“A 50 años del golpe de Estado y de los hechos luctuosos que le siguieron, es hoy día más importante que nunca volver reflexivamente sobre la memoria. Y para hacerlo es imprescindible recuperar la conciencia del futuro, especialmente de un futuro compartido”.
por Carlos Peña I 7 Septiembre 2023
¿Por qué volver sobre el pasado hoy y traer el recuerdo del golpe de Estado y los hechos luctuosos que le siguieron? ¿No será acaso un error, algo equivalente a echar sal sobre una herida?
Desde luego, no se trata de un error, sino de un deber intelectual. Ese deber consiste en discernir lo que en el río del tiempo vale la pena y lo que no.
Y es que al revés de lo que solemos creer, la memoria no tiene que ver, en rigor, con el tiempo que se fue, sino con los días presentes; la memoria es, a fin de cuentas, contemporánea. Cuando los individuos y las sociedades recuerdan y vuelven la vista hacia el pasado, y escudriñan en lo que aparentemente ocurrió, en realidad están procurando definir su propia situación vital, que es siempre presente. Están, por decirlo así, poniendo al día el conjunto de sus recuerdos. Pero para hacerlo es imprescindible que cuenten con algún criterio que les permita discernir qué es lo que debe ser recordado como una forma de fijarlo en el tiempo de manera que no se repita, y qué, en cambio, debe ser recordado para reverdecerlo y ojalá realizarlo, porque después de todo, en el pasado están los fantasmas de las sociedades, pero también sus suenos.
Esa tarea de discernimiento frente al pasado es contemporánea e inevitable, y prueba que las sociedades y los individuos nunca están presos de su pasado, como si este fuera una fuerza ciega e inane, una causalidad irresistible en la que, querámoslo o no, estuviéramos atrapados.
Para comprender de qué forma las sociedades y los seres humanos somos capaces de discernir el pasado con vistas al tiempo que viene, evitando una suerte de excedente de memoria —el peligro de sumir la experiencia total del tiempo en el pasado, que es una sola de sus dimensiones—, bastaría recordar unas líneas que escribió Sartre. En El ser y la nada, Sartre discute la noción de inconsciente y la sustituye por la de mala fe. La noción de inconsciente de Freud, concebida como un pasado que sigue actuando sin que seamos capaces de darnos cuenta o advertirlo, enseña Sartre, es hasta cierto punto absurda, puesto que cuando el paciente recuerda sabe qué recuerdo era el reprimido que lo atormentaba bajo la forma de síntoma. Si el paciente de algún modo no lo supiera, si no fuera capaz de reconocer en el baúl de su memoria cuál evento es el reprimido y que, una vez sacado a la luz, lo libera, entonces la propia tarea analítica sería imposible.
Lo que Sartre dice respecto del análisis hay que repetirlo respecto de la memoria histórica: el ejercicio de la memoria no consiste en simplemente recordar, en traer al presente la facticidad de lo que ocurrió, sino que consiste en discernir en esa facticidad el sentido que la acompañaba y ser capaz, a la luz de las convicciones presentes, de juzgarlo.
Ahora bien, si lo anterior es así, si para discernir en el pasado lo que es utilizable y lo que no, debemos contar con un sentido que lo permita, de ahí se sigue que el trabajo de la memoria es indiscernible del futuro. Es lo que, con una frase algo críptica enseñó Lacan: los recuerdos, dijo, vuelven del futuro.
Esta idea, según la cual la tarea de la memoria requiere también una cierta delectación por el futuro, de manera que cuando el futuro se apaga o se ensombrece, la memoria al mismo tiempo languidece, la ha subrayado bien Hans Ulrich Gumbrecht con su concepto de latencia. La latencia designa un estado de ánimo consistente en saber que hay algo cuya presencia es sentida, pero que permanece oculta. A diferencia de la represión, que ata al sujeto a un pasado que no sabe, la latencia ata al sujeto al presente, coagula, por decirlo así, el tiempo, en una especie de inercia claustrofóbica. En estado de latencia el futuro ya no se experimenta como un conjunto de posibilidades abiertas, sino simplemente como una amenaza. La supresión del futuro es, sin embargo, también, la supresión del pasado. La latencia, la imposibilidad de explicitar el pasado y de discernirlo, hace que el presente lo inunde todo; pero allí donde el presente todo lo anega, el sentido desaparece y la experiencia se vuelve mera facticidad.
Es por lo anterior que a 50 años del golpe de Estado y de los hechos luctuosos que le siguieron, es hoy día más importante que nunca volver reflexivamente sobre la memoria. Y para hacerlo es imprescindible recuperar la conciencia del futuro, especialmente de un futuro compartido.
En uno de sus trabajos más agudos, Andreas Huyssen sugiere que la aparición de la memoria es uno de los fenómenos culturales y políticos más sorprendentes de los últimos años. Mientras la cultura modernista habría estado imantada por el futuro, hipnotizada por el horizonte, desde hace algunas décadas sería el pasado el que parece inundar los días que vivimos. En este resurgir de la memoria habría una suerte de descreimiento o desconfianza en las utopías en cuyo nombre se cometieron muchos de los crímenes que hoy día se rememoran con horror. Desde este punto de vista, cabría decir, la memoria es también una promesa, el compromiso de que los hechos que se recuerdan, la mayor parte de las veces con espanto, no volverán a ocurrir. El riesgo, sin embargo, de ese empecinamiento por rememorar de ese esfuerzo por fijar hitos y eventos que aten el hilo del recuerdo a nosotros de manera que siempre podamos volver a él, sin nunca perdernos en el bosque de la historia, es la pérdida de futuro o, más exactamente, de vocación de futuro.
Entonces, impedir o evitar el olvido del pasado, pero hacerlo de una forma que no equivalga al olvido del futuro, es el desafío de la hora presente.
Imagen: Militares y prisioneros en el Estadio Nacional (1973). Fotografía: Bibi de Vicenzi, archivo del Fondo Holanda Comunicaciones, Cenfoto-UDP.
por Paula Escobar Chavarría