Lúcida, impasible, outsider en la guerra y en la paz, leer a la pensadora alemana es volver a imaginar la política. Encarnación urgente de un conflicto que toca al orden (im)posible del mundo que heredamos del marxismo y sus fallidas revoluciones, de la cueva sin salida de los ideales platónicos y del pragmatismo economicista del mercado, Arendt impregna los debates contemporáneos con una vigencia escandalosa, si se considera la incomprensión que rodeó su obra en vida.
por Roberto Brodsky I 6 Abril 2022
Hay muchas Hannah Arendt en el mundo de las ideas y del trabajo intelectual. Pero está también la que vive y la que escapa, la que se enamora y desengaña, la que parte al exilio y hace de esta experiencia un eje de su libertad personal, sin apego a las mentalidades en uso, nacionalidades de origen ni pertenencias étnicas o raciales; la que separa y delinea lo que es el conocimiento, por una parte, de lo que es la comprensión y el sentido común para guiar la acción política, por otra, haciendo de ella una prueba de la facultad humana para inaugurar el mundo cada vez. Está la que escribe poemas inéditos hasta su muerte (“Dichoso aquel que no tiene patria / todavía la ve en sueños”) y defiende la privacidad de ese acto respecto del espacio público, como si se tratara de su propia respiración a través de la lengua alemana que sobrevive en esos versos; y está la que promueve el sionismo de los comienzos, como una forma de reivindicación de derechos políticos de los judíos para ser sujetos de su propio acontecer. Hay una Hannah Arendt para cada conferencia, si se quiere: sobre la historia de la mentira en política; sobre el antisemitismo y el racismo; sobre los peligros de la fundación de Israel como Estado-nación en un momento de declive de esta forma de organización monolítica, con la consiguiente expulsión de los palestinos de sus tierras; sobre los imperativos de Kant, al que lee siendo adolescente y al que no dejará de volver a lo largo de toda su edad madura; sobre Kafka, a quien dedica una atención lúcida y permanente, o sobre las enseñanzas de Montesquieu respecto de las leyes, la tradición y las costumbres. No un planeta llamado Arendt, sino un sistema de relaciones y combinaciones tangibles entre los seres humanos, sus acciones y sus obras, unidos por la diversidad y la pluralidad en un espacio público que rechaza las definiciones ontológicas de la política y la declina en cambio como una construcción del mundo real. Su opuesto es, por cierto, el totalitarismo que suprime el espacio público, confisca la posibilidad de ser visto y oído por los demás y secuestra el debate en manos de un puñado de burócratas ideológicos hasta invisibilizar del todo la construcción de intereses diversos. “No existe nada ni nadie en el mundo que no suponga un observador. En otros términos, nada de lo que existe, en la medida que aparece, existe solo en singular; todo lo que es, está destinado a ser percibido”, escribe Arendt en La vida del espíritu, el libro que dejó sin terminar, al morir en diciembre de 1975. “No es el hombre, sino los hombres, quienes pueblan nuestro planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra”.
De esta pluralidad de lo singular, en efecto, que resulta del aparecer ante los demás en el mundo, Hannah Arendt es en sus propias palabras tantas identidades intelectuales como posibles, si bien una sola entre todas ellas es la que piensa y escribe queriendo dar sentido a ese mundo común y compartido, habiéndolo ya perdido. Nacida en 1906, en una familia judía-alemana, Arendt encarna tanto los conflictos de asimilación nunca del todo resueltos por el pueblo elegido en su diáspora milenaria —que ella revela en sus escritos como la tradición escondida de un pueblo paria—, como asimismo las tensiones nacidas del ascenso de las ideologías y los nacionalismos en un periodo histórico marcado por confrontaciones de carácter mundial. Arendt sabe que es judía no por observancia religiosa, sino por ser sindicada como tal en la calle, siendo niña. A la mitad de los judíos les ocurre lo mismo, como ha escrito Sartre en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1954): es la pasión antisemita la que produce y reproduce a los judíos en todo el mundo, y no al revés. Ella, Arendt, dirá desde entonces que le corresponde defenderse como judía cuando la atacan como judía, y así lo hará durante todo el periodo de entreguerras. A sus 17 años asiste a los cursos de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo, al suroeste de Berlín, pero enamorada de su maestro huye de esa pasión secreta para seguir los cursos de Karl Jaspers en Heidelberg y doctorarse con una tesis sobre el deseo y su falta de objeto, que llevará por título El amor en San Agustín (1929). Es el primer libro de Arendt y no pocos verán en él, retrospectivamente, una operación de transfiguración del profesor Heidegger bajo la pluma de su alumna aventajada, quien hace de San Agustín un filósofo en la tierra antes que un padre de la Iglesia en los cielos.
Con apenas 24 años y un dominio perfecto del griego y los maestros de la Antigüedad, emprende enseguida una aventura autobiográfica enmascarada de retrato de época, especie de novela de formación o bildungsroman que desembocará en el manuscrito Rahel Varnhagen. Vida de una judía alemana en tiempos del romanticismo, un texto iniciado en plena ascensión del nacionalsocialismo y terminado en el exilio en París, en 1940, hasta publicarlo casi 20 años más tarde, en su segundo y definitivo exilio en Nueva York, en 1958. Traducido al francés en 1986 y al castellano recién en el 2000, Rahel Varnhagen traza una línea de parentesco conceptual notable con los retratos que más tarde Arendt dedicará a figuras tan disímiles como Lessing, Rosa Luxemburgo, Jaspers y Bertold Brecht, y que serán reunidos bajo el título común de Hombres en tiempos oscuros. La amistad, la generosidad, el sentimiento de compartir el esfuerzo de otros y desplegarlo para que el olvido no haga su tarea en el tiempo, será el hilo rojo que señale su anclaje en la tradición crítica, sin perder de vista la conflictividad del presente.
Está el amor, entonces, en primer lugar, y luego la mujer judía alemana, acompañada de una condición que nunca abandonará por más disidencias que levante tanto en su país de origen como frente al Estado de Israel tras su anhelada fundación. Ambos datos son fundamentales para comprender, para volver a leer, para empezar a creer. Porque a Hannah Arendt pueden aplicarse con exactitud semejante las palabras que ella dedicó a su admirado Walter Benjamin en un texto epitáfico de 1968: para describir correctamente su obra, y describirlo a él mismo, escribió Arendt entonces, habría que recurrir a un buen número de negaciones: sin ser un especialista, Benjamin poseía una erudición envidiable; sin ser un filólogo, su trabajo se concentraba en la interpretación de los textos; siendo un dedicado escritor, su mayor ambición era producir una obra hecha enteramente de citas; sin ser un historiador, presentó un texto sobre el barroco alemán que ha llegado a convertirse en un clásico del género, y sin ser crítico literario, reseñó libros y autores que eran de su mayor aprecio, como Proust, Kafka y Baudelaire. Y, sin embargo, o acaso por lo mismo, dirá Arendt, “nunca hubo un hombre más aislado que Benjamin”.
Es la lección que deja en ella el totalitarismo en su expresión más íntima: la soledad extrema, el abandono, el desplazamiento hacia la falta de lugar en un mundo que ha invertido sus coordenadas de comunidad y reconocimiento, constituyen un punto de partida y no de llegada para quien se adentra en esas ruinas. Arendt es, así, un comienzo. Quizá el verdadero comienzo, si acaso decidimos perseverar y aceptar que no hay baranda o pasamanos, ni filosófica ni política, de la cual sujetar la acción de un pensamiento libre (Thinking Without a Banister. Essays in Undertanding 1953-1975 es, justamente, el último título de Arendt, que reúne textos inéditos bajo la edición de su albacea Jerome Kohn, en 2018). Ella es la actualidad y vigencia de un conflicto que toca a la política y el orden (im)posible del mundo que heredamos del marxismo y sus fallidas revoluciones, de la cueva sin salida de los ideales platónicos y del pragmatismo economicista del mercado. Esa actualidad de Arendt, escandalosa considerando el manto de silencio e incomprensión que rodeó su obra en vida, es la que hace nata en los debates políticos y culturales del día de hoy.
Su vigencia, indiscutible y acaso inevitable, está dada por el protagonismo de las masas en los acontecimientos contemporáneos, siendo el fenómeno del totalitarismo, o su espectro, el que más agudamente inscribe la reflexión de Arendt en un lugar privilegiado, con su libro Los orígenes del totalitarismo (1951) como piedra de toque para la discusión. No porque brille y esté exento de errores o conceptos discutibles, sino precisamente al revés: se trata de un libro lleno de huecos, “escrito en caliente, durante la guerra, y sobre la base de una documentación fragmentaria e insuficiente”, apunta el historiador italiano Enzo Traverso, lo que viene a decir que es un texto-Arendt al cien por ciento, redactado entre el humo y la fuga tras llegar a los Estados Unidos como migrante sin papeles, hecho de naufragios y experiencias personales al límite. “Se necesitaría tiempo para entender que Los orígenes del totalitarismo es en realidad un cuestionamiento radical de la historia de Occidente”, concluye Traverso. “A diferencia de las interpretaciones liberales, para las que el totalitarismo es una amenaza a la civilización occidental, Arendt lo interpretaba como uno de sus productos más auténticos, cuyas premisas eran el antisemitismo y el imperialismo”.
En efecto, para quien se ha formado en la nuez de la filosofía occidental, y a la vez ha padecido el derrumbe de esa historia de luces, la condición de paria judía, sin derecho a una existencia política, prefigura la condición de la humanidad toda bajo el totalitarismo, y donde el destino de los apátridas y los desplazados se manifiesta como índice de la destrucción general para una alteridad sin mañana. Por lo mismo, sus comentadores parecen estar en lo cierto cuando aseguran que el derrotero existencial e intelectual de Arendt está marcado por la línea de fisura que constituye Los orígenes del totalitarismo, donde la reflexión gira desde un empeño de resistencia y definición de las formaciones totalitarias hacia una teoría del espacio público y la libertad política como pilar fundamental del mundo a construir. Es posible, pero no definitivo, ya que Arendt volverá a los temas de su juventud, pero con distintos énfasis, incrustando nuevas significaciones a los conceptos de coraje y perdón en política, de amistad y amor.
Ya en La condición humana (1958), una suma de su concepción crítica del mundo contemporáneo, Arendt dirá que “el amor, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público”, ya que “el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas tales como el cambio o la salvación de mundo”. Así subraya la necesidad de delimitar el espacio público del privado, ya que de esto depende un problema mayor: la preservación misma de la pluralidad común a todos. Se trata aquí de la presencia de una esfera pública que garantice la diversidad humana, un espacio donde hombres y mujeres tengan la oportunidad y la necesidad de ser vistos y oídos, de modo de compartir un mundo en sus diferencias y singularidades, con la existencia al mismo tiempo de un espacio privado, un hogar, donde las personas reserven su aparecer ante los demás. Pero lo privado no es más que una propiedad en la cual refugiarse, dirá Arendt, mientras que solo en el espacio público surge la realidad bajo la forma de “la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores”, ya que es allí donde las cosas “pueden verse por muchos en su variedad y sin cambiar su identidad”.
Es este fenómeno el que asegura la existencia de un mundo común. “Si la identidad del objeto deja de discernirse, ninguna naturaleza común de los hombres puede evitar la destrucción del mundo común, precedida de la destrucción de los muchos aspectos en que se presenta la pluralidad humana”, escribe Arendt. Y enseguida agrega un énfasis premonitorio. “Esto puede ocurrir bajo condiciones de radical aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo condiciones de la sociedad de masas o de una histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve solo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva”.
No es necesario justificar aquí la importancia y extensión de la cita. Arendt habla del mundo destruido de hoy, donde la tecnología y las redes sociales acaban segundo a segundo con el espacio público, bajo el supuesto de constituirse en la nueva plaza pública de la era digital. Perdido el objeto de foco común, nada, salvo el medium y su instantaneidad, nos separa de la mentira hecha realidad con que Arendt describe el ascenso del fascismo. Si los antiguos sofistas de la plaza se conformaban con obtener la victoria con el buen manejo de los argumentos a expensas de la verdad, hoy los modernos sofistas buscan una victoria más duradera a expensas de la realidad. La mentira es la característica básica del totalitarismo, dirá Arendt en las páginas iniciales de su libro sobre el tema. Para ver cómo se transforma la mentira en realidad, ella da un buen ejemplo: si yo digo que mi tía millonaria ha muerto, y alguien replica que eso no es posible porque acaba de verla en el supermercado, solo tengo que ir donde mi tía y meterle un par de balazos en la cabeza para que mi proposición inicial sea verdadera.
Eso es el fascismo. Se trata de mentir la verdad, representarla hasta convertirla en un hecho real, especialidad totalitaria donde las haya, y esencial en la tarea de demolición del espacio público. Todo consiste en profundizar la confusión de las categorías, ya sea entre realidad y verdad, ya sea entre un hecho y una opinión. Sin hechos reales, es decir, sin objetos comunes sobre los cuales fijar la mirada, no hay espacio público posible, y de allí el apresuramiento con que los totalitarismos de cualquier signo se apuran en amordazar a la prensa, las radios y a los mensajeros de los hechos, para convertirlos en columnistas de opinión o tuiteros profesionales. Pero son las verdades fácticas, argumenta Arendt, las que proveen los límites de la esfera pública en tanto espacio de acción e intercambio de opiniones, y no al revés, como parece ser el caso actual, donde el tribalismo y la ideología establecen los marcos de interpretación de la realidad para convertir la novedad en una nueva verdad. De allí, de ese pozo oscuro en que deviene la realidad cuando se extravía el objeto común, surge la banalidad del mal que hizo célebre la mediocridad de sus ejecutores.