió el National Book Award, premio que raramente se entrega a un libro póstumo —en la ceremonia, Robert Giroux, su editor desde su primera novela, tuvo que defenderla de un escritor que cuestionó su calidad porque “era tan católica”, ante lo que él respondió: “No es posible encasillarla. Esa es la cuestión. (…) Si estuviera aquí te abriría los ojos. Te dejaría impresionado”—, y Misterio y maneras (1969), con charlas y ensayos desde su perspectiva de autora de creencia religiosa y situada en su contexto.
Pero su primera publicación póstuma fue una que ella misma alcanzó a dejar armada: Todo lo que asciende tiene que converger (1965), su segunda compilación de cuentos, fue su primer libro con una respuesta crítica transversalmente positiva, aunque, como escribe Gooch, “parte de la fascinación era la tragedia”. Solo ocho meses antes, el 3 de agosto de 1964, a los 39 años, O’Connor había recibido la mordida final del lobo rojo, el lupus, enfermedad autoinmune que la acechó toda la vida. Pero durante esas últimas semanas, entre salas de hospital y “Andalusia” —la hacienda en que vivía con su madre, Regina, que la sobreviviría hasta llegar a los 99—, se dedicó a la escritura de ese ejemplo perfecto del gótico sureño que es “La espalda de Parker”, y a corregir “El día del juicio final” y “Revelación”, dos historias que abordan el tema racial. “En cuanto la enfermera salió de la habitación —contó la escritora Caroline Gordon, que fue su amiga y mentora—, Flannery sacó un cuaderno de debajo de la almohada. ‘El médico dice que no debo trabajar, pero que no hay problema si escribo un poco de ficción’. Hizo una pausa para sonreírnos”.
El cuento que le da título al volumen —título que a su vez es una cita del teólogo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, que influyó mucho en el pensamiento de O’Connor—, refleja la importancia que tuvo el contexto de cambios en torno a los derechos civiles para este libro, ya que se ambienta en un autobús luego del fin de la segregación de asientos y enfrenta a una madre racista con su hijo de opiniones progresistas (aunque en verdad no conozca a nadie de otra etnia), hasta culminar tras una interacción con otra madre e hijo negros que choquea a la madre blanca. “Pero la O’Connor esencial no se trata en absoluto sobre la raza, que es lo que la hace tan refrescante, pese a venir, como lo hace, de una cultura tan racial —dice Alice Walker en In Search of Our Mothers’ Gardens, donde también comenta lo que valora de su representación racial—. Si se puede decir que ‘se trata’ de algo, ‘se trata’ de profetas y profecías, ‘se trata’ de revelaciones y ‘se trata’ del impacto de la gracia sobrenatural sobre seres humanos que no tienen opción alguna de crecimiento espiritual sin ella”.
De profetas y profecías habla su segunda novela, Los violentos lo arrebatan (1960), lo que explica, aunque no justifica, que la primera versión que circuló en español simplificara el título como Los profetas, en lugar de usar la enigmática pero precisa frase bíblica escogida por la autora. Cuenta la historia de Francis Marion Tarwater, un adolescente que fue criado por su tío abuelo fanático autoproclamado profeta y que, tras la muerte del anciano, intenta inútilmente desobedecer las órdenes que le dejó. Esta novela hace evidente el sentido trágico de O’Connor, que se acerca al de los griegos, con personajes que provocan, sin querer, el cumplimiento de su destino, y una divinidad que se manifiesta de manera a veces grotesca y horrorosamente tangible; pero esa fatalidad convive con su ojo de caricaturista cómica, que en este libro elige como víctima al tío del protagonista, el que esgrime el discurso de la razón y la educación contra el fanatismo religioso del tío abuelo.
Los profetas y el destino tragicómico también están en el centro de uno de sus relatos más conocidos y que da título a su libro Un hombre bueno es difícil de encontrar (1955), el volumen que la instaló en la escena literaria estadounidense. Este cuento fue el primero en que sin duda accedió al misterio y la gracia, dos conceptos con que definió lo que buscaba en su obra. En él, una anciana echa a andar una cadena de sucesos que la ponen frente al Desequilibrado, un asesino serial que escapó de la cárcel con dos secuaces, tras lo que la mujer ve cómo se llevan a su hijo, su nuera y sus nietos para matarlos, pero cuando el líder —un profeta despiadado, claro ancestro del juez Holden de Cormac McCarthy— le apunta su pistola, la mujer tiene la gran revelación de su vida y le toma las manos para decirle: “¡Eres uno de mis hijos!”, tras lo que recibe la bala sonriendo. Cuando uno de sus compañeros se burla de ella, el Desequilibrado lo calla y le dice: “Habría sido una buena mujer (…) si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida”.
Pero su primer libro, Sangre sabia (1952), tuvo una recepción muy distinta. Como lo resumió Giroux: “Me quedé más decepcionado que ella con las críticas. Todas reconocían su fuerza, pero no la entendían”. Esta novela difícil de digerir cuenta la historia de Hazel Motes, un joven que fue criado para ser predicador, pero ahora, tras ver los horrores de la guerra, reniega de esas creencias y, luego de llegar a una ciudad desconocida y buscar un prostíbulo para empezar a romper las reglas con que lo educaron, se pone a predicar sobre el capó de su auto una Iglesia Sin Cristo, “en la cual los ciegos no ven y los lisiados no andan y lo que está muerto, muerto se queda”, porque aunque haga todo lo posible por alejarse de Dios, parece destinado a predicar y convertirse en un santo. Un momento que redefinió este libro, que tuvo un largo y arduo proceso de escritura, fue su primer encuentro con Edipo rey, de Sófocles, lo que explica la escena en que el protagonista se arroja ácido a los ojos tras tener su epifanía.
Aunque lo que más marcó no solo la escritura de esta novela, sino toda la obra de O’Connor, fue el lupus y, en consecuencia, el regreso a vivir con Regina en la Georgia rural. Debido a que tuvo que pasar la mayor parte de su vida con su madre, esta relación intensa y compleja fue determinante; ambas compartían un carácter fuerte, por lo que solían chocar, pero la autora sabía que necesitaba a su mamá. Como cita Gooch del diario de Maryat Lee, dramaturga y directora teatral amiga de O’Connor: “Regina era su cruz. Ella era la cruz de Regina. Funcionaba. Las dos disfrutaban de vez en cuando de la sensación de bienestar que eso les producía”. Por eso hay claros visos de Regina en varios personajes de O’Connor, sobre todo en esas madres que pueblan sus cuentos y que en muchos casos deben vivir con una hija o hijo mayor de edad, usualmente por una enfermedad.
Casi siempre con muletas, muchas veces con el rostro hinchado y enrojecido, pérdidas de pelo y dolores, ya sea por su condición o debido al tratamiento con cortisona, durante los últimos 14 años de su vida la escritora salió en pocas ocasiones de esa granja administrada por su madre, pero algún día reconocería: “Mis mejores páginas las he escrito aquí”. Cuando los peores episodios no se lo impidieron, llevó desde su regreso una rutina estricta: se despertaba con el canto del gallo e iba a misa; volvía a casa y trabajaba entre las nueve y el mediodía frente a su máquina de escribir; solía almorzar con Regina y durante las tardes, cuando sentía un gran cansancio, leía o recibía visitas; se acostaba a las nueve de la noche y antes de dormir leía sagradamente unos 20 minutos de Tomás de Aquino, el teólogo del siglo XIII (a O’Connor le gustaba declararse una católica de ese siglo en lugar del XX). Su otra gran pasión fue la crianza de varias decenas de pavos reales —animal que suele aparecer en sus textos y se convirtió en un símbolo de la autora—, entre otras aves domésticas que tenía a su cuidado.
O’Connor no supo que su enfermedad era lupus de parte de los médicos ni de su madre, sino de su amiga Sally Fitzgerald, ya que Regina se lo había ocultado. Además, los doctores habían fallado en el diagnóstico inicial, porque los síntomas del lupus varían mucho y es difícil de detectar. Tuvo que empezar esta vida de médicos y tratamientos cuando, con apenas 25 años, en el tren camino a visitar a su familia por las fiestas, descubrió que era incapaz de levantar los brazos para teclear en la máquina de escribir. Aquella travesía partió desde Connecticut, donde O’Connor había vivido con el matrimonio Fitzgerald mientras escribía Sangre sabia. De hecho, la traducción de Edipo rey que influyó en esta novela fue la de Robert Fitzgerald, y con los años él y su esposa se convertirían en los albaceas de su obra y editores de varios libros póstumos, incluyendo el consagratorio volumen de su obra reunida elaborado por Sally.
Fue el poeta Robert Lowell quien le presentó a los Fitzgerald en Nueva York, adonde O’Connor llegó tras su paso por la colonia de artistas de Yaddo, una etapa que había terminado a causa de Lowell, cuando él la involucró en sus acusaciones contra supuestos comunistas en la época del macartismo. Mientras estuvo en Yaddo, conoció también a la crítica y narradora Elizabeth Hardwick, que al momento de su muerte le escribiría una despedida en The New York Review of Books, y en un ensayo de 1983 afirmaría: “Su obra es la mejor y más devastadora que ha salido del sur [de EE.UU.] en las últimas tres décadas”. Antes de Yaddo, O’Connor había concluido sus estudios de posgrado en el famoso Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa con una tesis que consistía en un libro de cuentos. El último de esos cuentos pasaría a ser el capítulo que abre Sangre sabia, mientras el primero, “El geranio”, que fue también su primer texto aceptado por una revista literaria, se transformaría, luego de una drástica reescritura, en “El día del juicio final”, pieza que cierra sus Cuentos completos.
Eso fue después de que O’Connor se cambiara de programa tras llegar a Iowa para estudiar periodismo; después de que pasara por una universidad para mujeres en Georgia durante la Segunda Guerra Mundial, mientras vivía con su madre y publicaba sus caricaturas cómicas en blanco y negro, firmadas con un monograma que convertía sus iniciales —MFOC, ya que aún usaba el nombre Mary Flannery— en un pájaro; después de que, cuando ella tenía 15 años y no existía el tratamiento que extendió su vida lo suficiente para legarnos su obra, el lobo rojo le hincara los colmillos a su padre, el único familiar que siempre apoyó sus aspiraciones literarias; después de ser una niña que escribía libritos hechos a mano o impresos con ayuda de su papá, en que se reía de sus parientes o contaba historias sobre aves.
“Cualquiera que haya sobrevivido toda su infancia tiene suficiente información sobre la vida para que le dure por el resto de sus días”, diría alguna vez, y un cuento en que depositó buena parte de su propia niñez es “El templo del Espíritu Santo”, en que una niña muy inteligente recibe la visita de dos primas mayores, las que van a la feria ambulante y le cuentan esa noche de un freak show en que una persona intersexual exponía sus genitales. Al día siguiente la niña va a misa y, cuando el cura levanta la custodia con la hostia, en su mente esta se mezcla con la persona del espectáculo: el cuerpo de Cristo y ese cuerpo otro hechos uno.
Esta identificación con los fenómenos, con los anormales, que cruza su obra literaria, ya la sentía la verdadera O’Connor de niña: mucho antes de sus majestuosos pavos reales, solía coleccionar pájaros con alguna rareza, lo que partió desde un evento que marcó su infancia —“fue el punto alto de mi vida. Todo desde entonces ha sido un anticlímax”, dijo en una entrevista; con ironía, por cierto, aunque usó este episodio muchas veces como carta de presentación—, cuando un noticiero envió a un camarógrafo a grabar una de sus gallinas a la que le había enseñado un truco peculiar. En el video de un minuto, que se encuentra en internet con el título “Do You Reverse?”, la vemos por unos segundos con la gallina antes de mostrarla hacer su gracia. “Aquí hay una extraña ave de corral, que camina hacia atrás para avanzar y así poder mirar adónde ha ido”, se lee al inicio.
Seis años antes, el 25 de marzo de 1925, en Savannah, Georgia, pleno sur de EE.UU., nació esa niña que se convertiría en Flannery O’Connor, la escritora que, en busca del misterio a través de las maneras de la vida cotidiana —un misterio que, si vamos más allá de interpretaciones religiosas, es la literatura misma, lo que hace que el relato de una serie de hechos se convierta en otra cosa y nos revele una verdad que sobrepasa la noción tradicional de realismo—, escribiría una obra llena de personajes retorcidos como plantas que buscan la luz incluso sin saberlo; una narrativa compuesta por dos novelas, a las que se les suele atribuir menos valor del que tienen, y 31 cuentos, de los cuales al menos una docena son formidables: extraños, graciosos, aterradores, luminosos, crueles, con esa crueldad que requiere atreverse a explorar lo humano y lo que está más allá de nosotros.
Cuentos completos, Flannery O’Connor, traducción de Marcelo Covián, Celia Filipetto y Vida Ozores, Lumen, 2019, 800 páginas, $28.000.
Novelas, Flannery O’Connor, traducción de Celia Filipetto, Lumen, 2011, 432 páginas, $20.000.
Flannery O’Connor, Brad Gooch, traducción de Aurora Echevarría, Circe, 2010, 488 páginas, $35.510.