La mitad de todo arte

En Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra, el desaparecido filólogo estadounidense Walter Ong (Kansas City, 1912 – Saint Louis, 2003) fundó los estudios modernos acerca de la dicotomía entre las culturas orales y las culturas escritas hace 40 años (que se cumplen justamente en este 2022). En esta reedición por parte del Fondo de Cultura Económica de su obra seminal, acompañada de un prefacio y un epílogo de John Hartley de la Universidad de Sídney, es posible observar que cuando una reflexión sobre los ámbitos de la experiencia humana ha sido largamente aquilatada y profundizada, esta puede lograr en ocasiones excepcionales superar el paso del tiempo para establecerse en el campo de los clásicos.

por Ricardo Martínez–Gamboa I 27 Abril 2022

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Todos los años decenas de miles de estudiantes ingresan a la educación superior y deben vérselas con un espacio en que se encontrarán con tareas de lectura y escritura diferentes a aquellas con las que se han familiarizado en el colegio. No es raro que en medio de las innumerables páginas que deberán leer y las centenares de planas que deberán rellenar escribiendo, naufraguen en la tarea. Mal que mal, nadie hasta ese momento les ha contado la firme sobre los modos de comunicación propios de la academia.

Las universidades en todo el mundo han procurado subsanar este analfabetismo académico por medio de cursos específicos que suelen llevar nombres como “taller de escritura” o “alfabetización académica”. Ello, iniciándose hacia fines de la década de los 60 en Inglaterra, luego, desde inicios de la década de los 70 en los Estados Unidos y, finalmente, desde los primeros años del siglo xxi en Latinoamérica.

Porque el ámbito de lo escrito no solo supone habilidades básicas para codificar o decodificar palabras en el papel, sino también acceder a modos de razonamiento, diálogo intelectual, participación en comunidades discursivas y hasta una epistemología del saber universitario.

La primera persona que reflexionó sobre esta brecha gestada en la escritura fue justamente Walter Ong, quien luego de años de sesuda investigación sobre los hallazgos respecto del habla, publicó en 1982 este, su volumen Oralidad y Escritura, que sentó las bases para establecer una diferencia entre lo que respecta a las culturas ágrafas y las culturas que descansan en la palabra dibujada.

En su libro, Walter Ong ahondaba en la escritura como una tecnología cognitiva que permitía una nueva manera de pensar, transmitir el conocimiento y fundar cultura. Aquello que luego sería bautizado y entendido como el carácter epistémico del ejercicio de poner la palabra en el papel. El filólogo estadounidense, de este modo, destinaba en su volumen muchas planas a mostrar cómo los nuevos hallazgos, sobre todo de las décadas de los 60 y 70, sobre las culturas que carecían de escritura y descansaban en la oralidad, transformaban el concepto de la alfabetización y permitían trazar la dicotomía oralidad vs. escritura, que posibilitaba establecer diferencias y tensiones entre ambas y, lo que resultaba capital, entre los modos de experiencia y vida asociados a aquellas prácticas comunicacionales y de razonamiento.

La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones. Oralidad y Escritura se volvió una lectura obligatoria en la academia, al punto que el Proyecto Open Syllabus, que tiene por objetivo consignar los textos que se leen en los pregrados en el mundo anglosajón, señala que aparece en las bibliografías de más de mil 300 cursos actuales en la universidad, en cerca de 200 entidades de educación superior solo en Estados Unidos.

La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones. 

Seis años después de la publicación de la obra fundamental de Ong, en 1988, otro investigador estadounidense, Douglas Biber, acometió la tarea de determinar, por medio de herramientas de la Lingüística Computacional, las diferencias y variaciones entre oralidad o escritura (Variations across speech and writing, Cambridge University Press), basándose en estudios de corpus (extensas colecciones de textos almacenados electrónicamente). Su hallazgo sepultó la dicotomía entre los modos de comunicación hablados y escritos, al mostrar que había oralidades con propiedades de los textos prototípicos escritos (una charla magistral, por ejemplo) o que había escrituras con propiedades de las emisiones prototípicas orales, como, hoy, los chats de las redes sociales. Si oralidad y escritura no eran más dos polos separados, sino que, como detalladamente demostró Biber en su libro, había diferentes dimensiones o ejes entre las muy diversas maneras cómo se expresan el habla y la redacción, las propuestas de Ong bien podrían haber sido superadas.

Pero, al releer en 2022 Oralidad y Escritura, tal superación no ocurre, en especial cuando se detiene la lectura en el prefacio y el postfacio de John Hartley.

Porque, sí, es cierto que a cuatro décadas de distancia, mucho de lo que Ong aglomera como respaldo intelectual para su tesis evidentemente ha sido relativizado o dejado de lado por investigaciones posteriores (por poner solo un ejemplo, su tratamiento de las lenguas de señas ha sido desacreditado por completo), pero resulta que no es en los detalles donde se encuentra el corazón de la reflexión y propuestas onguianas, sino que en la prístina claridad de su razonamiento más global y hasta filosófico. Dicho pensamiento se expresa de manera funcional y atenta, quizá mejor que en ningún otro análisis, en el libro de Ruth Finnegan Literacy and Orality: Studies in the Technology of Communication (Blackwell, 1988), en el siguiente extracto: “Si no existen ideas generales y determinantes sobre el desarrollo y las implicaciones de las tecnologías de la información como tales [de las que la escritura es la más renombrada], existen quizás (…) patrones en los que nuestra experiencia humana e histórica parece probable que se repitan. Estos se encuentran no principalmente en las tecnologías en sí, sino en las formas en que estas tecnologías son (…) controladas y utilizadas”.

Y esto es lo que lleva a una última meditación acerca de esta y también otras obras que alcanzan un estatus de clásico. Que no es en el detalle particular, sino que en su atmósfera intelectiva general donde se juega dicho estatus. Si esto no fuera así, no se podría leer con fruición, ni esperando un aprendizaje cultural importante, ni la Poética de Aristóteles ni El Príncipe de Maquiavelo ni la Carta a Cristina Lorena de Toscana de Galileo Galilei ni, para acercarnos a nuestros días, La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn.

Porque, como señaló con extraordinaria profundidad en 1863 Charles Baudelaire, “por la modernidad me refiero a lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que constituye la mitad del arte, la otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Y es en aquella otra mitad donde habita, hasta el día de hoy, Oralidad y escritura, de Walter Ong.

 

Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Walter Ong, Fondo de Cultura Económica, 2021, 341 páginas, $18.900.

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