Extensión del campo de batalla: nuevos frentes en la guerra por el clima

El reconocido científico Michael E. Mann examina en su libro más reciente cómo las fuerzas que se oponen a la acción climática han cambiado de estrategia, pasando del negacionismo a tratar de convencernos de que la crisis del clima es un problema de responsabilidad individual y que es demasiado tarde para revertirla.

por Sergio Missana I 2 Septiembre 2021

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Michael E. Mann (no confundir con el director y productor de cine y televisión del mismo nombre, creador de la serie Miami Vice) ha estado durante años en el ojo del huracán. Es uno de los científicos climáticos más célebres del mundo desde que, en 1999, publicó un estudio ilustrado por el “gráfico del palo de hockey”, que mostraba la historia de la temperatura de la Tierra por milenios como una línea plana que, en las últimas décadas del siglo XX, había subido de manera exponencial. Mann sufrió ataques virulentos de sectores conservadores y de la industria de los combustibles fósiles, la misma que hoy dirige “el ojo de Saurón” hacia jóvenes activistas, como Greta Thunberg. Mann nunca se quedó de brazos cruzados y ocupó el rol de un intelectual público, dando la pelea contra intereses muy poderosos con valentía. Es, por temperamento, un polemista. En su libro The New Climate War: The Fight to Take Back Our Planet (2021) no duda en calificar el conflicto contra las fuerzas de lo que llama “inactivismo” como una guerra y a sus adversarios, como enemigos. Se trata de un conflicto bélico en que la estrategia del bando contrario ha cambiado, abriendo nuevos frentes de lucha.

La estrategia inicial fue el negacionismo, para lo cual la industria de los combustibles fósiles siguió el ejemplo de las tabacaleras: aprovecharse de las diferencias de opinión naturales en la comunidad científica para crear un disenso ficticio, financiando centros de investigación y think tanks para defender una postura contramayoritaria y sembrar dudas sobre el consenso en torno al cambio climático. Existe un memo interno de ExxonMobil de los años 70 que advierte que las emisiones de CO2 pueden tener consecuencias catastróficas y quizás irreversibles para el planeta. El objetivo del negacionismo no era triunfar en la guerra, sino ganar tiempo: retrasar lo más posible la acción climática para poder seguir quemando combustibles fósiles con impunidad. Para ello contaron con los vastos recursos de esa industria (liderada por los hermanos Charles y David Koch), con la máquina propagandística del imperio mediático de Rupert Murdoch y el apoyo del Partido Republicano.

El negacionismo ya no se sostiene, simplemente porque el cambio climático es una realidad: sus devastadores efectos ya forman parte del ciclo habitual de noticias. Las voces del negacionismo aún existen, pero tienden a ser ignoradas. La estrategia del inactivismo ha mutado a sembrar la división dentro del movimiento ambientalista y a fomentar la desinformación y el pesimismo.

Divide para vencer

Una movida magistral de las fuerzas de la inacción ha sido movilizar su maquinaria comunicacional para trasladar el debate al terreno de las opciones de vida personales, tales como la dieta, los viajes, la locomoción o la decisión de tener familia. “Nadie está libre de pecado de carbono”, afirma Mann. Subraya que la idea de calcular la “huella de carbono personal” se originó en la petrolera BP. Al enfatizar el papel del comportamiento individual para combatir el cambio climático se crea una falsa dicotomía entre la responsabilidad individual y la acción colectiva.

Aunque los objetivos de avanzar hacia una economía verde le parecen loables, Mann tiene dudas sobre la estrategia de sumarlos a un ambicioso paquete de programas sociales de corte progresista, que podrían dificultar el apoyo de sectores moderados. Lo asocia con la influyente figura de Naomi Klein, para quien la crisis climática abre una oportunidad para acabar de plano con el sistema neoliberal.

Los inactivistas se han valido de la “cultura de la cancelación” para acusar a voces destacadas en la lucha por el clima –como Al Gore o Leonardo Di Caprio– de hipocresía, debido a sus huellas de carbono personales. Y han sembrado desinformación. El documental Cowspiracy (2014), por ejemplo, exponía la idea falsa de que el consumo de carne de vacuno sería responsable de la mayoría de las emisiones de carbono (corresponde a un 6% de estas). Muchos activistas se han comprado la idea de la responsabilidad individual, haciéndole el juego al inactivismo.

El movimiento flygskam (en sueco, “vergüenza de volar”) ha ganado tracción en Europa, acaso exagerando el rol de la aviación (3%) en las emisiones globales.

Esta estrategia no es nueva. En los años 70, un exitoso comercial de utilidad pública en Estados Unidos mostraba a un hombre nativo americano (en realidad, un actor de origen italiano), al que le caía una lágrima al ver un río lleno de envases de plástico y gente tirando basura desde autos en una carretera. Ese comercial formaba parte de una campaña de relaciones públicas de la industria de los bebestibles (Coca-Cola, PepsiCo, la cervecera Anheuser-Busch y otras) para oponerse a la legislación que requería a las empresas implementar sistemas de reciclaje de envases. Mann argumenta que es una de las causas de la actual crisis de contaminación de plástico que ahoga a los océanos.

El autor sostiene que decisiones de consumo amigables con el medioambiente son deseables, contribuyendo a una mejor calidad de vida y aportando granos de arena a aminorar la crisis climática. Pero no pueden reemplazar medidas sistémicas en el terreno de las políticas públicas: andar en bicicleta o ser vegano no ayuda a construir infraestructura de energías renovables, establecer impuestos al carbono, impulsar la electromovilidad o crear estándares de eficiencia energética en la construcción. Es necesario, por ejemplo, eliminar los subsidios a los combustibles fósiles, que el FMI ha calculado en casi cinco trillones de dólares anuales, tanto en forma de ayudas directas como de “externalidades”: el costo para la salud humana de sus emisiones –que causan ocho millones de muertes prematuras anuales– y su impacto en el medioambiente.

Michael E. Mann es uno de los científicos climáticos más célebres del mundo desde que, en 1999, publicó un estudio ilustrado por el “gráfico del palo de hockey”, que mostraba la historia de la temperatura de la Tierra por milenios.

El catastrofismo es el nuevo negacionismo

Otra movida maestra del inactivismo ha sido manipular y distorsionar una actitud presente en sectores del movimiento medioambiental: la de los “profetas de la perdición”, que lleva a la resignación y la desidia. En una insólita vuelta de chaqueta, intereses afines a los combustibles fósiles han pasado de negar la existencia del cambio climático a sostener que este no solo es real sino irreversible, por lo que debiéramos seguir quemando petróleo, gas y carbón. Distorsionan la ciencia para hacernos creer que la crisis es más grave de lo que es, con la ayuda de algunos activistas del bando contrario, que actuarían como tontos útiles de los intereses de la inacción. El catastrofismo es el nuevo negacionismo.

Mann argumenta que existe urgencia, pero también agencia. Exhibe un “optimismo cauteloso” basado en la idea, que ha concitado un grado de consenso entre la comunidad científica durante la última década, de que tenemos un “presupuesto de carbono”, una cantidad de CO2 que aún podemos emitir sin traspasar la barrera peligrosa de 1.5 °C por sobre el promedio de temperatura de la era preindustrial. El calentamiento es consecuencia de la acumulación de gases de efecto invernadero que permanecen en la atmósfera durante largo tiempo. Por eso se habla de una “inercia térmica”: el aumento de temperatura continuaría aunque dejáramos de emitir. Nuevos modelos climáticos muestran que la capacidad de la vegetación, y en particular de los océanos, de absorber carbono contrarresta la inercia térmica: si detuviéramos las emisiones, al cabo de unos años la temperatura se estabilizaría. En todo caso, no nos queda mucho tiempo. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU estimó ese presupuesto en 10 años a comienzos de 2018. Es decir, al ritmo actual nos quedarían siete años. Mann enfatiza que, con la tecnología actual, podemos abastecer un 80% del consumo mundial de energía con renovables a 2030 y un 100% en 2050.

Voces en conflicto

Aunque el autor observa con lucidez la estrategia de las fuerzas de la inacción por sembrar división y conflicto en el seno de la comunidad activista, no puede dejar de dirigir sus dardos contra exponentes de su propio bando con los que está en desacuerdo, comenzando por los pesimistas a ultranza. Le duele que medios como el New York Times, la New Yorker o Rolling Stone den amplia tribuna a voces apocalípticas, como el escritor Jonathan Franzen o el periodista David Wallace-Wells. No es partidario del Green New Deal impulsado por Alexandria Ocasio-Cortez. Aunque los objetivos de avanzar hacia una economía verde le parecen loables, le merece dudas la estrategia de sumarlos a un ambicioso paquete de programas sociales de corte progresista, que podrían dificultar el apoyo de sectores moderados. Lo asocia con la influyente figura de Naomi Klein, para quien la crisis climática abre una oportunidad para acabar de plano con el sistema neoliberal.

El comercio de derechos de emisión (cap and trade), que permite a las empresas pagar para contaminar, ha demostrado ser en gran medida una forma de lavado de imagen, que no contribuye a mitigar el cambio climático. En cambio, los impuestos al carbono pueden ser una herramienta eficaz para desincentivar las emisiones y contrarrestar los subsidios a las industrias contaminantes.

Mann enfatiza el rol jugado por hackers rusos en crear un escándalo ficticio que habría contribuido al fracaso de la cumbre del clima de la ONU de Copenhague en 2009. Se trató de una suerte de ensayo general de la elección presidencial de 2016, que llevó al poder a Donald Trump, negacionista, financiado en gran parte por la industria de los combustibles fósiles y cercano a (cuando no vasallo de) Rusia. Mann sitúa las maniobras de Rusia durante la campaña en el contexto de un acuerdo por 500 mil millones de dólares entre la petrolera estatal rusa Rosneft y Exxon-Mobil. Ese acuerdo había sido bloqueado en 2014, por sanciones impuestas por la Administración de Obama en respuesta a la invasión de Ucrania. Trump nombró a Rex Tillerson, ex CEO de ExxonMobil y cercano a Putin, como secretario de Estado. Rusia también habría instigado la revuelta de los “chalecos amarillos” en Francia en 2018, que se opuso a los planes del gobierno de establecer un impuesto al carbono. Mann destaca los nexos de Julian Assange con Rusia y el rol de WikiLeaks en difundir mensajes contra la ciencia y acción climática. Subraya la cercanía de Assange con Michael Moore, otro héroe de la izquierda que le hace el juego al inactivismo. Moore produjo en 2020 el documental Planet of the Humans, un tosco e infundado ataque contra las energías renovables. Las razones de Moore y sus colaboradores son misteriosas. Es posible que se deba a un mero afán de figuración y al deseo de “epatar al burgués”.

Mann expresa su frustración ante la resistencia del activismo de izquierda a mecanismos para poner precio al carbono. Eso sí, pone en un mismo saco instrumentos que han probado tener distinta efectividad: el comercio de derechos de emisión (cap and trade), que permite a las empresas pagar para contaminar, ha demostrado ser en gran medida una forma de lavado de imagen, que no contribuye a mitigar el cambio climático. En cambio, los impuestos al carbono pueden ser una herramienta eficaz para desincentivar las emisiones y contrarrestar los subsidios a las industrias contaminantes.

Soluciones falsas

Además de su afán de desviar responsabilidad de las corporaciones a los individuos y sembrar conflictos al interior del movimiento ambientalista, el inactivismo se ha dedicado a promover lo que Mann llama “soluciones falsas” al problema climático, que no serían otra cosa que maniobras de distracción. Una de ellas es el gas natural como “combustible puente” a las energías limpias. El daño ambiental producido por la fracturación hidráulica (fracking), sumado a las fugas de metano ocurridas en gasoductos, hacen que el gas sea tan sucio como el carbón. Mann lo describe como “un puente a ninguna parte”. Otra “solución” es la captura y almacenamiento de carbono, demasiado cara e incapaz de operar a la escala necesaria para hacer mella en el calentamiento global. La mejor forma de captura de carbono consiste en plantar árboles y en evitar o revertir la degradación de suelos. Pero también hay límites a lo que se puede lograr mediante la reforestación, aforestación y prácticas agrícolas responsables, si no se limitan drásticamente las emisiones. Otra solución espuria es la geoingeniería: intervenciones tecnológicas a gran escala para contrarrestar el alza de la temperatura global. Se ha propuesto, por ejemplo, emitir partículas reflectantes a la estratósfera para reflejar parte de la luz solar, imitando el efecto de grandes erupciones volcánicas y enfriando el planeta. Esta y otras formas de geoingeniería equivalen a experimentos con incalculables consecuencias: “Intervenir un sistema complejo que no entendemos del todo entraña un riesgo monumental”, concluye Mann.

“Nadie está libre de pecado de carbono”, afirma Mann, quien subraya que la idea de calcular la “huella de carbono personal” se originó en la petrolera BP.

Estas soluciones falsas han sido promovidas por las fuerzas de la inacción y también, desde el sector privado, por actores como Bill Gates. En 2015, Gates lanzó –junto a otros billonarios, como Jeff Bezos, Michael Bloomberg, Richard Branson y Mark Zuckerberg– Breakthrough Energy, un fondo de inversión para apoyar startups en energías limpias. Al contrario de su labor filantrópica en salud pública, Gates está decidido a obtener beneficios económicos mientras impulsa la transición a la carbono neutralidad. Está convencido de que requerimos innovación tecnológica para lograrlo y ha afirmado que necesitamos “un milagro”.

Aunque no cabe duda de que la innovación tiene un rol que jugar, hoy existe toda la tecnología necesaria para un 100% de energías renovables.

Una de las paradojas del cambio climático es que es relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico, sobre todo si se cuenta con una adecuada infraestructura de redes eléctricas; el gran obstáculo son los intereses creados. Aparte de un par de empresas de carne vegetal, Bill Gates ha invertido en casi todas las soluciones espurias a la crisis: geoingeniería, captura de carbono (sistemas para atrapar CO2 en cemento) y energía nuclear.

Llevado por su temperamento, Mann a veces cae en el juego de sus enemigos, polemizando con científicos, comunicadores y activistas de su propio bando. También se le puede reprochar su excesiva concentración en Estados Unidos, que solo representa un 15% de las emisiones globales, como si la pelea decisiva se librara en gran medida en su país. Su postura sobre el debate en torno a los estilos de vida –un debate perversamente manipulado– es certera, pero ello no obsta a que exista una gran desigualdad en la huella de carbono. Un informe reciente concluye que el 1% más rico de la población es responsable del doble de emisiones que el 50% más pobre. Con todo, su mirada sobre la nueva configuración de los frentes de batalla es aguda y necesaria. Lo mismo que su llamada a un optimismo cauteloso, basado en la evidencia científica y en el activismo de jóvenes como Greta Thunberg. Ese activismo representa los “puntos de no retorno (tipping points) sociales”, necesarios para prevenir, mediante cambios sistémicos, una gran catástrofe.

 

The New Climate War: The Fight to Take Back Our Planet, Michael E. Mann, PublicAffairs, 2021, 368 páginas, US$21,66.

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