La cultura del odio –plantea el filósofo francés en este ensayo– no es el resultado de capas sociales desheredadas, sino un producto del funcionamiento mismo de nuestras instituciones y sobre todo de las redes sociales. Es una manera de construir una nueva noción de pueblo, que responde a la lógica de la inequidad y se asienta únicamente en el resentimiento y la exclusión.
por Jacques Rancière I 4 Febrero 2021
Es fácil burlarse de los extravíos de Donald Trump e indignarse ante la violencia de sus fanáticos. Sin embargo, el brote de la más pura irracionalidad en el centro del proceso electoral del país mejor entrenado para manejar las alternancias del sistema representativo, nos plantea también preguntas acerca del mundo que compartimos con él: un mundo que –creíamos– era el del pensamiento racional y de la democracia apacible. Y la primera pregunta que surge es desde luego: ¿cómo puede ponerse tanto empecinamiento en no reconocer los hechos más probados y cómo este empecinamiento puede ser tan ampliamente compartido o contar con tanto apoyo?
Algunos quisieran aferrarse todavía a la vieja tabla de salvación: quienes se niegan a reconocer los hechos serían ignorantes mal informados o espíritus crédulos engañados por las fake news. Es este el clásico idilio de un pueblo bueno que se deja embaucar por llaneza de espíritu y al que bastaría con enseñarle a informarse sobre los hechos y a juzgarlos con espíritu crítico. Pero, ¿cómo creer aún en esta fábula de la ingenuidad popular cuando en el mundo en que vivimos abundan y superabundan a disposición de cada cual los medios de información, las herramientas que verifican la información y los comentarios que la “descifran”?
Es preciso entonces invertir el argumento: si se rehúsa la evidencia, no es porque se sea necio; es para demostrar que se es inteligente. Y la inteligencia ‒es bien sabido‒ consiste en desconfiar de los hechos y en preguntarse para qué sirve aquella enorme masa de información que es derramada diariamente sobre nosotros. Ante lo cual una respuesta se propone con toda naturalidad: para engañar al mundo, por supuesto, ya que lo que se exhibe a vista de todos suele estar allí para encubrir la verdad, la que hay que saber descubrir escondida tras la apariencia falaz de los hechos entregados.
La fuerza de esta respuesta es que satisface simultáneamente a los más fanáticos y a los más escépticos. Uno de los rasgos más notables de la nueva ultra-derecha es el lugar que ocupan en ella las teorías conspiratorias y negacionistas. Estas presentan aspectos delirantes, como la teoría del gran complot internacional de pedófilos. Pero en última instancia este delirio no es más que la forma extrema de un tipo de racionalidad generalmente valorizada en nuestras sociedades: aquel que empuja a ver, en todo hecho particular, la consecuencia de un orden global y a disponerlo dentro de una cadena más general que lo explica y lo muestra al fin y al cabo muy distinto de lo que parecía ser en un inicio.
Se sabe que este principio de explicación de cualquier hecho por el conjunto de sus conexiones puede también ser leído de manera inversa: siempre es posible negar un hecho invocando la ausencia de un eslabón dentro de la cadena de condiciones que lo vuelven posible. Como sabemos, es así que algunos intelectuales del marxismo radical negaron la existencia de las cámaras de gas nazis, al ser imposible deducir su necesidad de la lógica de conjunto del sistema capitalista. Y hoy, nuevamente, agudos intelectuales han visto en el coronavirus una fábula inventada por nuestros gobiernos para controlarnos aún más.
Las teorías complotistas y negacionistas responden a una lógica que no está exclusivamente reservada a los espíritus simples y a las mentes enfermas. Sus formas extremas ponen de manifiesto la cuota de sinrazón y superstición presente al interior mismo de la forma de racionalidad dominante en nuestras sociedades y en los modos de pensamiento que interpretan su funcionamiento. La posibilidad de negarlo todo no tiene que ver con el “relativismo” que ponen en entredicho las consciencias graves que aspiran a custodiar la universalidad racional. Es una perversión que forma parte de la estructura misma de nuestra razón.
Se dirá que no basta con tener las armas intelectuales que permitan negarlo todo. Hace falta, además, quererlo. Absolutamente cierto. No obstante, es necesario ver en qué consiste esa voluntad o más bien ese afecto que lleva a creer o a no creer.
Sería absurdo pensar que los 75 millones de electores de Trump son tan solo mentecatos, convencidos por sus discursos y las informaciones falsas que estos vehiculan. Si creen, no es porque tengan por cierto lo que Trump dice. Es porque se sienten felices escuchando lo que escuchan: un placer que puede, cada cuatro o cinco años, expresarse mediante una papeleta de voto, pero que se expresa en el día a día con bastante más sencillez, mediante un simple like. Y quienes divulgan informaciones falsas no son ni ingenuos que las imaginan verdaderas ni cínicos que las saben falsas. Son simplemente personas que quieren que las cosas sean así, gente con ansias de ver, pensar, sentir y vivir en la comunidad sensible que tejen esas palabras.
¿Cómo pensar esa comunidad y esas ansias? Es aquí donde acecha otra noción producida por la complaciente inercia: el populismo. Este no invoca ya a un pueblo bueno e ingenuo sino, por el contrario, a un pueblo desencantado y envidioso, dispuesto a seguir a aquel que sepa encarnar sus rencores y designar su causa.
Trump, se nos dice de buen grado, es el representante de todos los blanquitos desamparados e indignados: los que las transformaciones económicas y societarias han dejado de lado, los que han perdido su trabajo como resultado de la desindustrialización y sus referentes identitarios con las nuevas formas de vida y de cultura, los que se sienten abandonados por las inaccesibles élites políticas y despreciados por las élites educadas. La cantinela no es nueva: fue así también que el desempleo sirvió en los años 30 como explicación del nazismo y es de igual modo que se lo emplea hoy, indefinidamente, a la hora de explicar cualquier avance de la extrema derecha en nuestros países. Pero, ¿cómo creer seriamente que los 75 millones de electores de Trump encajan en este perfil de víctimas de la crisis, del desempleo y del desclasamiento? Es preciso pues renunciar a la segunda tabla de salvación del confort intelectual, la segunda figura del pueblo, a la que se otorga tradicionalmente el papel de actor irracional: ese pueblo frustrado y brutal que es la contraparte del pueblo bueno e ingenuo.
Es necesario cuestionar, de manera más profunda, aquella forma de racionalidad pseudo-erudita que se esmera por identificar las formas de expresión políticas del sujeto-pueblo con rasgos pertenecientes a esta u otra clase social, en ascenso o deterioro. El pueblo político no es la expresión de un pueblo sociológico preexistente. Es una creación específica: el producto de un cierto número de instituciones, de procedimientos, de formas de acción, pero también de palabras, de frases, de imágenes y de representaciones que no expresan los sentimientos del pueblo sino que crean un determinado pueblo, inventándole un régimen específico de afectos.
El pueblo de Trump no es la expresión de estratos sociales necesitados y en busca de un protector. Es, en primer lugar, el pueblo producido por una institución específica en la que muchos se empecinan en ver la expresión suprema de la democracia: aquella que establece una relación inmediata y recíproca entre un individuo al que le cabría encarnar el poder de todos y un colectivo de individuos que habría supuestamente de reconocerse en él. Es, en segundo lugar, el pueblo construido por una forma particular de apóstrofe, ese dirigirse personalizadoque propician las nuevas tecnologías de la comunicación, en las que el líder político habla diariamente a todos y cada uno, a la vez como hombre público y hombre privado, utilizando las mismas formas de comunicación que permiten a cada quien decir cotidianamente lo que les pasa por la cabeza o el corazón.
Es finalmente el pueblo construido por el sistema específico de afectos que Donald Trump mantuvo a través de este sistema de comunicación: un sistema de afectos que no está destinado a ninguna clase en particular y que no juega con la frustración sino, al contrario, con la satisfacción de una condición; no con el sentimiento de una desigualdad por reparar, sino con el de un privilegio que urge defender frente a todos los que quieran atacarlo.
La pasión a la que Trump apela no tiene nada de misteriosa: es la pasión de la inequidad, aquella que permite, a ricos y pobres por igual, designarse un sinnúmero de inferiores sobre los que deben a toda costa conservar su superioridad. En efecto, hay siempre una superioridad en la que se puede tomar parte: superioridad de los hombres por sobre las mujeres, de las mujeres blancas por sobre las mujeres de color, de los trabajadores por sobre los desempleados, de los que trabajan en oficios con proyección futura por sobre los demás, de los que tienen un buen seguro por sobre los que dependen de la solidaridad pública, de los locales por sobre los migrantes, de los nacionales por sobre los extranjeros y de los ciudadanos de la nación-madre de la democracia por sobre el resto de la humanidad.
En el Capitolio ocupado por los hampones trumpistas, la co-presencia de la bandera de los 13 estados fundadores y de la del Sur esclavista ilustra bastante bien ese singular montaje que hace de la igualdad una prueba suprema de inequidad y de la pursuit of happiness un afecto de odio. Pero esta identificación del poder de todos con la innumerable colección de superioridades y odios no puede ser equiparada a una capa social en particular, ni mucho menos al ethos de una nación específica. Ya sabemos cuál es el papel que tuvo en Francia la oposición entre esforzados y asistidos, entre los que miran siempre adelante y los que siguen anclados en sistemas de protección social arcaicos, o entre los ciudadanos del país de la Ilustración y los derechos humanos y los grupos fanáticos y rezagados que ponen en jaque su integridad. Y hoy en Internet podemos ver a diario, machacado hasta la saciedad en las secciones de comentarios de los periódicos, el odio ante toda forma de igualdad.
Así como empecinarse en negar no es el sello de espíritus retrógrados sino una de las variedades de la racionalidad dominante, la cultura del odio no es el resultado de capas sociales desheredadas, sino un producto del funcionamiento mismo de nuestras instituciones. Es una manera de hacer-pueblo, una manera de crear un pueblo que responde a la lógica de la inequidad. Hace ya casi 200 años que Joseph Jacotot, el pensador de la emancipación, mostró cómo la desrazón de la inequidad pone en marcha una sociedad en que cada inferior puede encontrar su propio subordinado y regocijarse así de su superioridad. Hace tan solo un cuarto de siglo, yo sugería por mi parte que identificar democracia con consenso producía, en lugar del pueblo de la división social, declarado arcaico, un pueblo más arcaico todavía, asentado únicamente en los afectos del odio y la exclusión. Más que confortarnos en la indignación o el desdén, los acontecimientos que marcaron el fin de la presidencia de Donald Trump deberían incitarnos a un examen un poco más profundo de las formas de pensamiento que tenemos por racionales y de las formas de comunidad a las que damos el nombre de democráticas.
Reproducimos este texto con la autorización de Jacques Rancière, su autor, y Cécile Moscovitz, secretaria general de AOC (Analyse Opinion Critique), periódico digital francés que publicó este ensayo el 14 de enero de 2021. Traducción: Ignacio Albornoz.
por Paula Escobar Chavarría