Ir adelante sin red, solo

Mala lengua, de Álvaro Bisama, es mucho más que un retrato de Pablo de Rokha. Sus páginas dan cuenta de ideas y de un país, de una poética y de una sociedad, por lo que también es un libro de crítica literaria y de historia de Chile, escrito con conocimiento y afecto por el biografiado y su contexto. Entre las muchas lecturas que pueden tener estas páginas, navegar a través de ellas es un buen ejercicio para moderar fanatismos teóricos (¿texto o vida?) y esa extraña inclinación chilena hacia el monoteísmo poético.

por Soledad Bianchi I 29 Julio 2021

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“Los 4 grandes poetas chilenos [del siglo XX] son tres: Pablo Neruda y Gabriela Mistral”: la variación de esta frase hecha parece basarse en el enunciado de Vicente Huidobro, otro de ellos, por lo demás, quien en Altazor señala: “Los 4 puntos cardinales son tres: el sur y el norte”. ¿Será casual que esta broma deje fuera y tampoco mencione al cuarto poeta, a… Pablo de Rokha? No hay que creer que los otros han sido muy leídos, pero se diría que la obra de De Rokha se distingue todavía menos y que si algo se sabe de él está más relacionado con su vida, su personalidad, sus rabias apoteósicas, los ninguneos que hizo y que recibió, su temperamento.

Más allá de la evidencia de pretender que se le conozca mejor, alguien podría preguntarse: ¿por qué si ya existía el Retrato de mi padre, de Lukó de Rokha, (re)presentar, de nuevo, una imagen de este escritor tan prolífico y, al mismo tiempo, tan ignorado? Es cierto que su hija escribió, con admiración y valentía, una historia familiar y un homenaje a su progenitor, evitando una hagiografía y mostrándolo en claroscuros, sin ocultar sus defectos ni excesos, pero delineando, simultáneamente, a una persona/un personaje entrañable por el amor hacia su esposa y sus hijos, por su franqueza, la lealtad y consecuencia con sus causas, por el apego a sus amigos, entre otros (des)intereses.

Pero, ¿qué mejor que su figura sea vislumbrada, desde la distancia, por alguien que no es su pariente, que no lo conoció ni fue su contemporáneo? En Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, Álvaro Bisama se acerca al escritor de Licantén y, en sus trazos y con sus palabras, plasma un conjunto muy amplio desde la imponente figura del poeta y esta acarrea todo un ámbito, que completa y complementa, sin desdibujarse nunca. Porque confiesa: “Un resumen de su vida no alcanza…”, el cronista escribe un “retrato” que traspasa la apariencia, que es mucho más que un perfil o una silueta, a partir de una infinidad de textos, de los principales: la extensa bibliografía de y sobre De Rokha, y con el aderezo de sus propios aportes como narrador, estudioso de la literatura, crítico literario, sus “sabidurías” pop… y más. Una muestra: cuando De Rokha se fascina con la foto que –hacia 1915– le envía, junto a su libro, la escritora Juana Inés de la Cruz (con posterioridad: Winett de Rokha), para explicar la situación, sin temor a anacronismos, Bisama se desliza —adelantándose y retrocediendo— hasta 1956 (antes de su nacimiento, incluso): “El destino o el deseo ya ha actuado, ya está ahí. I put a Spell on you” [“Te hechicé”], como cantaba el increíble Screamin’Jay Hawkins”.

Estos diálogos entre escrituras complejizan y animan y cruzan estilos, géneros, modos de decir, temporalidades, voces, enfoques, y en cada vuelta de la espiral (de la lectura) tenemos cada vez más conocimientos para relacionarnos con el poeta, su obra y sus escenarios. Con esos materiales como base, transitando con flexibilidad y dinamismo entre múltiples modalidades de expresarse, el narrador-retratista arma un libro que es crónica (tipo de escrito en el que ha destacado) y también ensayo. En numerosas ocasiones, a partir de una foto descrita se expande y abre todo un mundo, o sirve como punto de partida del recuerdo o del comentario o de la invención. Para mí, la más sugerente y emotiva es la que muestra a Pablo de Rokha y a Violeta Parra: “Solo vemos a un hombre y a una mujer con los ojos cerrados, solo vemos a dos personas que han bajado la guardia por un momento como si descansaran de sí mismos y de todas sus guerras”. Solitarios, juntos y en silencio. Imagino que Violeta entona, calladito: “Pero tú, palomo ingrato, ay, ay, ay / ya no arrullas en mi nido, ay, ay, ay”. No sabemos en quién piensa ella. Imaginar en quién piensa el poeta no es difícil…

Y Mala lengua es todavía más, es historia, por el abarcador contexto que trabaja y entrega, y que se ramifica más allá de nuestras fronteras; es historia literaria y cultural, y es literatura: y no únicamente porque se hacen análisis literarios y de textos: las páginas dedicadas a Multitud son sobresalientes y muy completas: “No solo fue la mejor revista literaria chilena jamás publicada sino también la más extrema y la más arbitraria, la más excesiva y también la más invisible. Pablo de Rokha mostró ahí algunas de sus mejores páginas”, constata el especialista, quien, además, considera que la función de esta publicación se liga con el carácter de su fundador pues, posesivo y dominante, De Rokha no solo pretende subyugar e imponerse a los suyos —familiares, amigos, enemigos—, sino que, con su vocación avasalladora, a través de Multitud, “recoge (…) la batalla por controlar el imaginario de la época”.

Transitando con flexibilidad y dinamismo entre múltiples modalidades de expresarse, el narrador-retratista arma un libro que es crónica (tipo de escrito en el que ha destacado) y también ensayo. En numerosas ocasiones, a partir de una foto descrita se expande y abre todo un mundo, o sirve como punto de partida del recuerdo o del comentario o de la invención.

Este “retrato de Pablo de Rokha” está lleno de datos, sugerencias, caracterizaciones de personas, de espacios y paisajes (urbanos y campestres), de momentos, de detalles, de menciones, de hipótesis. Y está escrito con soltura, sin altisonancias ni complicaciones de vocabulario ni sintaxis: justo lo opuesto de lo que (injustamente, creo) enjuicia De Rokha sobre la poesía de Neruda: que “es oscura, como lo es todo lo no logrado”.

En El Amigo Piedra, la autobiografía de De Rokha (publicada póstumamente, gracias a Naín Nómez, quien ha contribuido mucho a difundir al poeta), Bisama reconoce una juntura de invención y recuerdo, donde “el gesto autobiográfico no se distingue del ficcional”; advierte, asimismo, completud y fragmentos; silencio y sonido. Juzgo notable que estos libros se asemejen porque en ambos concurren remembranzas, interpretación, fantasía, conjeturas, imaginación, leyenda. Y nosotros, lectores, nos enfrentamos a una biografía muy completa a causa de una investigación seria y en profundidad, y del afecto del autor por su biografiado; con rasgos novelescos en su desarrollo y por cómo se organiza; una crónica extensa (ya lo indiqué); un ensayo donde las preguntas son frecuentes: enigmas en suspenso; como De Rokha, como todo ser humano.

¿Puede acaso despejar y resolver el biógrafo las interrogantes relacionadas con el poeta si, en muchas ocasiones, ni siquiera este pudo dilucidarlas? ¿Cómo va a modificar las contrariedades y los fracasos que lo “persiguieron” en una vida apacible y exitosa? Sería otorgarse un rol superior y autoritario, mas Bisama no es artista que se permita ese derecho, porque sabe y ejerce algo que no siempre se practica: que el crítico (literario) no puede, ni debe, cambiar (a su amaño) ni las biografías ni las producciones artísticas examinadas, ni variarlas en algo que no son porque le acomoda más a sus métodos y enfoques.

Este ensayista suma, no resta: presenta diversas posibilidades como en un abanico. Al referir al encuentro y enemistad de Neruda y De Rokha, registra, “que tiene varias versiones, todas complementarias”, y al admitirlo, otorga mayor libertad al lector. Y a propósito del antagonismo —casi una guerra (“guerrilla” la llamó Faride Zerán)— y de la desemejanza de textos, escrituras, opciones, entre estos dos poetas, ¿por qué elegir a uno y rechazar al otro?, ¿por qué no podrían coexistir y tener lectores que, incluso, coincidieran? No olvido a Federico Schopf ironizando que los chilenos éramos “monoteístas”, pues si alguien prefería la poesía de De Rokha, estimaba que no podía interesarse por la de Neruda, o si leía a Gonzalo Rojas o a Eduardo Anguita, algo impedía elegir, también, a Parra (y los nombres son intercambiables). ¿Por qué reducir cuando lo interesante y enriquecedor (y no solo en literatura) es agregar, añadir, escuchar distintas voces, distinguir diferentes matices, escrituras y tonos, que coexistan múltiples concepciones de la poesía (y el arte y la realidad), pues al negarse a homogeneizar o a validar y erigir solo un nombre como insuperable y único, al reconocer la multiplicidad, se está consintiendo y valorando una riqueza y una heterogeneidad social, cultural y literaria?

Bisama “navega” tan bien, y tan seguro, que se permite guiños: “Multitud era una tormenta de mierda que caía sobre todo el mundo”, dice, como al pasar, sobre la revista que dirigía De Rokha, y quien se dé cuenta de que, tácitamente, también incorpora a Bolaño, disfrutará más de la lectura. Bolaño es —con el anterior y muchos más— otro autor de la “genealogía” (¿o el “rizoma”?) de los Literatos Furiosos: (algo) insaciables, descalificadores, arrogantes, indignados, querelladores, narcisistas (con egos duros, podría decirse cuajando los “egos revueltos”, la terminología usada por Juan Cruz Ruiz en su “memoria personal de la vida literaria”). Bien, como se sabe, Bolaño iba a llamar “tormenta de mierda” a su novela Nocturno de Chile. Y una primicia: en algún momento, a propósito del destierro, Bolaño consideró exiliados en su propio país a Violeta Parra y a De Rokha: “Dos ‘almas errantes’ de quienes poco sabemos, aparte del tinglado folklórico y anecdótico montado encima de sus cadáveres”, alega en una carta.

Este ‘retrato de Pablo de Rokha’ está lleno de datos, sugerencias, caracterizaciones de personas, de espacios y paisajes (urbanos y campestres), de momentos, de detalles, de menciones, de hipótesis. Y está escrito con soltura, sin altisonancias ni complicaciones de vocabulario ni sintaxis.

Y una nota sobre “los rescatados o recuperados” por Bisama-retratista: críticos o comentaristas literarios, contemporáneos a De Rokha, que destacaron por su agudeza a la hora de abordar su producción: Juan de Luigi, en especial. Y otros que lo borraron o denostaron. Sospecho que muchos de estos (casi) olvidados tienen, todavía, bastante que enseñarnos. Incluso, para moderar nuestros fanatismos teóricos de “conversos” que nos encandilan de tiempo en tiempo, haciéndonos tachar el pasado, creyendo comenzar desde cero. Si se recuerda que, durante un buen período, a la biografía del autor no se le asignaba significación alguna, Mala Lengua exige interrogarse: ¿cómo separar de su escritura y de su obra, la vida de De Rokha y sus creencias y certezas y el ascendiente de sus amistades y adversarios? Si su autobiografía, su retrato, hacen constante aparición en sus poemas: ¿cómo poder separar su condición, sus paranoias, sus simpatías y antipatías, su voz tronante y sus procederes y hasta su voracidad no solo de engullir (comidas, lecturas, viajes) sino también de engendrar en exceso (realizaciones, controversias, escritura, obras)?

Sesenta y siete capítulos, con frecuencia breves, tiene este libro. Por lo general, cada uno centrado en un asunto. El 46, en Carlos de Rokha, el hijo mayor del clan. Poeta y pintor, cercano a los surrealistas chilenos de La Mandrágora. El crítico literario “juega” en este apartado (y en otros) con las anáforas: “Sabemos” y “No sabemos” comienzan los párrafos, y se va produciendo un ritmo, un ritmo sonoro, pero, asimismo, la repetición equivale a un intento de responder a la pregunta inicial, un tanteo de rastrear “pistas, señales perdidas” para romper la incógnita de “¿Quién es Carlos de Rokha?”. El verbo “sabemos” comparece en otras páginas, y no es raro, porque es el intento del biógrafo de percatarse y saber de y sobre Pablo de Rokha, de enterarse y entender (“la leyenda”, el “odio rokhiano”, la “bola de demolición” que fue De Rokha, hacia él mismo y hacia los otros; su pervivencia a pesar de todo), y de comprenderlo, junto a su entorno y al país en el que nosotros, sus lectores, vivimos.

Al leer las últimas líneas de Mala lengua, la soledad y el silencio casi se vuelven presencias y, como un eco, repercuten en nosotros, y no se nos despegan, y no es solo porque hayamos terminado el libro y ya no “escucharemos” más las tantas “voces” que fuimos conociendo y nos acompañaron en el trayecto (aunque estas trasciendan y se prolonguen en lo que podríamos llamar “el trabajo de la lectura”, que se inicia cuando concluimos el volumen, este o cualquiera). Tampoco se debe a que el fallecimiento de De Rokha sea el cierre y ocupe las últimas páginas: “Ha muerto una forma de ver el mundo, de escribirlo. Ha muerto un mundo, una lengua. Ha muerto un maestro del estilo, un esteta armado hasta los dientes”. Aquí, como en otros enfoques, el novelista se arriesga y altera una situación que, por lo general, observó en documentos —más o menos verdaderos; más o menos subjetivos— y la hace suya: la imagina, la ve y la transmite como alguien que la hubiera vivido. Es así como muda en silencio el ambiente (del) funeral porque, para él, a mi entender, la atmósfera que ronda el drama profundo de este suicidio no es —como se pensaría— el alarido ni el gemido incontrolado, tampoco los discursos rabiosos y denunciantes (que los hubo). Puede sentirse extraño que, en estas circunstancias, el narrador haga predominar la placidez y, todavía más, que ella se asocie a/con De Rokha, el estruendoso, el vociferante, el menos reservado y discreto, aquel que poco alcanzó la paz, la calma, el sosiego.

No hay dudas, y eso se percibe, que para elaborar las muchas etapas de este completo y profundo trabajo, el cronista-investigador se comprometió con pasión, pero, también con com-pasión (que, aquí, no es sinónimo de “lástima”, sino que evidencia la cercanía afectuosa del escritor joven con el “macho anciano”). Opino que es la compasión la que lleva a Bisama a allegarse a De Rokha y comprenderlo más y, al contarlo, consigue mostrarlo (al lector) y pelearle al olvido y a tanto prejuicio enquistado: “¿Qué le quedaba entonces? / No mucho: despejada la propia leyenda, solo queda espacio para el odio. / El odio. / Ese odio rokhiano lo mantenía vivo, despierto y alerta como una bestia acorralada”. También logra que consideremos con otros ojos al poeta, como escritor (al apreciar su desarrollo poético) y como persona, y podamos explicar(nos) mejor sus actitudes, sus maneras, sus desmesuras y su “pantagruelismo”, que no solo muestra al comer sino también en sus versos largos y en su escritura excesiva y tan apasionada que pareciera que pretendía —y creía— saciar, con ella, su sed y su soledad: “Como quien arroja un libro de botellas tristes a la Mar-Océano”, se lee en Canto del macho anciano.

Y nosotros, después de concluir este texto, quedamos en silencio y en soledad, rumiando (sobre) la vida y obra de este gran poeta chileno, que la tinta amarga (por lo que dice, de ningún modo por cómo lo transmite) de Mala lengua nos permitió frecuentar.

 

Mala Lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, Álvaro Bisama, Alfaguara, 2020, 270 páginas, $12.800.

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