Imagínense a una persona cuya vida fue trastornada por el régimen comunista de Fidel Castro, que conoce a otra persona desterrada por la dictadura de Augusto Pinochet y a quien debe considerar como un posible estudiante de doctorado. Bien podría haber sido un desastre, pero resultó ser lo contrario, como se refleja en este texto escrito por el ganador del premio Nacional de Historia 2020 como homenaje a quien fuera uno de sus maestros más importantes en Estados Unidos, filósofo que trabajó en temas tan actuales como la identidad y la etnicidad, fallecido el 13 de julio.
por Iván Jaksić I 28 Julio 2021
Quién podría publicar un libro (Debating Race, Ethnicity, and Latino Identity —Nueva York, Columbia University Press, 2015) que incluye comentarios como “Me preocupa la exagerada idea de Gracia sobre lo que entiende como ‘filosofía’”; “Lo que Gracia pretende caracterizar como filosofía es nada más que una hipérbole inflada como un globo”; “La división que establece Gracia entre hecho y valor para desarrollar su idea de lo que es un argumento filosófico objetivo es una mera simplificación”; “La perspectiva Histórico-Familiar de la identidad hispánica es profundamente problemática tanto en su idea de ‘familia’ como en su más o menos incoherente presentación de algo tan enorme como la ‘identidad hispánica’”; “Me preocupa el que su teoría resulte para muchos minimalista, débil, vacía y formal”; “La reticencia de Gracia para explicitar su revisionismo terminológico produce párrafos francamente extraños”; “El concepto geobiológico de Gracia sobre la identidad hispánica es la nada misma”. O, para resumir, “a Gracia se le pasó la mano”; “No creo que Gracia haya logrado lo que se proponía”; “Gracia está simplemente equivocado”. El editor de ese libro soy yo, quien fuera su estudiante y colaborador. Y lo hice inspirado en las enseñanzas del propio Gracia.
El reunir a los críticos más informados e incisivos de Gracia (Linda Alcoff, K. Anthony Appiah, Richard J. Bernstein, Lawrence Blum, María Cristina González, Robert Gooding-Williams, J. L. A. García, Renzo Llorente, Howard McGary, Eduardo Mendieta, Susana Nuccetelli, Lucius T. Outlaw, Gregory Pappas, Ilan Stavans y Nora Stigol), podría parecer un verdadero acto de venganza por parte de un sufrido estudiante de posgrado. Venganza por hacerme leer miles de las páginas más aburridas de la historia de la filosofía. Venganza por los litros de dudoso café secretados por máquinas localizadas en sótanos y pasillos del entonces relativamente nuevo (década de los 70), pero con aspecto hospitalario, del campus Amherst de la Universidad Estatal de Nueva York. Tengo todas las razones del mundo para vengarme de las pocas horas de sueño que padecí por muchos años, pero también me siento en absoluto acuerdo con la perspectiva de otros autores del citado libro.
Tales autores hablan de la “intensa preocupación” de Gracia por una comprensión filosófica de los conceptos de raza, etnicidad y nacionalidad, y sugieren que “sus propuestas se inspiran en una actitud humanitaria respecto de la forma en que comúnmente entendemos lo que es raza y etnicidad”; “El libro de Gracia significa el comienzo de una fructífera reflexión filosófica en torno a la etnicidad y a la identidad étnica, temáticas que requieren de la clara presentación, agudeza y meticulosidad que caracterizan a Gracia”. Los autores subrayan su “humildad y modestia” y señalan que “su pluralismo y sensibilidad respecto de la heterogeneidad de la identidad hispánica es loable”. Uno de estos autores ha manifestado que “Gracia representa un modelo de filósofo hispanoamericano que cumple con los más altos estándares de la filosofía y aborda los problemas de la comunidad hispanoamericana de una forma nueva, iluminadora y sugerente”. Finalmente, que Gracia muestra “una gran sensibilidad respecto de las dimensiones culturales de los problemas filosóficos más complejos”. Quizás las palabras que resumen todo lo anterior son “atento y reflexivo”. Puedo corroborar tales comentarios por la experiencia de haber estudiado y trabajado con él.
Conocí a Gracia en 1978, momento en el cual él ampliaba sus horizontes filosóficos para incluir la filosofía latinoamericana. Su obra, El hombre y los valores en la filosofía latinoamericana (1975), que publicó junto a Risieri Frondizi, fue la que me condujo a este campo del conocimiento. Recuerdo muy bien el día en que ese hermoso libro, publicado por el Fondo de Cultura Económica, llegó a mis manos. Yo sabía muy bien quién era Frondizi, pero no sabía nada de Gracia. Era una época anterior al Internet, cuando una de las pocas fuentes para conocer a los autores eran los gruesos volúmenes del Social Sciences Citation Index, que a su vez derivaban a otras publicaciones. Así fue como me enteré de que Gracia era un joven profesor asistente en un departamento de mi propia universidad, donde yo estaba terminando un magíster y pensaba en el doctorado. Le escribí de inmediato para pedir una entrevista, pero justo en esa época él se encontraba fuera del país. La respuesta, que tomó algún tiempo en llegar, fue muy alentadora.
Yo tenía muy claro que, al menos en Estados Unidos, no había otro académico que pudiera guiar mis intereses con ese nivel de conocimiento. Para mí él era ya una persona consagrada, pero en realidad él tuvo y tenía que luchar para legitimar la investigación en ese campo. De hecho, como supe después, no había logrado encontrar un editor para publicar su ya clásica antología en inglés. Estas no eran muy buenas noticias para alguien que aspiraba a dedicarse a la historia, pero la perseverancia de Gracia era inspiradora y generaba una confianza en el futuro de la disciplina.
Debo aclarar que no soy filósofo. Soy historiador, si bien estudié filosofía en la Universidad de Chile y probablemente me hubiera dedicado a la disciplina de no mediar el golpe de Estado de 1973. Como a muchos, este evento me cambió la vida, llevándome a Argentina y después a Estados Unidos. Fue precisamente el haber optado por la historia lo que me hizo apreciar la dedicación de Gracia a la filosofía. Y creo que él, a su vez, apreció el hecho de que yo no era totalmente lego en materias de filosofía. Él entendía perfectamente la especialidad de la cual yo provenía en lógica y teoría del conocimiento. Conocía muy bien algunos de los nombres más destacados de nuestra filosofía.
El que llegáramos a conocernos fue una coincidencia, y probablemente no la más auspiciosa. Ambos habíamos dejado nuestros países a la misma edad, si bien bajo circunstancias políticas completamente diferentes, separadas la una de la otra por alrededor de una década. Imagínense una persona cuya vida fue trastornada por el régimen comunista de Fidel Castro, que conoce a otra persona desterrada por la dictadura de Augusto Pinochet y a quien debe considerar como un posible estudiante de doctorado. Bien podría haber sido un desastre, pero resultó ser lo contrario puesto que ambos entendíamos los efectos de dejar el terruño respectivo. Cuba y Chile nos proporcionaban un fuerte sentido de identidad nacional, pero era evidente que compartíamos un lazo común: una pertenencia a la amplia comunidad hispánica. En esa época, él estaba concentrado en el pensamiento de Francisco Suárez y en el principio de individuación en el Medioevo, mientras que yo estaba incubando una tesis sobre el papel de los filósofos en la reforma universitaria de los años 60 en Chile. Sin embargo, nos reuníamos semanalmente, año tras año, entre 1978 y 1981, para discutir temas de filosofía latinoamericana. Evidentemente eran muchos y variados, como la filosofía analítica en Hispanoamérica, pero nos dedicamos en particular a aquellos relacionados con la identidad cultural.
En ese momento no había manera de adivinar que este énfasis en la filosofía hispánica derivaría en los pioneros libros de Gracia sobre el tema central de Debating Race, que convocaron a los más destacados estudiosos del aporte de la filosofía a la conceptualización de uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo: las identidades, sean estas raciales, étnicas o nacionales, sin descuidar la relevancia transversal de la religión. Gracia fue un pionero en destacar las raíces comunes en la obra de los filósofos latinos y afroamericanos en Estados Unidos. Como señala Lucius Outlaw en esta obra, Gracia “desarrolló sus ideas en diálogo directo con otros pensadores”, refiriéndose en particular a los pensadores afroamericanos. El término “diálogo” es, de hecho, lo más característico del pensamiento de Gracia. Es allí donde afina sus ideas e incorpora los temas centrales de otras tradiciones y perspectivas, lo que resulta en un avance que supera la usual compartimentación (por ejemplo, filosofía afroamericana, filosofía latina o hispanoamericana). Como él mismo lo dice, “como filósofos debemos enfrentar perspectivas diferentes; debemos aceptar críticas severas, y sobre todo valorar el cuestionamiento de nuestras ideas más queridas para eliminar cuantos prejuicios sea posible”. Un debate con él podía ser acalorado, incluso derivar en duros desacuerdos, pero siempre era respetuoso. Cuando me titulé, estuvimos en desacuerdo sobre ciertos temas históricos, pero si bien eso me alarmó en su momento, consideré que me veía como un par. De cualquier forma, nunca dejamos de colaborar por el espacio de cuatro décadas.
Para dar un ejemplo: después de muchas lecturas acordamos que en la filosofía latinoamericana existían dos grandes tendencias, la “universalista” y la “culturalista”, equivalente más o menos a la distinción de Isaiah Berlin entre zorros y erizos en su famoso ensayo. Podríamos habernos quedado con esta dicotomía, pero ambos reconocimos que ciertos textos escapaban a tal clasificación y que, además, tenían un cierto dejo de ideología marxista. El desafío era separar la ideología de la filosofía, porque al menos yo estaba convencido de que algunos de estos filósofos tenían un entrenamiento disciplinario avanzado y estaban muy lejos de ser demagogos de izquierda. Luego de una nueva ronda de lecturas estuvimos de acuerdo en que se trataba de una posición aparte, que denominamos crítica, e identificamos a sus principales expositores. Publicamos nuestras conclusiones primero en el Inter-American Review of Bibliography (no pudimos identificar en ese momento alguna revista de filosofía en EE.UU., y él las conocía todas, que se interesara por el tema) y luego en la introducción de nuestro libro Filosofía e identidad cultural en América Latina, publicado por Monte Ávila en Venezuela en 1988. Hoy, esta tipología es la más común, pero fue Gracia quien la ponderó con espíritu crítico y finalmente la validó. Siempre solía decir que si alguien está en desacuerdo con alguna propuesta conceptual, que la manifieste y se someta a la misma revisión crítica.
Gracia fue siempre un maestro generoso: desde que empezamos a trabajar, publicamos también juntos. Me dio todas las oportunidades para conocer cada aspecto de las exigencias académicas, desde escribir una reseña o artículo, hacer presentaciones en ámbitos locales o internacionales, hasta publicar un libro. No había tarea que fuera tan pequeña como para no abordarla y transmitir valores académicos. Esta colaboración era, para un estudiante de posgrado, una gran preparación para enfrentar las realidades del mercado laboral a principios de la década de 1980. Cuando egresé en 1981, solo dos plazas universitarias estaban disponibles en todo Estados Unidos y, por supuesto, no conseguí ninguna. Pero Gracia no era de los que cejaba y me apoyó con innumerables cartas hasta que pude consolidarme en un puesto académico. Valoro mucho su apoyo, pero aun más el rigor que siempre me exigió. Cada reunión con él era agotadora, pero nunca desagradable. Por el contrario, siempre tenía un elemento de humor.
Recuerdo una discusión sobre un ensayo filosófico particularmente árido que requería alguna familiaridad con la teología. Cuando nos acercábamos a una conclusión, me dijo que había un problema fundamental con la teología. Yo me apronté para escuchar una reflexión profunda sobre Tomás de Aquino o San Anselmo (sobre quienes Gracia había escrito por décadas), pero en vez de eso me dijo que el mayor crimen de la teología era arruinar el sentido del humor. Él, definitivamente, no padeció sus efectos: su risa era legendaria en los pasillos de Baldy Hall, donde se ubicaba el Departamento de Filosofía, y no terminaba hasta que llegábamos a la biblioteca Lockwood, en donde culminaban nuestras reuniones, bajo la mirada poco aprobatoria de los lectores. El nombre “Gracia” sugiere humor, pero también lo que en inglés equivale a “grace”, una elegancia en la expresión o en el comportamiento. Él poseía ambas virtudes.
El libro-homenaje que representa Debating Race, publicado justo antes de su jubilación, no deja duda alguna acerca del liderazgo de Gracia. Como ha dicho Susana Nuccetelli, una de las autoras, “por muchos años Gracia ha sido un líder en el campo, y cada libro suyo que aparece es un gran evento”. Quiero agregar que Gracia llevó lo que antes de él era un tema marginal a uno de los ejes de la disciplina actual, abriendo espacios y generando nuevas ideas y aspiraciones. Pero más allá de sus aportes académicos, quiero enfatizar su compromiso con la formación. A fin de cuentas, esto es lo que más importa en cualquier campo del conocimiento que valore la continuidad del diálogo crítico.